Formas de irse borrando

Nadie escribirá sobre mí. Nadie elucubrará literariamente sobre mis insondabilidades, mis silencios, mis miradas absortas en la nada. Mi propia ira que no encontró a tiempo un botón rojo.

De pequeño solía leer biografías. Enormes volúmenes que atesoraba mi abuelo Enrique. Debí tener 8 o 9 años, quizá menos, cuando empecé a explorar las vidas de otros. Lo que había a mano eran narraciones sobre personajes de la talla de Freud o Jung, de Hitler y Churchill. Dickens y Steinbeck. Marie Curie probablemente. Uno que otro espía en tiempos donde el tema era muy relevante. La poca información que llegaba tenía el tufo de la guerra fría y el cedazo de una dictadura más atarantada y criminal que inteligente.

Luego me aficioné a la forma como Lafourcade y otros escritores chilenos recordaban a sus amigos de juerga, a los poetas del trasnoche, las historias del Chico Molina y una que otra mirada a nuestros nóbeles de literatura.

Más tarde vino Stefan Zweig. Muchos personajes nuevos se asomaron. Una mirada sobre la aterradora soledad de Nietzsche, la compulsión escritural de Balzac, la suerte echada de Dostoievski, la cabeza, no siempre en su sitio, de María Antonieta, el funambulismo de Fouché. Y luego las infidencias de Paul Johnson. Ladrillazos a mansalva a las luminarias del progresismo. Nuestros cotilleos con Claudio Rodríguez que exploraban las sinrazones de siglos a la redonda. Leila Guerriero poniéndole charreteras poéticas de eternidad a tanto desprevenido mortal. Yourcenar dándole introspección a un cadáver de dos mil años. Y el mismo Foster Wallace tomando nota forense del comportamiento propio y ajeno.

En realidad, al escribir, todo el mundo hablaba de otro. Y esa forma de mirar me apasionaba, sobre todo si era incisiva, y a la vez creativa para describir pormenores de la vida, circunstancias, comportamientos y omisiones de otros.

En algún momento, de tanta letra arrejuntada en el establo de mi cerebro, hubo que ordenar, hacer limpieza de hexágonos, la basura por la ventana, y mucho por atesorar, principalmente esas miradas. Y la única forma de hacerlo sin que me explotara el cerebro era transportándolas al papel, en forma de letras aleatorias, más parecidas al jazz de gatos callejeros que a una sinfonía en el Metropolitan Opera House. Formas de resguardo, homenaje, y también cizaña como resortera, vueltas de mano y tantos rencores que no cabrían en el territorio ruso. Porque los bártulos de condición humana de mi mochila atesoran Atilas y Spinozas simultáneamente.

Pasaron los años. Amé. Me amaron. Nos separamos. Volví a amar. Volvieron a amarme. Nos separamos. Vino Lorena, mi universo paralelo. Murieron mis abuelos y mi madre, vinieron los puelches, uno tras otro, el invierno con nevadas intermitentes, lecturas a salto de mata, escritura en morse, meras constancias entre tanto asunto por la sobrevivencia económica, en algún momento se nos quemó la casa, nacieron y crecieron y se hicieron adultos mis propios hijos. Vino mi único nieto. Creció sin control la hiedra como apoderándose de nuestro tiempo, de los jardines, de las escasas nuevas huellas con que intentábamos adornar los días. Vino mi dolor en el pecho, mis vahídos, mi melancolía bajándome la mirada hasta la hierba, las caracolas pisoteadas, el rastrojo de un toronjil cuyano reseco, el batallón tan ralo de hormigas. 

Y es entonces que me da por pensar que ya me estoy despidiendo sin que casi nadie apuntase una palabra sobre este amasijo de átomos neuróticos que asomó al mundo un frío invierno de 1972.


Jorge Muzam / San Fabián de Alico / 21 de noviembre de 2025


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