Mi pequeña Dublín


Durante las horas de sol naciente suelo sertirme como un poderoso dios griego, rencoroso y pendenciero, que aceita arcabuces y prepara meriendas con nabos mientras dialoga de igual a igual con Melville. La creatividad chisporrotea como un leño de eucalipto. 

Luego, cuando el sol no alarga las sombras, todo parece real y la imaginación se siente avergonzada, desnuda e inútil. 

Empieza otra tarde. Es un sábado sin fiebre, sin viento, con albaricoques florecidos estáticos y abejorros indiferentes. San Carlos huele a humo de hualle. San Carlos fue el Dublín de mi adolescencia, una ciudad que amé y aborrecí con la misma fuerza. Hasta ahora las calles no se han acordado de mí ni yo he querido acordarme de ellas. Ya vendrán tiempos de reconciliación. 

Imagen: Ljubodrag Andric

El egoísmo de los escritores

Existe algo naturalmente egoísta en los grandes escritores, algo incluso animalesco, como la conciencia de tener un valioso nido de huevos que es necesario defender y eternizar. Egoísmo muchas veces acrecentado por el deseo de reparar las humillaciones de la niñez y juventud. Ante los ojos de los no creadores ese rasgo constituye una forma de agresión, una demostración de indolencia, de misantropía y falta de generosidad con el resto. El tiempo que debiese dedicar a los demás lo invierte en una actividad solitaria, aparentemente inútil y muy difícil de comprender.

Tolstoi y su esposa Sonya mantuvieron una conflictiva relación durante los años que permanecieron juntos. Tolstoi parecía no reparar en sus cercanos salvo como asistentes de su propia comodidad creativa. Sonya se lo reprochaba a menudo pero él ni siquiera parecía enterarse de esos reclamos, como si ella fuese algo inferior a un mosquito zumbando en la lejanía.

Sin embargo, Sonya dejó constancia de ese y otros comportamientos del gigante ruso a través de su abundante epistolario y así Tolstoi no quedó completamente impune. Lo claro es que a pesar del reiterado ninguneo de Tolstoi, ella permaneció lealmente a su lado, quizás con el deseo de eternizarse a través de él, o bien porque la embargaba un profundo amor admirativo hacia el odioso conde.

Hablamos con Constanza sobre el asunto. Ella replica que los escritores hacen por lo general un uso práctico de la mujer y las descartan cuando estorban o se gastan. Sin embargo, cree que el egoísmo debiera ser aceptado en todos los seres humanos como una cualidad, ya que sólo así podríamos aspirar a ser según nuestro potencial.

Orar bajo un alerce


Las tormentas tienen un aire solemne, sobre todo cuando te sorprenden en medio de la naturaleza, junto a ríos de piedras azuladas o lagunas alfombradas de nubes grises. Se abalanzan sobre el paisaje con su tronadera y sus destellos, con su ventarrón irresponsable y su aguacero oblicuo, y solo queda admirar y temer, quizás orar bajo un alerce, porque en el fondo es la misa de un Dios improbable.

Solía pasarnos cuando nos adentrábamos en la cordillera junto a Amparo. Aunque a decir verdad entonces éramos algo más irrespetuosos. Eran días veraniegos, días de escasa ropa y meriendas frugales. Sólo nos interesaba estar solos. Allí, recostados junto a transparentes esteros de piedra, sobre la hierba aún verdosa de diciembre y rodeados de litres y quillayes, se asomaban las nubes que traían el mensaje divino, el rugido del altísimo toro desafiante. No le temíamos. Más bien nos reíamos de su impertinencia y seguíamos haciendo el amor en sus narices, embarrados con los cauces fangosos que se deslizaban cerro abajo.

Oscurece. Un trueno imponente ha marcado el gong de las seis de la tarde. Caliento pan amasado en el hornito de la cocina a leña. Los troncos de álamo seco no dan suficiente calor y la operación se demora. Preparo té negro y muelo una palta Bacon que esparzo sobre el pan tostado. Leo desordenadamente. Empiezo por la aterradora soledad del Niezsche de Stefan Zweig, y culmino con un fragmento de Giorgio Bassani, autor de El jardín de los Finzi Contini: "¡Qué bien me comprendía! Mi ansia de que el presente se convirtiese en seguida en pasado, para poder amarlo y acariciarlo a mi sabor, era también la suya, exactamente. Era nuestro vicio, éste: ir adelante con la cabeza siempre vuelta hacia atrás...".

