Escribir respirando humo de nogal


Amanecer de martes 23 de agosto de 2022. Brisa fría. Aromos en flor. Estreno de tordos sobre los ciruelos. Nubes altas disuadiendo el hielo matinal de este epílogo invernal en el valle de Alico.

La chimenea se ha cubierto de hollín. El puelche furioso parece haberle bajado el sombrero. Encender fuego involucra tragar humo y que la casa misma quede envuelta en sepia azuloso, en ondillas de humo que permanecen estáticas a media altura.

Días sin escribir de manera sistemática, como payaso pugilista de Buffet que baja la guardia por falta de voluntad, recibiendo de vuelta una andanada de charchazos arteros. La vida no tiene conmiseración con los flancos abiertos. 

Mate cocido, pan blanco horneado por Romina, mermelada de mora recolectada por mis propias manos. La estufa apenas enciende. Le introduzco varillas del nogal derribado por el viento. Será el combustible proponderante hasta que el calor primaveral haga innecesario volver a encenderla. 

Escucho a Rachel Willis-Sorensen cantando Non mi dir, de  Don Giovanni. Me lo sugiere el algoritmo de Spotify que infiere mi predilección por la ópera. Pero mi encantamiento se estropea pronto por la estridencia irrespetuosa de los continuos comerciales. Dejo los audífonos a un lado. Esa basura mercantilista asesina a Mozart, y de una forma poco ortodoxa, también guillotina mi paciencia.

Abro Gente, años, vida de Ehrenburg. Dos mil páginas de memorias. Avanzo lentamente porque lo retomo con días o semanas de intermitencia, pero es de los pocos libros que sigo leyendo con entusiasta fidelidad. Quizá porque su voz me resulta necesaria. Su claridad. Su lucidez. Incluso el colorido de su narración. La desdramatización de la nostalgia. La historia misma del siglo XX que puedo palpar a través de sus letras. Ya conocí a Lenin, a Tolstoi, observé sus miradas, sus levitas, sus zapatos, recorrí sus escritorios, los vi bebiendo cerveza, escuché el timbre de sus voces, aprecié gestos de humanidad que nadie más captó o dejó constancia para la posteridad. Y así a muchos otros. Balmont, el incombustible Balmont, el irrepetible Balmont. Los poetas herederos rusos gastando dinero en los casinos de Niza hasta convertirse en indigentes, los poetas deslumbrados con la arquitectura de Ragusa, los poetas kamikazes que inflamaron sus pechos con los tamborileos de la revolución, que murieron de bala súbita, incongruencia ideológica o pura decepción y que fueron olvidados por el resto de la historia, pero no por el memorioso Iliá. 

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Imagen superior: Iliá Ehrenburg.

Oración laica por Salman Rushdie


Llovió todo el día, con ventarrón intermitente y rugidera de árboles desnudos. Contemplamos la jornada desde la ventana. Los pozones fangosos. Las estoicas caléndulas. Los gatos mojados de agosto que ante la urgencia del amor desatienden razones climáticas. El encino derribado y las torcazas huérfanas de hogar. Logré mantener el fuego encendido con tronquitos verdes del cedro que cayó en el jardín. A ratos igual tuvimos frío. Tatón se exasperaba por no poder salir a jugar como de costumbre. Tampoco pasaron ciclistas, caballares ni corredores solitarios que lo incitaran a un ladrido furioso.

Almorzamos tortillas de verduras, albóndigas de lentejas, ensalada escarola. Romina preparó café y horneó galletas cubiertas con dulce de mora. El mismo que preparé a mediados de marzo. Lo disfrutamos viendo un documental de DW sobre Salman Rushdie. A ambos nos importa demasiado la suerte de Rushdie. Es alguien del gremio. Una mente lúcida con sentido del humor suicida. Deseamos ferviente y silenciosamente que se recupere. Un deseo como oración encomendada a los dioses de Bukowski.

