Mi madre y la invención de su soledad


Domingo en la tarde y la lluvia cordillerana no cesa. Me da por ordenar. La casa es grande y existen rincones que nadie ha visitado durante décadas. Mamá es una acumuladora de cosas. Por sentimentalismo o exceso de previsión no se deshace de nada. Tiene baúles llenos de ropa que nadie usa, cajoneras plagadas con cremas y remedios que vencieron hace veinte o treinta años, bolsas con calcetines, zapatos, cuerdas y un sinfín de objetos cuyo probable uso hoy se desconoce o no se necesita. Abro sus cajoneras de la cocina. El servicio de cucharas, tenedores, cuchillos, bombillas de mate, ralladores y un cuanto hay se acumula caóticamente. Suelen llegar visitas con obsequios y otras pasan sin siquiera ruborizarse con su botín a cuestas. Por esto, el nivel de objetos mantiene cierta compostura. Mamá ni se entera. Coexisten cucharitas de plaqué con ordinarieces de lata, cuchillas de acero con objetos cortopunzantes oxidados de origen y uso desconocido, bombillas para beber refrescos con palitos para ensartar carnes. Todo llega al mismo lugar. Extraigo el servicio y lo pongo en un lugar provisional, limpio cajones, les renuevo sus envolturas, ordeno por uso lo que aún sirve y tiro a la basura unos cinco kilos de material inservible. Estoy seguro que nadie hará esto mismo en la siguiente década. 

En otros cajones encuentro cosas que mamá usaba cuando yo era un niño de 7 u 8 años. Recuerdo haberla visto guardar esos objetos y siguen ahí mismo. Cuerditas de cáñamo, recetas de cocina, marcadores de galletas, hilos de distintos colores, agujas, palillos, dedales, perros de ropa, cierres de pantalón, pedazos de elásticos, polcas de vidrio, ajíes resecos, envoltorios de caramelos y cientos de botones de formas y tamaños diversos. Los cajones están a medio reventar, y lo que se empuja hacia al fondo es como si quedara sepultado para siempre.

Recuerdo que en aquellos años mamá no paraba de trabajar. El trabajo doméstico consumía sus días y noches. Pero ella lo hacía con entusiasmo. Pocas veces la vi quejarse. Se daba incluso tiempo para hornearnos galletas, caramelos de azúcar quemada, calzones rotos, picarones, sopaipillas, kuchenes y chilenitos. Preparaba cada día enormes ollas con porotos con mote, lentejas con papas, tortillas de rescoldo, panes amasados que cocía en horno de tarro, huevos fritos para la once y encebollados con longaniza para la cena.

El resto del tiempo lo dejaba para leernos cuentos, fabricarnos ropa en su maltratada Singer y lavar cerros de ropa sucia en su pequeña artesa de madera. Escobillaba y escobillaba hasta herirse las manos porque para ella era muy importante que nadie nos viera sucios y fuéramos siempre unos hidalguitos relucientes y bien peinados. Era una noble pobreza que ella sabía distribuir con ingenio y generosidad.

Hoy los cajones la recuerdan, pero ella ya no es la misma. Su cuerpo es más pesado. Tiene múltiples complicaciones de salud. Sus ovejas se cuidan solas de los perros salvajes y las numerosas gallinas son ofrenda diaria de diligentes peucos con servilleta. Quizá por todo esto parece haber perdido gran parte de su entusiasmo. Proceso que se fue acentuando desde los años en que nos fuimos de casa. Desde entonces se circunscribió a su pequeño living, su control remoto y a ver medio dormida las mismas noticias mañana, tarde y noche.

A veces escucha llegar alguna gallina cimarrona con parvada nueva a buscar comida, y entonces la mirada de mi madre recobra la luminosidad de antaño. Sale rápidamente al patio para ver los nuevos integrantes de la granja, cuántos son, de qué colores, les reparte maíz chancado, cuida que beban agua de los pocillos, y que los gatos o perros no los atropellen o coman. Les improvisa un corralito y los controla hasta que se acuestan. Luego retorna a su encierro, su control remoto y su intermitente dormitar, sabiendo que hay nuevas vidas a las que debe cuidar durante los siguientes días...



Fotografía: Mi madre y yo. San Fabián de Alico, junio de 1972.

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