Los borregos más pequeños se divierten saboreando el musgo de los encinos. Los más grandes corretean dando brincos por el potrero. Rebotan gotas de lluvia en el claraluz, gotas desgastadas, poco enérgicas, sin el carácter tempestuoso que les imprime el viento norte. Pero así es la lluvia de septiembre, lluvia de invierno agonizante, obcecado, que refunfuña mientras prepara sus últimas maletas.
Transcribo un fragmento de Henry Miller en Facebook. Varias personas lo comentan elogiosamente. Henry Miller parece vivir en el imaginario de muchas generaciones de lectores. Lo he leído desde mi adolescencia y siempre lo he sentido como alguien cercano, como un compañero anárquico con el que bebes cerveza en lo alto de un gran cañón. En su momento sentí predilección por los Trópicos y La Crucifixión Rosada. Pero fue hace décadas, y mis criterios están en permanente mutación, o más bien sucede que soy levemente distinto cada día, la sumatoria de experiencias y frustraciones te van marcando con fierros calientes las emociones, te rodeas de murallones, de puentes levadizos y pozos con cocodrilos y lo que viste entonces ya no lo ves igual o ya no te importa de la misma forma.
He seguido abocado a mi huerto. Asoma el verdor de los almácigos y mis frutales se empiezan a llenar de brotes primaverales. He replantado duraznos y manzanos e intento que los escasos toronjiles no se marchiten con las heladas nocturnas. Los cerezos, albaricoques y ciruelos ya han florecido convirtiendo nuestro campo en una postal japonesa. Crece tanta variedad de hierba, de tantos tamaños y formas, que quizás muchas de ellas ni siquiera tengan nombre, pues se les discrimina y combate en conjunto como simple maleza. La verdad es que no quisiera arrancarla, ni siquiera molestarla, pero la siembra exige un cierto despeje para las semillas. Cuando preparo la tierra suelo pensar en Masanobu Fukuoka, ese filósofo agricultor que recomendaba la mínima intervención del hombre en el ciclo natural, es decir, sembrar sin arrancar nada, dejando que plantas y hierbas silvestres coexistiesen en completa armonía. Antes de conocer a Fukuoka había llegado por cuenta propia a numerosas conclusiones muy similares a las suyas. Entre ellas, el rechazo frontal que ambos sentimos hacia la poda.
Avanza la madrugada y el último tronco de hualle se ha convertido en ceniza. A lo lejos se oye el murmullo del río Ñuble.
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