La tarde nos ensimismó. Cada uno en lo suyo durante al menos siete horas. Escribí cinco textos nuevos, textos impensados que vinieron de un altísimo laico. Redescubrí por efecto de serendipia una novela del 2008 de la que ni me acordaba y que estaba guardada en mi correo. Un yo levemente distinto. Más sobrio y temerario. Hoy mi Kaláshnikov se oxida por falta de uso. O de razones. Una melancolía steineriana doblega mi voluntad. Hoy solo escucho ópera bebiendo vino tinto de supermercado. Releí el comienzo y me prometí publicarla. Luego avancé en memorias de Elías Canetti, Joseph Brodsky, Doris Lessing e Ilya Ehrenburg. Últimamente he preferido leer memorias a novelas, no obstante avanzar en obras de Vargas Llosa y Philip Roth.

Inevitablemente a ratos me voy a las redes, no por demasiados minutos, porque los niveles de toxicidad son abrumadores. Quedan pocos días para votar la propuesta de nueva constitución, y la extrema derecha descarga toda su violencia clasista, su venenoso desdén, su racismo, su anticomunismo enfermizo a través de sus medios hegemónicos, sus encuestadoras y los millares de lacayos que amenazan convertirse en mayoría.

Es mejor volver al silencio de la lluvia, a 1920, 30 o 50, al baile nocturno de poetas y sobrevivientes, que en estricto rigor es casi lo mismo, a esos días y noches donde predominaba la ingenua certeza de que los años venideros serían mejores.

Payaso de Bergman


Un soberbio maitén dosifica los primeros rayos solares que llegan hasta la casucha verdeolivo. El Malalcura y el Alico se han azulado hasta parecer ilusiones turnerianas. En los parlantes, Mark Knopfler eleva secuencias al cielo de este valle de fin del mundo.

Debo trabajar en proyectos culturales. Pajas burocráticas que no suman un solo pan al mundo. Me siento como una migaja teórica de David Graeber. La mañana es breve y la burocracia una tormenta negra acechante. No me concentro. Sigo pensando en la película La mula que vimos la noche anterior. Un hombre viejo cultiva flores. Camina dubitativo, tiene el espinazo encorvado como ají reseco. Solo los jardines parecen iluminar su mirada. La pala, la regadera, el milagro del sol.

Su familia no le escenifica mayor aprecio. Un dique de hielo se interpone. Hosco como perro viejo. Exuda silencio. Lo masculla. Los acreedores de la culpa lo tienen con la soga al cuello. Nunca estuvo en los eventos importantes de su familia. 

La rudeza sentimental de Eastwood, el hombre sin palabras, es parte de las leyendas de nuestro imaginario estético. El personaje que ilumina nuestro armario de dolores y rencores.

Algo sucede en el rostro de los actores viejos. La vidas multiplicadas se reúnen en la mirada, la contemplación de lo que pudo ser y de lo que de seguro nunca será. Todo está allí, avizorando un horizonte que se oscurece. La esperanza lleva atuendos raídos. Comprender que 80 años fueron menos que una bocanada de humo.

Pasan las horas del último domingo juliano. Cuando la vulgaridad de la rutina agobia, me oxigena el espíritu recordar las construcciones narrativas de Nabokov, la compulsión poética de Virginia Woolf, la infinita materia prima de Umbral.

La poesía me cautiva más allá de la admiración y hoy quisiera escribirla. Ya no ser un poeta ninja enmascarado en mis narraciones, sino un personajillo de grueso gabán y sombrero de copa, con collar de laureles y habano encendido. 

Al domingo le sobran algunas horas. Un silencio de muerte pone altoparlantes a mi latido interno. Hay embotellamiento cerca de mi pecho. Opresión gratuita que solo sabe de aumentos. El payaso de Bergman me persigue a cada paso. Doblo una esquina imprevista para distraerlo, pero luego está en la siguiente. Solo me mira fijamente. A veces pestañea y logro respirar unos segundos.



Manos frías

 


Agosto trajo las heladas de antaño. Niebla espesa sobre Paso Ancho, Cachapoal y Tres Esquinas. Aromos estallando en amarillos a la vera del camino. Voy con mi vecino Donato a San Carlos. Mientras conduzco él mira por la ventanilla y empatiza con los trabajadores de manos frías. Sabe que a la mayoría no le queda otra que perderse en esa niebla trabajando sin descanso por un par de míseros pesos. Él mismo lo sufrió durante ochenta años. Hoy tiene ochenta y cinco. Antes bastaba con poder afirmar una pala o azadón para licenciar como adulto a un niño.

