Charlie envejece. Los trucos de borracho joven ya no surten efecto. Las chicas lo evitan como a un tío pervertido. La loca Rose se marcha a Inglaterra buscando su propia salvación. Charlie desearía que fuese una nueva broma de su habitual acosadora, pero las cosas decantaron hacia un camino distinto. Un solitario sin su adorable psicópata es como una lagartija sedienta en marte. Queda mucho licor. La mesa es el nuevo camastro. Charlie duerme sentado. Como buen alcohólico no sabe exactamente en qué lugar amanece. Nadie lo respeta. Escasamente alguien lo comprende. Two and a Half Men. Buena serie para acompañar una mañana lluviosa. Capítulos desordenados. Café con canela. Dos cigarros en el paquete. Libros de Hunter S. Thompson sobre el escritorio. Discutimos sobre su prosa. La droga no genera poesía. Al pan pan y al vino vino. Fue un intento interesante. Una asquerosa locura en Las Vegas. Vuelvo a Canada, de Richard Ford. Ahí me quedo. Es un diálogo que me acomoda. Lobreguez pausada, horizontes inalcanzables, precisión narrativa. La noche trajo silbidos de viento blanco. La ventisca se acercó hasta las lomas bajas. Los bosques de roble parecen helados de piña.
Tremendo comediante Charlie Sheen (Carlos Estévez), el último que queda en este aburrimiento mortal de Hollywood. Hijo renegado e irredento de Martin Sheen, hermano de Emilio Estávez, a Charlie se le perdonan todos los pecados de drogas y promiscuidad, en virtud de su talento (su padre católico y ex-drogadicto se la pasa rezando por la salvación de Charlie, por un milagro de último minuto, pero nada, no termina de ocurrir). En el plano mundano, en el no-espiritual, es Charlie el milagro de gracia en este purgatorio del aburrimiento, Hollywood, en el que las tablas de la ley son el sometimiento y la obediencia. Charlie se rebela, su productor baja a regañarlo, Charlie le contesta y es despedido. Pero a Charlie no se le puede sustituir y menos con Ashton Kushner, el giggolo de Demi Moore. El humor de los Estévez es tan fiero y descarnado como su fé.
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