Mi habitación campestre se hace pequeña y debo deshacerme de algunas cosas, o al menos trasladarlas de sitio. Uno de los baúles de los que debo prescindir conserva los periódicos que compraba entre el 96 y el 98. Es decir, los suplementos de cultura y actualidad de esos periódicos. La mayoría nunca los abrí porque entonces Santiago era una fiesta interminable, un aullido de Fitzsgerald, demasiadas conspiraciones políticas y polvos de amanecida. El tiempo no me alcanzaba para leer todo lo que adquiría. Llenaba cajas y baúles con libros, revistas, periódicos, fotocopias y cuanta mierda impresa se pudiera conservar. Los guardaba esperando momentos más tranquilos, cierto reposo en el horizonte. Pasó el tiempo y quedaron emocionalmente criogenizados. Algunos incluso contenían fotos de mis sucesivas parejas, cual de todas más bella, e instantáneas de nuestros traviesos romances refulgentes de felicidad irresponsable. Abrirlos significaba remover una herida, alimentar la nostalgia, machacarme las bolas por fantasmas que sólo existían en mi mente. Luego ya no significaron nada. Con mi última pareja de esos años nos separamos el 98, nuestro nido se deshizo y las cajas quedaron guardadas hasta hoy en que vuelvo a revisar esos archivos. Los titulares de esos periódicos ya son historia conocida y a menudo olvidada. Los reportajes sobre tecnología parecen de la prehistoria, las modelos top son hoy recatadas señoras, y los líderes políticos de entonces son unos mamarrachos desprestigiados o cadáveres a los que hasta los gusanos les hacen asco.
Imagen: Steve Mills
Imagen: Steve Mills
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