Gracchus me extendió una prórroga


Vuelvo a visitar al Cazador Gracchus. Me dice que no es hora, que no tiene sentido, que estar muerto no es nada del otro mundo, que hasta me puede extender una larga prórroga. Le digo que no necesito demasiado, que las novelas no necesitan final. Le pregunto si puedo leer en la barca, si hay luz suficiente pues soy cegatón y Moby Dick es muy largo. Me dice que no me preocupe, que hay solución para todo, que incluso elija libros más largos pues una vez arriba el tiempo se disuelve.


Imagen: Zdzisław Beksiński 

No tener veinte años


Amanece antes de las seis. El frescor primaveral envuelve los ánimos, encoraja la voluntad, ilumina panoramas que el invierno susurraba como imposibles. Nacen hojas de las parras y junto a ellas aterrizan bandadas de cometocinos. En el chat confieso a Sánchez-Ostiz mi asombro ante el milagro pictórico de cometocinos y loicas bajando a beber en el pocillo de piedra. Me habla de las grullas, de su felicidad contemplativa ante el paso migracional de esas aves libres. Pienso en Sadako Sasaki que creyó en la leyenda de las mil grullas. 

Ayer vi bandurrias antecediendo a la lluvia. Siempre pasan un poco antes que las nubes oscuras y el viento norte. En ocasiones las nubes toman un giro imprevisto hacia el este y ellas quedan por mentirosas.

Sánchez-Ostiz recuerda su amistad con Cachín Antezana, prestigioso intelectual boliviano. Ante su pregunta de por qué no escribía sus memorias, Antezana respondió, porque no tengo veinte años y no soy Rimbaud. La pregunta y la respuesta se me incrustan como una daga de hielo en mi espíritu triste. El tiempo es mi kriptonita. Los sueños siguen quedando diseminados como origamis en el lodo. Las expectativas aterrizan sin tren de aterrizaje. Solo puedo volver a los veinte montado en una ucronía literaria, y mi única motivación para hacerlo sería incendiar el planeta. 


Imagen: TIERRAVISUAL JC GEDDA
Juan Carlos Gedda Ortiz, Fotógrafo/Documentalista/Araucanía

Contemporáneos

Siento a Kundera como un contemporáneo, un compañero de estudio, contemplación y parranda, y sin embargo él tiene la edad de mi abuela. Le debo la apertura mental a ciertas ventanas creativas. En lo esencial diría que rastrojeamos la solemne inmundicia de la misma época. 


Ajedrecismos retóricos

Noche de santos bebedores. Guillermo trajo el vino, Nubia las nueces y un bizcocho de naranja. Quedaban cervezas sin dueño en el refrigerador, media botella de pisco Mistral, un cuarto de gin prehistórico, vino blanco para los melones. Lorena se instaló en el bar y mezcló y mezcló como una coneja loca que intenta explosionar el planeta. La madrugada llegó tan rápido. Me recuerdo alegre, locuaz, ferozmente antichileno. No tolero a mi gentuza, sus costumbres tan rastreras, tan poco honorables, su hipocresía a flor de piel, su indignidad, sobretodo su indignidad. Ni sé cómo llegué a la cama. Me despertó el señor Ron a las seis de la mañana. Arañaba la puerta, parecía tener hambre o congoja de soledad. Le di sus galletitas baratas, le acaricié el lomo. Me dio un suave mordisco en señal de agradecimiento y se fue moviendo la cola. Sentí el afilado hachazo de la resaca. Encendí la cocina, un poco de agua a la tetera, dos cucharadas de café instantáneo al tazón del Colocolo, un chorro de endulzante y la ventana con niebla, ciruelos sedientos, una tórtola ensimismada y pollos castellanos escarbando entre la manzanilla reseca. La imagen del ebrio Joyce dormitando en el escaño de una estación ferroviaria me acompañó el resto de la mañana. No podría explicarlo. El amor por la obra y su autor se confunden. Husmeo sus libros, la asombrosa poesía de ciertos pasajes de Ulises, la complejidad de Finnegans Wake, la claridad narrativa de Dublineses, las jugarretas del artista adolescente, la belleza absoluta del final de Los Muertos. Me entusiasman las cumbres artísticas, los diálogos mente a mente. A veces encuentro obstáculos, empedrados resbalosos, logicismos espirituales, ajedrecismos retóricos, ánimos en desbandada, pero entonces me ayudan Vladimir Nabokov y Ricardo Mena, mis queridos amigos dioses, mis linternas mágicas, mis compañeros de viaje.