Regresamos a media tarde. Dos vasos de vino para brindar por lo hecho durante la jornada y de nuevo a mi casa. El vino espanta el frío y los malos espíritus que acechan como oleada de inmigrantes del infierno. 

La luna menguante se despide y con ella la última posibilidad de poda. Pese a ello arranco parte de mi sobrepoblación de ciruelos pequeños. Las matas de zarzamora. Los pequeños obstáculos donde podría tropezar mi nieto Oscar cuando me visite en el verano.

La noche me sorprende tan pronto. Vuelvo a casa. Tatón me hace mirar el reloj. Le preparo su comida. Hacemos el rito habitual. Le digo las mismas ñoñeces y él ladra y salta sobre mi pecho y persigue a la gata marrona. 

Tras comer lo llevo a las casitas del potrero. Se limpia los bigotes en la hierba mojada. Rasca el pasto con las patas. Se recuesta contento patas arriba mirando las estrellas. Volvemos a casa. Tatón a su sillón. Yo a mi escritorio. Romina trabaja en su celular mientras pedalea la bicicleta estática.

Media hora más tarde Romina me dice que tomaremos once. Prepara huevos a la paila. Mate cocido. Pan amasado. Una trozo de queso. 

Luego nos volvemos a distanciar para las horas laborales nocturnas. Sigue en lo suyo. Puede hacer cuatro o cinco cosas a la vez. Yo solo una. 

Culmino un nuevo escrito. Limpio dos textos antiguos, pero tampoco me dejan conforme y no los publico. Me acomete una tristeza como soga metafórica al cuello. Escribo otro texto que bien podría ser un poema o una redención en cuotas bancarias de esa tristeza. 

Son las diez de la noche. Cierro las cortinas. Me siento en el sillón grande para proseguir lecturas. Escucho con audífonos Magnificat de Monteverdi. Me resigno a perderme el probable comienzo de la lluvia. Abro mi biblioteca digital. Recorro mi batallón de libros a medio leer. Me inclino por Carver. Quiero releerlo a raíz de un artículo que escribió Maurizio Bagatin. Empiezo con Catedral. El pavo Joey, la cerveza fría, el molde de dentadura deforme sobre el televisor. Constancia de un agradecimiento permanente. De nobleza amorosa entre perdedores. 

La niebla y el humo


A Lander Zurutuza

Aprecio inmensamente el arte de Lander. Es como beber mate junto a un fogón en un amanecer de invierno, con la niebla colándose por las rendijas y confundiéndose con el humo.

Imagen: Obra de Lander Zurutuza.

Cuando alguien ve tu caligrafía en el cielo


No logro desentristecerme por la muerte de María Eugenia Sáez. Ocurrió hace tanto tiempo y recién me entero ahora. Concha lo dejó traslucir cuando habló de ella en pasado. Le pregunté por Eugenia y me confirmó su muerte. Concha estaba extrañada que yo no lo supiera. Sabía que éramos cercanos. Porque fue precisamente Eugenia quien nos presentó a través de las redes, tal como nos conectó con Cingolani, con Gayol, con Lerner. Una cofradía de amigos, de nuevos hermanos, conformada gracias al rigor apreciativo de Eugenia. Gracias a su generosidad. A su mirada libertaria que contribuyó a formar este gremio de hombres y mujeres libres, unidos por el arte, por la palabra, por el hambre de justicia, por la admiración y el afecto mutuo.

A Eugenia le envié muchos mensajes que no respondió. Lo atribuí a su hartazgo con las redes. Siempre decía que, si bien era seductora y hasta adictiva, le quitaba demasiado tiempo para otros menesteres.

No tenía forma de saber que ella había muerto. Ninguna señal se emitió por las redes. Ningún homenaje. Ningún responso literario.

Me quedo con mi profundo afecto admirativo resguardado para ella, con mi agradecimiento expresado como un campesino de Millet,  y con la certeza de que una de las grandes críticas literarias de nuestro tiempo me vio, me valoró, me recomendó y me hizo caminar con hermanos parecidos en esta peculiar marcha cósmica que de otra forma sería tan desoladoramente solitaria.