Fotografía: © Jorge Muzam 

Sexus

Escribo desde mi noche. No llueve aunque las nubes se durmieron a baja altura. El viento sur trae noticias del turbulento río Ñuble. Una bugambilia púrpura rasmilla el alféizar podrido de una ventana sin vidrios. La luna reaparece como el túnel luminoso de una muerte prematura.
Los días avanzan, la vida retrocede. Me espera la semilla y un revólver cargado. Culmino Santuario y empiezo Sexus. A ratos pienso que es la continuación de una misma historia. Entre Faulkner y Miller sólo hay un café desabrido, un cigarrillo peruano, la memoria de un lejano polvo y un vaso de vino ofrendado a un muerto.

Fukuoka

Los borregos más pequeños se divierten saboreando el musgo de los encinos. Los más grandes corretean dando brincos por el potrero. Rebotan gotas de lluvia en el claraluz, gotas desgastadas, poco enérgicas, sin el carácter tempestuoso que les imprime el viento norte. Pero así es la lluvia de septiembre, lluvia de invierno agonizante, obcecado, que refunfuña mientras prepara sus últimas maletas.
Transcribo un fragmento de Henry Miller en Facebook. Varias personas lo comentan elogiosamente. Henry Miller parece vivir en el imaginario de muchas generaciones de lectores. Lo he leído desde mi adolescencia y siempre lo he sentido como alguien cercano, como un compañero anárquico con el que bebes cerveza en lo alto de un gran cañón. En su momento sentí predilección por los Trópicos y La Crucifixión Rosada. Pero fue hace décadas, y mis criterios están en permanente mutación, o más bien sucede que soy levemente distinto cada día, la sumatoria de experiencias y frustraciones te van marcando con fierros calientes las emociones, te rodeas de murallones, de puentes levadizos y pozos con cocodrilos y lo que viste entonces ya no lo ves igual o ya no te importa de la misma forma.

He seguido abocado a mi huerto. Asoma el verdor de los almácigos y mis frutales se empiezan a llenar de brotes primaverales. He replantado duraznos y manzanos e intento que los escasos toronjiles no se marchiten con las heladas nocturnas. Los cerezos, albaricoques y ciruelos ya han florecido convirtiendo nuestro campo en una postal japonesa. Crece tanta variedad de hierba, de tantos tamaños y formas, que quizás muchas de ellas ni siquiera tengan nombre, pues se les discrimina y combate en conjunto como simple maleza. La verdad es que no quisiera arrancarla, ni siquiera molestarla, pero la siembra exige un cierto despeje para las semillas. Cuando preparo la tierra suelo pensar en Masanobu Fukuoka, ese filósofo agricultor que recomendaba la mínima intervención del hombre en el ciclo natural, es decir, sembrar sin arrancar nada, dejando que plantas y hierbas silvestres coexistiesen en completa armonía. Antes de conocer a Fukuoka había llegado por cuenta propia a numerosas conclusiones muy similares a las suyas. Entre ellas, el rechazo frontal que ambos sentimos hacia la poda.
Avanza la madrugada y el último tronco de hualle se ha convertido en ceniza. A lo lejos se oye el murmullo del río Ñuble.

Hoy no habrá conferencia de chincoles

 El equinoccio vernal no trajo obsequios cálidos. Un frío de perros asola los campos de San Fabián de Alico. Tras la granizada sobrevino el puelche con su gelidez nivosa bajando por los filones cordilleranos. Mala fecha para una ventisca con ese talante, pues los frutales están recién floreciendo y los pétalos caen derribados como blancos confettis.