Suficientemente muerto


Lorena se recuesta a leer Into the wild de Jon Krakauer. Previamente intentó bajar la película homónima, pero estaba en gallego y tenía partes mudas. La veo avanzar muy concentrada. Lee más rápido que yo. Hace dos días empezó ese libro. Antes leyó Muerta Ciudad Viva de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y antes, Sputnik mi amor, de Haruki Murakami. Yo suelo ser más disperso, inconstante, una nube en pantalones, como diría Maiakovski. Ayer y hoy transité por Vacas, cerdos, guerras y brujas de Marvin Harris. Me atrae esa especie de marxismo antropológico, ese tanteo explicativo en torno a nuestras más eficaces formas de supervivencia. También anduve rastrojeando información sobre Bertrand Russell, y hasta leí algunas páginas de La conquista de la felicidad, libro que exasperaba a Wittgenstein. Como me deleita la hociconería histórica repasé el sarcástico capítulo que le dedica Paul Johnson en Intelectuales. Sin embargo, mi impresión positiva sobre Russell supera a la negativa. Hoy divagué todo el día sobre Foster Wallace. Un genio tomando nota de su laberinto mental, un totalitarista del sentido de la vida, absorbido por insignificancias y superestructuras. Los salvavidas de lingüística no tenían suficiente aire, menos los de poesía, y se hundía, y se hundía. Siento semejanzas con su proceder creativo, creo entenderlo más de la cuenta. Puede sonar preocupante salvo por el hecho de que ya estoy suficientemente muerto. Soy apenas una locuacidad burlona de ultratumba, sin alma, sin cuerpo, sin esperanza, mis cacharritos quedaron sin dueño, y estas letras son tecleadas gracias a la breve licencia que me otorgó un dios paleteado.

Fraternal diálogo en el tiempo


Poco antes de morir, mi abuelastro Ramón me obsequió su colección de suplementos culturales de El Mercurio. Para él era muy importante que quedaran en mis manos pues estaba convencido que nadie más en el mundo valoraría esos papeles viejos. Eran básicamente Revista de LibrosArtes y Letras, ordenados cronológicamente desde 1990. Imagino que los anteriores los perdió por exceso de humedad o por culpa de los roedores. Su orden fue severo. Semana a semana, mes a mes y año tras año. Anillados con prolijidad. Y entremedio, intercalados, recortes de otras publicaciones relacionadas con cada tema.

Al revisarlos voy alterando su orden. Deshago anillados. Mezclo épocas. Arrumbo los especiales de autores que me resultan poco interesantes. No destrozo nada, pero me alejo de su obra, de su meticuloso orden, de lo que deseó que yo leyera, porque sé que me tenía en mente al hacerlo. Fue su forma de demostrarme afecto. De contribuir a mi erudición desde su posición de autodidacta. Algo así como un fraternal diálogo en el tiempo...

Perder el tiempo

Anocheció y nuevamente siento que he perdido el tiempo, que no avanzo, que los días se disuelven en un nunca jamás, que de la premura abarcadora queda muy poco... Veo mi epitafio al fondo de cada pensamiento, sobre una piedra vulgar, y ni siquiera tiene letras, solo sombras temblorosas de un probable raulí.

No queremos filósofos

Es el verano de 1072. Omar Jayyám, entonces de 24 años, recorre desprevenidamente Samarcanda. Aspira su grandeza, su aroma, su piel. De pronto ve a una muchedumbre dándole una paliza a un anciano andrajoso. Al acercarse lo reconoce, es Jaber, discípulo predilecto de Abu Alí Ibn-Sina, el poseedor de todas las ciencias, el apóstol de la Razón. Le asusta el espectáculo, intenta explicarse cómo ese gran sabio pasó del respeto al garrote burlesco de la turba. Mientras se acerca reflexiona: "si no tengo cuidado un día seré como esa piltrafa". Decide ayudarlo pues no puede abandonar a un sabio, y exclama: "¡Dejad marchar a este desgraciado!". El cabecilla del grupo se le acerca amenazante y le responde: "¡Este hombre es un borracho, un impío, un filósofo! ¡Ya no queremos ningún filósofo en Samarcanda!"

Así comienza Samarcanda, de Amin Maalouf. Levanto la vista hasta mi té rojo. Sorbo su frescura. Lo acompaño con un panecillo de ajo. Se encarama el sol implacable de un nuevo miércoles veraniego. Vuelvo a Zweig. Dice que Tolstoi era muy feo, un noble con apariencia de campesino que se enmascaró tras una barba profética. Los peregrinos lo imaginaban como un gigante, un bello dios del que emanaba sabiduría. Al verlo se decepcionaban pues más parecía un siervo, un portero o un vagabundo. Todos recuerdan, sin embargo, su mirada capaz de succionar todo lo portentosamente descriptible de un ser humano.

