Leños de álamo seco. Eso fue lo que encendí esta mañana. Porque estaba fría. Yo seguía intentando espabilar mi motor vital, como viejo tractor rumano carente de repuestos. Y los chercanes obcecados en arrimar su nido en la pared que separa mi escritorio del jardín.
Tatón fue al patio grande a hacer sus asuntos matinales y volvió al poco rato con las patas mojadas. En el camino espantó a Michitaro que tomaba los primeros rayos de sol sobre un lecho de romazas. Fui hasta la ruda y le pedí permiso para cortarle un par de hojas. Luego le agradecí por su generosidad con una inclinación japonesa, por estar ahí y porque de seguro contribuirá a aliviar mi ansiedad galopante del despertar.
Preparé mate con las hojas de ruda, pellizqué la tortilla de rescoldo que me obsequió la señora María. Y entremedio rebané frutas para Romina que seguía acostada. Un naranjón muy dulce, media manzana Fuji y una pera pequeña. Se la rebané porque anda con dolor en su mandíbula desde hace días. Pidió hora en el consultorio pero le dieron para unas cuantas semanas más. En el intertanto (y hablo de la generalidad del sistema público) es usual que mucha gente se muera del mal que nadie remedia o de pura impaciencia. O exasperación. O rabia. Porque el Estado siempre tiene abundantes recursos para asuntos menos empáticos.
Con el mate volví al escritorio y empecé a leer a Cingolani. Lo acompañé en su ascenso a la montaña. Los amigables changos en el camino, los gansos salvajes, las llamas cerca de las cumbres, la necesaria expiación del dolor. Y el regreso en el Justomóvil, ese que pusieron los dioses en el lugar adecuado antes de jugar su partida de dados.
Jorge Muzam
San Fabián de Alico
Texto antiguo. Lo tenía olvidado en borrador junto a 934 textos más.
Fotografía: Lorena Ledesma
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