Es hora de encender la chimenea con cascarones de álamo seco. Hoy no habrá conferencia de chincoles ni excesivas degustaciones de vino, así que volveré de lleno a las lecturas. Zweig y Shootarrows aguardan su prioritario turno en la cima de la torre de libros. Tengo algunas ideas que desglosaré narrativamente en la tarde. Tienen que ver con los encuentros de ciertos escritores y artistas con la nada.

Insuficientemente surrealista


Hace algunos años fui exonerado de una agrupación surrealista por no ser suficientemente surrealista. Una purga estética de estilo estalinista consideró que yo no era un respetuoso devoto de las explicaciones habitualmente huevonas que suelen sustentar al surrealismo. Es decir, mi postura diseccionadora de posturas, y a menudo imprudentemente burlona, generaron tales anticuerpos dentro de tan solemne agrupación que fui separado por hereje.

Entonces y ahora intento caminar dentro y fuera de cada orientación estética, de cada idea, separando lo coherente, talentoso y original de las simples cabezas de pescado. Y en el surrealismo hay tan pocos buenos exponentes como multitud de tontos graves y pelagatos plagiadores.

Sé que con esta confesión los surrealistas mediocres me querrán colgar de cierta innombrable parte. Sin embargo, los poquísimos surrealistas realmente buenos me salvarán porque les estoy ayudando a limpiar el atestado gallinero de su gremio.

Sandwiches

Buscando obras artísticas interesantes en Google arribé a la pintura hiperrealista del holandés Tjalf Sparnaay. Me encontré con decenas de sándwiches, ensaladas y platos de comida rápida, prodigiosamente retratados, que me abrieron el apetito.

Imposible no recordar mis propias invenciones culinarias, realizadas con cierto distraimiento mientras permanecía concentrado en mis actividades intelectuales o de otra índole.

En Chile, mi preferido siempre fue el sándwich de palta. Compraba marraqueta recién horneada, muy crujiente y aromática, molía un par de paltas, les lanzaba una pizca de sal, gotas de limón, lo revolvía y tras formar una pasta se la esparcía sobre la marraqueta abierta. En ocasiones le agregaba una torreja de tomate, dos hojas de lechuga crespa y una lonja de jamón ahumado. 

A veces, cuando la palta escaseaba o se volvía onerosa, recurría a las latas de atún, sardina o jurel, les picaba cebolla fina, morrón rojo y cilantro, unas gotas de limón y lo esparcía sobre el pan con una delgada corona de mayonesa.

No fueron pocas las veces que preparé mi sándwich de emergencia con queso fresco, lechuga y tomate. O bien, queso gouda derretido en un sartén que, mediante un ejercicio gimnástico, quedaba adherido a mi hallulla (que es un pan redondo chileno cuyo delicioso sabor no he conocido en otro país).

Un agregado típico en las mesas de mi país es el pebre (salsa a base de cilantro, ajo, tomate, cebollín y ají verde picado,  todo ello sumergido en vinagre blanco). Esta salsa se puede esparcir a cualquier hora sobre una rebanada de pan centeno, una tortilla de rescoldo o una sopaipilla.

Muchas veces le lancé un par de huevos al interior de mi marraqueta, o la atiborré de tomate picado con mucho ajo, rodajas de pepino, hojas de rúcula, ensalada de porotos verdes, morrones rojos, pimientos amarillos y ají. 

Entre los sándwich curiosos que recuerdo estaban los rellenos con uva que comían los campesinos cuando escaseaban otros víveres.  Algo que también les encantaba era picar ají verde sobre un plato y echarle aceite y sal. Eso lo untaban con trocitos de pan amasado. Lo habitual, era que transportaran gallina cocida, chivo asado o charqui de caballo en sus morrales y lo comieran junto a sus tortillas de rescoldo.

Imagen:  Tjalf Sparnaay

Celos retrospectivos


Son cosas que pasaron antes que te conociera, dice ella, como si ese argumento tuviera un efecto benéfico en tu tormento. Te sientes absolutamente seguro de tu presente, tu autoestima está por los cielos, crees tener las cosas bajo control y frente a ningún otro hombre te sientes en desventaja. Pero nada sirve frente a los celos retrospectivos. Difícil nos resulta a los hombres coexistir con aquello que no podemos cambiar y que son los recuerdos de nuestra pareja.

