Cuando alguien ve tu caligrafía en el cielo


No logro desentristecerme por la muerte de María Eugenia Sáez. Ocurrió hace tanto tiempo y recién me entero ahora. Concha lo dejó traslucir cuando habló de ella en pasado. Le pregunté por Eugenia y me confirmó su muerte. Concha estaba extrañada que yo no lo supiera. Sabía que éramos cercanos. Porque fue precisamente Eugenia quien nos presentó a través de las redes, tal como nos conectó con Cingolani, con Gayol, con Lerner. Una cofradía de amigos, de nuevos hermanos, conformada gracias al rigor apreciativo de Eugenia. Gracias a su generosidad. A su mirada libertaria que contribuyó a formar este gremio de hombres y mujeres libres, unidos por el arte, por la palabra, por el hambre de justicia, por la admiración y el afecto mutuo.

A Eugenia le envié muchos mensajes que no respondió. Lo atribuí a su hartazgo con las redes. Siempre decía que, si bien era seductora y hasta adictiva, le quitaba demasiado tiempo para otros menesteres.

No tenía forma de saber que ella había muerto. Ninguna señal se emitió por las redes. Ningún homenaje. Ningún responso literario.

Me quedo con mi profundo afecto admirativo resguardado para ella, con mi agradecimiento expresado como un campesino de Millet,  y con la certeza de que una de las grandes críticas literarias de nuestro tiempo me vio, me valoró, me recomendó y me hizo caminar con hermanos parecidos en esta peculiar marcha cósmica que de otra forma sería tan desoladoramente solitaria.

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