Dichosos los que han sido dichosos

Ser dichoso alguna vez. Eso alfombra todo el dolor del camino. Sánchez-Ostiz afirma haberlo sido en Juan Fernández. Puedo recordar con exactitud los momentos míos, breves como ephemeras. Días de infancia alimentados de estaciones y expectativas. Vértigos de amor adolescente. Sincronías intelectuales adultas.  Admiración ante la generosidad de los humildes, ante los genios creadores.  Mis hijos, mis pequeños hijos, la complicidad de la sangre, acaparadores de casi todos mis momentos. Luego el limbo, el permanecer, la luz al final del túnel siempre alejándose. Igual se lleva la armadura, igual bebemos, fumamos, reímos, nos burlamos, orgullosos de portar en el pecho esos momentos como medallas.

Imagen: Karl Schmidt-Rottluff

Demasiado yo

No me alcanza el tiempo para convertirme en erudito, pero se hace lo que se puede. A la rápida, sacándole lustre a los minutos, succionando como un colibrí la esencia de los libros prodigiosos, aspirando la brisa como un venado recién nacido, oyendo historias ajenas en el bus, en el almacén, al otro lado de los muros, extrayéndole destellos a la memoria, aunque acorazándola, para que la nostalgia no la rebane en pedazos. Es verdad que un escritor necesita vivir experiencias fuera de su ámbito libresco. Enlodarse con la vida cotidiana, hablar idiomas, dialectos, coas, dialogar con los verracos de la cosa pública solo para burlarse de ellos, en su cara, de su ignorancia, de su ampolleta de tan bajo voltaje, beber con borrachos consuetudinarios, amar mujeres abandonadas, en decrepitud, con muchos hijos, con tantos problemas que no se resolverán en esta vida ni en ninguna otra. Escuchar sermones bíblicos de las ancianas engañadas por la historia, explorar sus arrugas, oír su voz, su timbre humilde...

A veces me gusta enfangarme con la vida extramuros y a veces no. Sucede que lo segundo es más usual. Atrincherarme en mi cultura, dejar de escuchar los pajarracos libres para concentrarme en Beethoven o en Nabokov, en mis anagramas mentales, en las creaciones de los pocos amigos que admiro, loco de atar, odiando a tres cuartos de la humanidad, maldiciendo mi época, mi especie, reorientando mi amor a los genios inmortales. Maldita, reputa y conchesumadremente solo. Y de alguna forma feliz. Hay quienes me preguntan por qué no estoy enseñando en alguna universidad importante. ¿Por qué me debato a salto de mata entre trabajos de obrero, huertos improductivos y comercios informales? ¿por qué persisto en la solemnidad montañosa y no regreso a la urbe? Pues lo elegí así, a mi manera, y no crean que a veces no me arrepiento. Pero cualquier otra opción previa habría reencauzado mi ser hacia algo distinto de lo que soy, y eso tampoco me gusta. Mi autoconciencia es mi pasaporte divino. De cualquier forma todo lo que se diga de mi es verdadero y la verdad es que no me importa mucho. Creo que esto último lo dijo alguna vez Jorge Teillier, y suena tan bien que se lo pido prestado.

Mi especialidad, la historia, no es más que una excusa. Un diplomilla para que nadie me hinche las bolas con eso de la preparación académica. Soy de la elite intelectual y soy de la calle. Conferencista y filósofo de bar. Dandy y andrajoso. Circunspecto y mal hablado. Santo y rufián. Puedo estar en muchos ambientes y desenvolverme camaleónicamente, hablar con delincuentes y embajadores sin que me sientan distintos a ellos.  ¿Me justifico? Por supuesto. Y quizá me desdiga en otro momento. Es mi libre albedrío de pensar. Un Bukowski de la historia que agarra a botellazos a la cátedra, que bebe con los perdedores, que les cree su versión... Puedo saltar sin problemas la débil alambrada que me separa de antropólogos y sociólogos, de filósofos y literatos, de politicuchos, economistas y leguleyos. De los grandes físicos, astrónomos, biólogos, geólogos y matemáticos aprendo, asimilo conocimiento, estuco mis teorías más débiles. 

Quisiera no hablar siempre de mi, o desde mi, no contaminar mis letras con mi yo desproporcionado, ver el mundo desde un periscopio neutral, pero hasta ahora no me ha sido posible.