Quisiéramos desterrar ese disco duro de nuestra memoria y de todas las memorias para que no prosigan esas torturas que a ojos de otros solo provocan risas sarcásticas. Pero esos otros, los que amaron a tu mujer, pasan cerca o lejos de tí, y esa mirada que intercambia con tu mujer no es igual a otras miradas, hay un brillo indisoluble que quebranta tu presente. El amor de ella es la suma de todos sus amores, su deleite sexual es la suma de todos sus deleites, sus orgasmos son réplicas de sus otros orgasmos, su cuerpo está esculpido por miles de caricias ajenas, hay huellas dactilares desconocidas en sus emociones, su aroma está impregnado de otras noches y sólo puedes auscultar tras una penumbrosa muralla imaginaria los sonidos de todos sus goces, que reverberan cada segundo en tu mente como un eco seco, ardoroso y agigantado.

Imagen: Ernst Ludwig Kirchner

Explorando senderos literarios


Es una sola vida para tantas posibilidades expresivas. Algunas las vamos descubriendo en el camino, casi sin querer, como alquimistas a los que le explotan sus laboratorios. De las cenizas que se lleva el viento surgen nuevas imágenes, se abren ventanas impensadas, se retoman amistades y enemistades que no lo fueron más que imaginariamente. 

En mi vida como escritor he ensayado varios estilos. Sin embargo, el propio, el predominante, surgió solo, quizá como terapia, como ambulancia mohosa. Y aparentemente se afianzó, ofreciendo al público un espectáculo algo amargo, usualmente airado y poco representativo de mis días habituales en que suelo ser un filósofo entretenedor de cabaret barato, una bromista alma en pena que juega a la ruleta rusa con una pistola de agua. 

De lo que escribí prematuramente, imitando el estilo de otros, nunca mostré nada. Fue como una caligrafía narrativa de párvulo, y aunque no quedó tan mal, no era algo mío, sólo un traje prestado mientras terminaba de crecer.

Entremedio, y ya casi alcanzando la barba hirsuta de la incertidumbre, me di el gusto de escribir todas las arbitrariedades que se me pasaron por la cabeza, berrinches honestos de borracho culposo, palabras sin vocales, poemas con decimales de Pi. Todo eso fue a parar a una obra titulada Ameba. Engendro narrativo que sólo saqué en formato casero y de la que se distribuyeron cinco copias. Hoy la he recordado y pienso volver a mirarme en ese espejo polvoriento, para apretar tornillos y remover capas de pintura que hoy ya no me seducen. 

El laboratorio narrativo de Ricardo Mena consumió el final de mi tarde lectora, Osadías literarias con yelmo, corset y rompezabezas de cinco mil piezas estrellado en selva neblinosa. Es el camino al andar de un ronin lingüístico. La reflexión me transporta a mi infancia. Cuando se acababan los senderos conocidos entremedio de las montañas, debíamos romper zarzamora y arbustos espinosos a fuerza de machetes para hacer un camino propio. Las magulladuras eran medallas primerizas conferidas por la naturaleza. No era posible retroceder, no era bien visto, y para los precipicios estaban las cuerdas. Las excusas eran inadmisibles. Forjar un rumbo propio nos tornaba orgullosos, conscientes de nuestra valía. Las heridas se curaban con hierbas, la sed se apagaba con agua de manantial. Las montañas eran farmacia al aire libre. Sólo bastaba saber para qué servía cada yuyo. Conocimiento transmitido desde los siglos y milenios precedentes, desde los tiempos en que nuestros antepasados cometieron las primeras imprudencias y la pagaron muy caro.

Vuelvo a Mena. Original, erudito, amable. Especialista en Santayana, en Góngora, en Shakespeare y Joyce. Nuestros diálogos transcontinentales alientan la reciprocidad, el entusiasmo por retornar a rutas medio abandonadas por exceso de soledad, o de tristeza. 