Teatrillo de panteoneros

Han sido días de escasa luz solar. Días lluviosos donde el valle de Alico se encapsula de nubes grises. El ventarrón de la tarde ha dejado la higuera en enaguas. El único sonido nocturno lo provee el río crecido y la lluvia golpeteando el techo de zinc. Avanzo hacia la culminación de Tumulto de Enzensberger. Los días revoltosos de esos entrañables 60 que veo a través de sus ojos, de su histeria, de su novelita rusa a ratos transfigurada en ruleta. Nada parece muy serio, ni entonces ni ahora. Un teatrillo de panteoneros que se enterrarán a sí mismos.

Al menos amanece

Dios amanece muy temprano en este rincón de los Andes. 

Quizá por la intensificación del frío, los peucos parecen concentrar sus vuelos rasantes durante abril para gran descontento de las gallinas. 

El estruendo parte a las seis de la mañana, cuando el Cuco de Buzzati aún se encuentra laburando.

Bostezando y en chancletas salgo a poner orden en la granja. Dos peucos jóvenes se han posado en las ramas bajas de dos manzanos que forman el arco de entrada al potrero.   

Al verme vuelan hacia la copa de árboles inalcanzables. Las gallinas, al decodificar la situación, salen de sus escondites y la coexistencia pacífica retorna. Akiva me ha seguido de puro sapo y ahora se enrosca en mis pantorrillas.

Akiva es un gato gris atigrado, aparentemente pacifista, que ondea sensualmente su cola en zonas poco transitadas. Le pusimos Akiva en honor al protagonista de la serie Schtisel. Llegó pequeño, como parte de las hordas de gatos inmigrantes que arriban cada tanto guiados por el aroma de la cena nocturna de Tatón, nuestro mimado e hinchapelotas compañero canino. Algunos se han quedado, quizá debido a las buenas vibras de este territorio libertario, secreta isla anarquista bien camuflada en medio de nuestra temperamental republiqueta. Pues el gato Akiva era muy parecido al otro Akiva, el de los tirabuzones. Una especie de personaje manso e irresoluto, vago en esencia, sin más armas que su belleza y su donaire artístico para resistir la borrascosa coexistencia cotidiana.

Avanzo a través de la hierba reseca del potrero para contemplar los bancos de niebla estacionados en las lomas bajas de las montañas. Falta más de una hora para que asome el sol.

Tomo fotografías con mi celular de medio pelo pero no quedo conforme, así que voy rápidamente por uno más sofisticado. Al regresar, todos los tonos han cambiado y los bancos de niebla se han desplazado o desaparecido. Una bruma gris celeste se ha esparcido por el valle tornando ilusorios a los álamos amarillos. Akiva posa para una historia de Sanfabistán (nuestro portal de cultura y noticias en la región de Ñuble) afirmado sobre un viejo poste de acacio. 

No supe usar el celular sofisticado, así que volví a mi chatarra y seguí disparando hacia distintos frentes, desde distintas posiciones. En el intertanto llegaron los perros de mi hermano a interiorizarse de las noticias matinales. Akiva al verlos venir rajó a refugiarse a lo alto de un cerezo.


Un rayo de sol pasa detrás del Malalcura e ilumina la montaña que cobija la laguna El Valiente. En segundos el valle se inunda de luz y los colores se desgastan hasta niveles de irrelevancia fotográfica. Dirijo la cámara del celular al suelo. A las cientos de manzanas caídas. Pájaros y avispas no dan abasto para tanta comida. La escasez de insectos reguladores es preocupante. Tampoco he conseguido suficientes frascos para convertirlas en mermelada. Son días de abundancia engañosa. Luego vendrá el largo invierno donde los pájaros adelgazarán cantando poemas de añoranza.

