Dan las diez de la noche y me da por leer poesía en voz alta. No es que antes no se pueda, pero es algo incómodo. Hay trajín, urgencias que cumplir. Prefiero leer poesía, aunque lo usual es que lea a los narradores. Allí está lo mejor. En Nabokov o Joyce. También hay imágenes fantásticas en Don DeLillo. Las ciencias sociales suelen ser un desperdicio de tiempo. Sólo se rescatan las ideas centrales, si es que las hay. Con la filosofía pasa lo mismo. Categorizarla no es fácil. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han dice que no es una disciplina científica ni un género literario. Que ni él mismo sabe qué diablos puede ser. Eso lo leí ayer temprano, mientras comía una rebanada de pan duro. Lorena me escucha mientras hace lo suyo. No parece molestarle. A ratos opina. Últimamente se la pasa pintando. Parece perseguir la clave creativa de los genios. Emular los amarillos de Van Gogh, los terracotas fundidos de Paul Klee. La razón para leer poesía no la tengo muy clara. Quizá necesito escuchar la posible música de un poema. La matemática incrustada. El sentido. La explicación. El ansia que desató esa tempestad lingüística.
Hoy avancé con Carver. Un borracho triste que comparte el trigo podrido con los gansos salvajes.
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