Durante las horas de sol naciente suelo sertirme como un poderoso dios griego, rencoroso y pendenciero, que aceita arcabuces y prepara meriendas con nabos mientras dialoga de igual a igual con Melville. La creatividad chisporrotea como un leño de eucalipto.
Luego, cuando el sol no alarga las sombras, todo parece real y la imaginación se siente avergonzada, desnuda e inútil.
Empieza otra tarde. Es un sábado sin fiebre, sin viento, con albaricoques florecidos estáticos y abejorros indiferentes. San Carlos huele a humo de hualle. San Carlos fue el Dublín de mi adolescencia, una ciudad que amé y aborrecí con la misma fuerza. Hasta ahora las calles no se han acordado de mí ni yo he querido acordarme de ellas. Ya vendrán tiempos de reconciliación.
Imagen: Ljubodrag Andric
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