Sé que Ricardo Mena me entiende. Los oyentes son pocos. Entre más avanzamos, entre más nos alejamos de las viejas rutas, más solos nos vamos quedando.

Irresponsabilidad literaria

Antes, cuando llevaba poco tiempo dedicado a la escritura, me pesaba no ser admitido ni valorado en el mundillo de las letras. De alguna forma mi ingenuidad me hacía sufrir innecesariamente.

En el camino me di cuenta que no me perdía de nada importante. Los gremios suelen estar conformados por una abrumadora mayoría de mediocres. Los tipos realmente talentosos no necesitan a los gremios, o más bien les incomodan y les quitan el tiempo y la paciencia. 

Ya entonces, resentido y revanchista como soy, les puse el nombre de "funcionarios buitres", o sea, desde mi punto de vista, son ellos los que más habitualmente cumplen las funciones domésticas de la literatura y de la intelectualería en general, como barrer las sedes, limpiar los excusados, hacer lobby por los amigos (entiéndase lameculismo a tiempo completo), especializarse en rellenar formularios para recibir becas estatales, articular antologías y ser relacionadores públicos de sus causas personales y grupales. Pero de obra de calidad, ni hablar.

Los golpes de la vida enseñan al menos que no hay nada mejor que tomar un camino literario propio, sin esperar nada de nadie. Sin guías, sin fórmulas, sin códigos gremiales, sin padrinos, sin respeto por esas estatuas ceñudas de los próceres de las letras que fabrica la prensa alaraca.

Y como sabes que nadie te indicará ningún camino (porque no lo necesitas ni lo aceptas), nadie llamará a tu puerta, nadie pinchará tu teléfono, nadie te recibirá en una sala de eventos para que firmes ningún libro, y nadie en definitiva moverá un dedo para que tu fama (que crees merecer) crezca un sólo centímetro hacia la multitud, pues simplemente te encierras (como debe ser) en un mundo muy personal.

Borges fue un bromista a tiempo completo (y no sé por qué pienso en esto). Igual César Vallejo o el mismo Cervantes. Yo me considero un bufón talentoso y provocador al que muchos desearían darle una paliza. Un resentido de la puta madre, igual que Céline (entre chilenos apocados y aserruchadores de piso, esta comparación será muy mal vista) El resentimiento no le hace mal a la creación, ni el odio, ni el amor, ni ninguna pasión descontrolada. La hipocresía sí que contribuye a la proliferación de bodrios intolerables.

Para ser bien sincero, cuando estoy solo, que es la mayor parte del tiempo, me cuestiono mucho esta dedicación a un arte que no me redituará una palabra de afecto o un palmoteo de algún cercano, de ningún familiar, ni vecino, ni autoridad municipal o provincial. Ni siquiera el lechero será menos adusto en su saludo. Los cercanos no te reconocen nada, así que te buscas una nueva familia, y si no la buscas, ellos te buscan a ti. Son los pocos amigos que te han valorado por lo que te importa ser valorado, que han visto y han sentido lo que nadie más ha querido ver. Y con ellos te quedas, ocupando un edificio en ruinas que a veces ni existe, como okupas virtuales de un paraíso perdido. Pero juntos.

Mis amigos, la familia que me he encontrado en esta solitaria ruta, pues ellos sí me lo hacen saber, y yo a ellos, porque los buenos, sabiéndose tan pocos, se buscan. A veces le llamo darwinismo intelectual a esta necesidad de juntarse con iguales. ¿Para qué necesitas estar en contacto o haciendo una aparente vida de intelectual con diez mil mediocres, si basta con uno o dos escritores buenos y a tu altura para llenar el universo?

Como sea, voy por más. Aprendo en el camino. Sé que soy muy ignorante en demasiadas cosas. Pero el conjunto de todo lo percibido y vivido y su interrelación en mi pensamiento me torna medianamente sabio, o quizás sensato, no siempre, pero al menos muy a menudo. Conozco mis debilidades y fortalezas, tal como percibo con gran claridad las debilidades y fortalezas ajenas. Agucé mi detector de basura desde que leí esa frase de Hemingway. Seguí algunos de sus consejos tempranamente, cuando tenía menos de 15 años. 

