Atardecer de junio en San Fabián de Alico. Fotografía © Lorena Ledesma. |
Su síntoma es un ahogo, una opresión en el pecho, cierta indesmantelable ansiedad. Caminas más rápido para llegar a cualquier destino. Aunque a veces te detienes sin motivo aparente, pero es porque necesitas aspirar la estación de turno, o concentrarte en las formas de un castaño, o ver a un perro pequeño perseguir a los pájaros. En ocasiones bebes vino vespertino escuchando a Satie, o vas al huerto a ver que tal van esos pepinos, y en el camino te asusta una estampida de tordos. Ninguna estrella te da lo mismo y sabes que ningún atardecer es igual a otro, como ninguna persona, aunque haya sobrepoblación de hijos de puta. Lees para capturar la voz de otros hombres en el tiempo, contemplar sus amaneceres, su amor y su espada, el pestañeo de siempre, la desazón de no saber lo suficiente. Ves la abeja saciarse en la amapola y temes no verla más, ni ella, ni esa unión, ni ese instante, ya como una carpeta cerrada, sin dedicatoria, sin despedida, pero final.
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