Es el verano de 1072. Omar Jayyám, entonces de 24 años, recorre desprevenidamente Samarcanda. Aspira su grandeza, su aroma, su piel. De pronto ve a una muchedumbre dándole una paliza a un anciano andrajoso. Al acercarse lo reconoce, es Jaber, discípulo predilecto de Abu Alí Ibn-Sina, el poseedor de todas las ciencias, el apóstol de la Razón. Le asusta el espectáculo, intenta explicarse cómo ese gran sabio pasó del respeto al garrote burlesco de la turba. Mientras se acerca reflexiona: "si no tengo cuidado un día seré como esa piltrafa". Decide ayudarlo pues no puede abandonar a un sabio, y exclama: "¡Dejad marchar a este desgraciado!". El cabecilla del grupo se le acerca amenazante y le responde: "¡Este hombre es un borracho, un impío, un filósofo! ¡Ya no queremos ningún filósofo en Samarcanda!"
Así comienza Samarcanda, de Amin Maalouf. Levanto la vista hasta mi té rojo. Sorbo su frescura. Lo acompaño con un panecillo de ajo. Se encarama el sol implacable de un nuevo miércoles veraniego. Vuelvo a Zweig. Dice que Tolstoi era muy feo, un noble con apariencia de campesino que se enmascaró tras una barba profética. Los peregrinos lo imaginaban como un gigante, un bello dios del que emanaba sabiduría. Al verlo se decepcionaban pues más parecía un siervo, un portero o un vagabundo. Todos recuerdan, sin embargo, su mirada capaz de succionar todo lo portentosamente descriptible de un ser humano.
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