Soy algo holgazán para escribir textos largos, y también para leerlos. Tengo tendencia a resumirlo todo, a meter montañas de creación por el agujero de una aguja, y no sé si eso está realmente bien. Ricardo Mena, mi gran amigo español, detectó epigramas en mi escritura. Algo en lo que ni siquiera había pensado. Más bien, y para eludir teorizaciones, me he exhibido como un escritor bruto. Escribo en borrador, a la primera, y ya no vuelvo, sino que voy por el siguiente escrito. Esto repercute en que tenga varios libros casi listos esperando su revisión final, pero entre más se acumulan, más paja me da volver atrás. Tengo la certeza de que mi vida se extinguirá pronto. No podría decir por qué. No soy suicida. No pretendo matarme. Temo que muchas de mis palabras quedarán tal cual. A veces pienso que toda mi escritura no es más que la continuación de una sola obra, la transcripción de una voz que no para de parlotear, y que separarla en partes casi ni tiene sentido.

Gracias a esta soledad elegida, a esta ética única y personal por la que me guío, todo es a mí manera. He perfeccionado lo arbitrario e injusto y absurdo de la civilización, aunque sólo sea para practicarlo yo mismo. A nadie más le impondría mi propia locura.

Para concluir, sé que debo actuar rápido, lo creado no es suficiente, no alcanza para torcer ningún destino, ninguna mirada, ningún alambre ideológico, debo apurarme, calcar las sombras, encender mechas con lupas, hinchar bolas a diestra y siniestra, porque si no emulo a Robespierre seré apenas un payaso de circo pobre, de esos que no se ríen genuinamente, pero que igual causan risa al resto.


Imagen: Bernard Buffet, Lithographie "L'homme orchestre".

Hay que cuidarse de los hipócritas

Soy una bola de fuego de resentimiento. No puedo evitarlo. No puedo esconderlo. Tampoco lo considero literariamente negativo. Los mejores escritores han sido unos grandes resentidos. Sólo vean a Céline. Al menos somos sinceros. No hay cómo equivocarse con nosotros. Creo que más bien hay que cuidarse de los hipócritas, de los que se muestran como santones impolutos, esos que dicen no quebrar un huevo y andan repartiendo hostias edulcoradas por el mundo.

Clasista, sordo e inútil


"Para terminar con la sequía y traer la lluvia, las mujeres y las muchachas de la aldea de Bloska, solían ir desnudas por la noche hasta los límites del pueblo y allí arrojaban agua en la tierra". Esto lo narra James Frazer en La rama dorada.


Tuvimos largas temporadas de sequía. Las nubes vagabundas simplemente se declaraban en huelga. Nuestros porotos y mazorcas se iban secando a poco de crecer. Hacíamos lo posible acarreando agua en baldes, pero nuestro esfuerzo era insignificante ante la magnitud del campo. Hasta los espantapájaros parecían aburrirse. Pocos plumíferos llegaban a burlarse a esa tierra baldía.

El jardín de mamá se volvía amarillo. Las plantas que sobrevivían con el rocío matinal, morían de una paliza solar en las tardes. Las gallinas se guarecían bajo los arbustos con sus picos y alas abiertas y no paraban de beber en los pocillos que les repartíamos por los patios.

Cristo de Buffet

Llueve como un murmullo budista. Ráfagas de viento norte traen noticias de caballos mojados. Flacuchentas vacas miran el horizonte nuboso añorando primaveras. La cordillera chilena es fría. Los corazones están criogenizados, igual que las miradas. No hay a quien recurrir. Nadie sabrá de Nabokov. Nadie llorará por Bruno Schulz. La ostentación es una religión neoliberal. La banalidad su registro filosófico. Camino hacia el cementerio. Busco un lugar junto al Cristo de Buffet. Un nicho contemplativo. Un túmulo de piedras sombreado por cipreces. Aunque preferiría sólo desaparecer.


Fotografía: Lorena Ledesma. Cristo sin autor sobre una tumba sin nombre. Cementerio de San Fabián de Alico, Chile. 
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