No me alcanza el tiempo para convertirme en erudito, pero se hace lo que se puede. A la rápida, sacándole lustre a los minutos, succionando como un colibrí la esencia de los libros prodigiosos, aspirando la brisa como un venado recién nacido, oyendo historias ajenas en el bus, en el almacén, al otro lado de los muros, extrayéndole destellos a la memoria, aunque acorazándola, para que la nostalgia no la rebane en pedazos. Es verdad que un escritor necesita vivir experiencias fuera de su ámbito libresco. Enlodarse con la vida cotidiana, hablar idiomas, dialectos, coas, dialogar con los verracos de la cosa pública solo para burlarse de ellos, en su cara, de su ignorancia, de su ampolleta de tan bajo voltaje, beber con borrachos consuetudinarios, amar mujeres abandonadas, en decrepitud, con muchos hijos, con tantos problemas que no se resolverán en esta vida ni en ninguna otra. Escuchar sermones bíblicos de las ancianas engañadas por la historia, explorar sus arrugas, oír su voz, su timbre humilde...
A veces me gusta enfangarme con la vida extramuros y a veces no. Sucede que lo segundo es más usual. Atrincherarme en mi cultura, dejar de escuchar los pajarracos libres para concentrarme en Beethoven o en Nabokov, en mis anagramas mentales, en las creaciones de los pocos amigos que admiro, loco de atar, odiando a tres cuartos de la humanidad, maldiciendo mi época, mi especie, reorientando mi amor a los genios inmortales. Maldita, reputa y conchesumadremente solo. Y de alguna forma feliz. Hay quienes me preguntan por qué no estoy enseñando en alguna universidad importante. ¿Por qué me debato a salto de mata entre trabajos de obrero, huertos improductivos y comercios informales? ¿por qué persisto en la solemnidad montañosa y no regreso a la urbe? Pues lo elegí así, a mi manera, y no crean que a veces no me arrepiento. Pero cualquier otra opción previa habría reencauzado mi ser hacia algo distinto de lo que soy, y eso tampoco me gusta. Mi autoconciencia es mi pasaporte divino. De cualquier forma todo lo que se diga de mi es verdadero y la verdad es que no me importa mucho. Creo que esto último lo dijo alguna vez Jorge Teillier, y suena tan bien que se lo pido prestado.
Mi especialidad, la historia, no es más que una excusa. Un diplomilla para que nadie me hinche las bolas con eso de la preparación académica. Soy de la elite intelectual y soy de la calle. Conferencista y filósofo de bar. Dandy y andrajoso. Circunspecto y mal hablado. Santo y rufián. Puedo estar en muchos ambientes y desenvolverme camaleónicamente, hablar con delincuentes y embajadores sin que me sientan distintos a ellos. ¿Me justifico? Por supuesto. Y quizá me desdiga en otro momento. Es mi libre albedrío de pensar. Un Bukowski de la historia que agarra a botellazos a la cátedra, que bebe con los perdedores, que les cree su versión... Puedo saltar sin problemas la débil alambrada que me separa de antropólogos y sociólogos, de filósofos y literatos, de politicuchos, economistas y leguleyos. De los grandes físicos, astrónomos, biólogos, geólogos y matemáticos aprendo, asimilo conocimiento, estuco mis teorías más débiles.
Quisiera no hablar siempre de mi, o desde mi, no contaminar mis letras con mi yo desproporcionado, ver el mundo desde un periscopio neutral, pero hasta ahora no me ha sido posible.
Imagen: Saul Steinberg
Imagen: Saul Steinberg
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