Imagen: Saul Steinberg

Lumpenproletariat


Realizo un doctorado en literatura a ras de suelo, entre el lumpenproletariat, allí donde predomina el lado chusco de la fuerza. Me levanto a las seis para aspirar el amanecer de octubre. La menta mojada. El poleo incipiente. Luego, entre el primer y segundo café, picoteo lecturas, libros nuevos y atrasados, diarios viejos, Ercillas setenteras. Desde el televisor me llegan noticias de Telesur. Cuando la perorata me exaspera cambio a Nat Geo o a comedias de Warner, de preferencia The Big Bang Theory. Pero no pongo demasiada atención. Prefiero concentrarme en los comienzos de libros que continuaré en la tarde. Hoy le tocó a Antigua Luz, de John Banville. Debo confesar que solo en mi ordenador tengo más de cien libros a medio camino, y en papel no menos de diez. En el trayecto los voy rumiando. Repaso historias, personajes entrañables, situaciones incómodas, y es normal que todo se mezcle armándose líos infernales en mi mente. 

Tambaleándose en el risco

Bukowski es a los hombres lo que Pizarnik a ciertas mujeres. De alguna forma te sientes comprendido, acompañado en grandezas y bajezas, sin feministas cerca enterrándote la horqueta en los testículos por manifestar el impulso genético, condenándote a la hoguera pública por las culpas precedentes de tu género, desligado de convenciones tan políticamente correctas que acaban por convertirse en nuevos integrismos fascistas. Te dan ganas de beber vino, o cerveza negra, escuchar a Mahler, y leer más historias de Bukowski, o John Fante, o Henry Miller, o los airados ingleses. Es un círculo vicioso que complace, que arregla el cuerpo, que te da energías para enfrentar otra semana de mierda. No sé si te hace mejor persona, pero al menos no te sientes tan culpable por otear entrepiernas descuidadas, por olfatear damiselas en celo, por apostar para perder, por citar haikus de baño público, por sentirte un poderoso macho cabrío tambaléndose en el risco, indeciso entre dejarse caer de puro gusto o seguir bebiendo más vino.

Comunista renuente / Fragmento de mi novela en construcción "Decirte hijo de puta sería un halago"


Administrar adecuadamente la vida requiere múltiples post doctorados. Deportivo, filosófico, ingenieril, y un nirvana apresurado, de bolsillo. A la paciencia tienes que agregar ciertas destrezas como saber escabullir golpes, agacharte a tiempo, sacar la lengua sin que te la corten, burlarte y contraatacar con flechas envenenadas con ortiga, hasta donde te den las fuerzas, luego apretar cuea, borrar tus huellas, impregnarte con vaho de orquídeas azules afiebradas, ponerte cota de malla en el corazón (por lo de las ofensas gratuitas), robar un par de sándwiches de queso gruyer en la huida, media botella de pisco, o whisky, o grapa, saltar alambradas eléctricas, pozos de cocodrilos fascistas, lanzar pedradas distractoras a la orilla opuesta de los patos, bengalas con letras tolstoianas. En el camino dirás que eres un comunista renuente, un legionario francés sumamente perdido, dado por muerto hace tres generaciones. Perdiste los papeles, el pasaporte, la huella digital. Es posible que nadie crea nunca tu versión, a menos que la fabules y se la cuentes a los hijos de padres ausentes. Sin duda te alcanzarán los dogos estériles y te despedazarán. Es tu destino, pues la ética te torna débil, te retrasa, te enfanga, y no puedes avanzar suficientemente rápido, porque no puedes dejar a los más lentos, a los que no nacieron con carácter para defenderse, a los animalitos adiestrados para no morder, a los que solo desean vivir con lo necesario, a los que tienen tanto o más ética que tú.

Eric Hobsbawm, tomamos el relevo


Siento su muerte tanto como sentí la muerte del historiador Luis Vitale. Enormes luminarias del pensamiento contemporáneo que ya cumplieron su ciclo vital.


Hobsbawn reflexionó desde la historia sobre la naturaleza del ser humano, sobre sus alcances, sus límites, sus grandezas y atrocidades.

Su obra es una reflexión histórica al paso de los acontecimientos, sin olvidar la visión de conjunto. Según sus palabras "hoy el gran peligro de la historia es la excesiva especialización y que se enseñe la historia no como un progreso general de la especie humana sino como una serie de retazos elegidos según un criterio cualquiera".

Su visión crítica del capitalismo tuvo su confirmación en el desastre español, en el declive europeo, en las sucesivas crisis norteamericanas, en la precarización mundial de la clase obrera y en los feroces intentos de restauración oligárquica. 

Pudo contemplar el fenómeno de la virtualidad informativa, su aporte a la democratización de las sociedades, a la difusión del conocimiento, y también los deseos de controlarla hasta el punto de convertirla en un instrumento policíaco.

Hasta siempre, querido maestro. Desde hace un tiempo venimos tomando el relevo. Vuestra contribución desatoró numerosos cuellos de botella historiográficos, puso faroles en terrenos baldíos y justas medallas de reconocimiento a los olvidados, despojados y víctimas de la historia.
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