Antes, cuando llevaba poco tiempo dedicado a la escritura, me pesaba no ser admitido ni valorado en el mundillo de las letras. De alguna forma mi ingenuidad me hacía sufrir innecesariamente.
En el camino me di cuenta que no me perdía de nada importante. Los gremios suelen estar conformados por una abrumadora mayoría de mediocres. Los tipos realmente talentosos no necesitan a los gremios, o más bien les incomodan y les quitan el tiempo y la paciencia.
Ya entonces, resentido y revanchista como soy, les puse el nombre de "funcionarios buitres", o sea, desde mi punto de vista, son ellos los que más habitualmente cumplen las funciones domésticas de la literatura y de la intelectualería en general, como barrer las sedes, limpiar los excusados, hacer lobby por los amigos (entiéndase lameculismo a tiempo completo), especializarse en rellenar formularios para recibir becas estatales, articular antologías y ser relacionadores públicos de sus causas personales y grupales. Pero de obra de calidad, ni hablar.
Los golpes de la vida enseñan al menos que no hay nada mejor que tomar un camino literario propio, sin esperar nada de nadie. Sin guías, sin fórmulas, sin códigos gremiales, sin padrinos, sin respeto por esas estatuas ceñudas de los próceres de las letras que fabrica la prensa alaraca.
Y como sabes que nadie te indicará ningún camino (porque no lo necesitas ni lo aceptas), nadie llamará a tu puerta, nadie pinchará tu teléfono, nadie te recibirá en una sala de eventos para que firmes ningún libro, y nadie en definitiva moverá un dedo para que tu fama (que crees merecer) crezca un sólo centímetro hacia la multitud, pues simplemente te encierras (como debe ser) en un mundo muy personal.
Borges fue un bromista a tiempo completo (y no sé por qué pienso en esto). Igual César Vallejo o el mismo Cervantes. Yo me considero un bufón talentoso y provocador al que muchos desearían darle una paliza. Un resentido de la puta madre, igual que Céline (entre chilenos apocados y aserruchadores de piso, esta comparación será muy mal vista) El resentimiento no le hace mal a la creación, ni el odio, ni el amor, ni ninguna pasión descontrolada. La hipocresía sí que contribuye a la proliferación de bodrios intolerables.
Para ser bien sincero, cuando estoy solo, que es la mayor parte del tiempo, me cuestiono mucho esta dedicación a un arte que no me redituará una palabra de afecto o un palmoteo de algún cercano, de ningún familiar, ni vecino, ni autoridad municipal o provincial. Ni siquiera el lechero será menos adusto en su saludo. Los cercanos no te reconocen nada, así que te buscas una nueva familia, y si no la buscas, ellos te buscan a ti. Son los pocos amigos que te han valorado por lo que te importa ser valorado, que han visto y han sentido lo que nadie más ha querido ver. Y con ellos te quedas, ocupando un edificio en ruinas que a veces ni existe, como okupas virtuales de un paraíso perdido. Pero juntos.
Mis amigos, la familia que me he encontrado en esta solitaria ruta, pues ellos sí me lo hacen saber, y yo a ellos, porque los buenos, sabiéndose tan pocos, se buscan. A veces le llamo darwinismo intelectual a esta necesidad de juntarse con iguales. ¿Para qué necesitas estar en contacto o haciendo una aparente vida de intelectual con diez mil mediocres, si basta con uno o dos escritores buenos y a tu altura para llenar el universo?
Como sea, voy por más. Aprendo en el camino. Sé que soy muy ignorante en demasiadas cosas. Pero el conjunto de todo lo percibido y vivido y su interrelación en mi pensamiento me torna medianamente sabio, o quizás sensato, no siempre, pero al menos muy a menudo. Conozco mis debilidades y fortalezas, tal como percibo con gran claridad las debilidades y fortalezas ajenas. Agucé mi detector de basura desde que leí esa frase de Hemingway. Seguí algunos de sus consejos tempranamente, cuando tenía menos de 15 años.
Soy algo holgazán para escribir textos largos, y también para leerlos. Tengo tendencia a resumirlo todo, a meter montañas de creación por el agujero de una aguja, y no sé si eso está realmente bien. Ricardo Mena, mi gran amigo español, detectó epigramas en mi escritura. Algo en lo que ni siquiera había pensado. Más bien, y para eludir teorizaciones, me he exhibido como un escritor bruto. Escribo en borrador, a la primera, y ya no vuelvo, sino que voy por el siguiente escrito. Esto repercute en que tenga varios libros casi listos esperando su revisión final, pero entre más se acumulan, más paja me da volver atrás. Tengo la certeza de que mi vida se extinguirá pronto. No podría decir por qué. No soy suicida. No pretendo matarme. Temo que muchas de mis palabras quedarán tal cual. A veces pienso que toda mi escritura no es más que la continuación de una sola obra, la transcripción de una voz que no para de parlotear, y que separarla en partes casi ni tiene sentido.
Gracias a esta soledad elegida, a esta ética única y personal por la que me guío, todo es a mí manera. He perfeccionado lo arbitrario e injusto y absurdo de la civilización, aunque sólo sea para practicarlo yo mismo. A nadie más le impondría mi propia locura.
Para concluir, sé que debo actuar rápido, lo creado no es suficiente, no alcanza para torcer ningún destino, ninguna mirada, ningún alambre ideológico, debo apurarme, calcar las sombras, encender mechas con lupas, hinchar bolas a diestra y siniestra, porque si no emulo a Robespierre seré apenas un payaso de circo pobre, de esos que no se ríen genuinamente, pero que igual causan risa al resto.
Imagen: Bernard Buffet, Lithographie "L'homme orchestre".