Un soberbio maitén dosifica los primeros rayos solares que llegan hasta la casucha verdeolivo. El Malalcura y el Alico se han azulado hasta parecer ilusiones turnerianas. En los parlantes, Mark Knopfler eleva secuencias al cielo de este valle de fin del mundo.
Debo trabajar en proyectos culturales. Pajas burocráticas que no suman un solo pan al mundo. Me siento como una migaja teórica de David Graeber. La mañana es breve y la burocracia una tormenta negra acechante. No me concentro. Sigo pensando en la película La mula que vimos la noche anterior. Un hombre viejo cultiva flores. Camina dubitativo, tiene el espinazo encorvado como ají reseco. Solo los jardines parecen iluminar su mirada. La pala, la regadera, el milagro del sol.
Su familia no le escenifica mayor aprecio. Un dique de hielo se interpone. Hosco como perro viejo. Exuda silencio. Lo masculla. Los acreedores de la culpa lo tienen con la soga al cuello. Nunca estuvo en los eventos importantes de su familia.
La rudeza sentimental de Eastwood, el hombre sin palabras, es parte de las leyendas de nuestro imaginario estético. El personaje que ilumina nuestro armario de dolores y rencores.
Algo sucede en el rostro de los actores viejos. La vidas multiplicadas se reúnen en la mirada, la contemplación de lo que pudo ser y de lo que de seguro nunca será. Todo está allí, avizorando un horizonte que se oscurece. La esperanza lleva atuendos raídos. Comprender que 80 años fueron menos que una bocanada de humo.
Pasan las horas del último domingo juliano. Cuando la vulgaridad de la rutina agobia, me oxigena el espíritu recordar las construcciones narrativas de Nabokov, la compulsión poética de Virginia Woolf, la infinita materia prima de Umbral.
La poesía me cautiva más allá de la admiración y hoy quisiera escribirla. Ya no ser un poeta ninja enmascarado en mis narraciones, sino un personajillo de grueso gabán y sombrero de copa, con collar de laureles y habano encendido.
Al domingo le sobran algunas horas. Un silencio de muerte pone altoparlantes a mi latido interno. Hay embotellamiento cerca de mi pecho. Opresión gratuita que solo sabe de aumentos. El payaso de Bergman me persigue a cada paso. Doblo una esquina imprevista para distraerlo, pero luego está en la siguiente. Solo me mira fijamente. A veces pestañea y logro respirar unos segundos.
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