Vuelvo a mi choza. Enciendo cafetera, cocina, computador y una chamiza que dejé en la estufa. Las redes me bombardean con la trifulca mundial. Las palizas israelíes a mujeres y niños palestinos. Las milicias ucranianas acorraladas por los rusos en Mariúpol. Un Biden senil que masculla venganzas ante una guerra fría raída. Lonkos mapuche pidiendo respeto al Estado chileno. La convención chilena construyendo la constitución más sui géneris del mundo. Avances en paridad de género, plenitud de derechos a los pueblos que habitan el territorio, salvaguardias a la naturaleza, respeto a la sintiencia animal, fin a la ratonera del senado y sucesivas palmadas en el culo a la omnipotente oligarquía chilena. La derecha anda histérica lo cual es buena señal. Ya lo decía mi abuela, cuando la derecha se enfurece es porque algo bueno está sucediendo para la gente común.

Mi primer café y una tostada con mermelada de durazno. Rápida lectura de El Mostrador, El Desconcierto, Diario Financiero, RT, The New York Times, Telegram, Telesur, Ex-Ante, Revista Santiago, CNN, Ladera Sur, Resumen, Página 12, La Tercera, El Siglo, La Nación argentina. Revisión de últimos videos noticiosos en Piensa Prensa y Acción Ciudadana. Un bocadillo presuroso de toda la mentira, desinformación e infamia que proveen los medios preponderantes. Y también la resistencia ante ese veneno narrativo que proveen los pequeños medios de trinchera. Y luego, ya con un segundo café, pincho play en Youtube para avanzar nuevos minutos en la película que dejé a medias ayer: Amanece que no es poco, la desternillante joya de José Luis Cuerda. 

Ocre azulado

La primera foto es de hace una semana. Ayer estuvo muy parecido. Un sol tenue nos impulsó hasta el río a nadar y beber mate. Tatón fue con nosotros y tanto nadó como se revolcó en la arena. El agua de Semana Santa estaba fría, como para bautizar a un hereje a punta de tiritones.

Por única vez en mucho tiempo el río fue solo nuestro. Un río con escasa agua, silencioso, espejo de nalcas invertidas, de álamos amarillos y robledales en desnudez. Una bruma ocre azulada envolvía todo el valle y volvía irrelevante la jerarquía de los cerros.

El nado y el regreso redundó en un dormir temprano.

Hoy volví a Enzensberger. Lo acompañé en su visita a la finca de Jruschov. De paso ordené mi drive con los libros que deseo leer durante abril. Prioricé a Ehrenburg y a Steiner. La mayoría ya están empezados y solo debo terminarlos. Leerlos en la letra grande de un tablet me ayuda a no cansar demasiado mi ya desgastada vista. Es quizá el único universo que controlo. Los libros que espero leer. Lo que no significa que los leeré efectivamente pues el meteorito de los dinosaurios puede caerme esta misma noche.

Foto 1: Lorena Ledesma

Foto 2: Jorge Muzam


Horas consumidas en la nada cósmica / Diario de una rata soldado


Anota todas tus impresiones para conocerte mejor... algo así dice en alguna parte Alejandra Pizarnik. Anotarlo todo. Ojala hubiese pensado así hace 30 años. Y el poeta Claudio Bertoni que acumula cuadernos inéditos, más de 800, y que ha sumado una ansiedad extra. Nadie los pasará en limpio y serán tentempié de rata costina.

Son horas consumidas. Días, meses, años y hasta décadas. Sentires que nunca se repiten exactamente iguales. Intuiciones, deshojes, corazonadas, relámpagos de felicidad, dagas de hielo a la yugular, rencorcillos que vuelven a prometer sanguinaria venganza. Cada instante con su sello particular. Es esa valoración de lo que es único e irrepetible lo que se teme perder. Como los 59 cuadernos de Richard Francis Burton lanzados a la hoguera por su esposa. O los cuadernillos de bocetos de Bruno Schulz que habrán alimentado la calefacción en alguna mansión nazi. 

Mi nueva ansiedad es perder este diario privado. Que se cierren mis sesiones y olvide mi contraseña. Que un virus contamine todos mis sistemas virtuales. Dos mil textos esparcidos como niebla de mediodía. O que quiebre blogger y mis palabras queden devaluadas, desmemoriadas, deambulando por la nada cósmica. 

Debiera y podría tomar cada texto, uno por uno, y replicarlo en un banco de memoria, un disco duro, o dos, o tres. Podría y debiera, pero conociéndome sé que es altamente improbable que eso suceda.

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