Es una sola vida para tantas posibilidades expresivas. Algunas las vamos descubriendo en el camino, casi sin querer, como alquimistas a los que le explotan sus laboratorios. De las cenizas que se lleva el viento surgen nuevas imágenes, se abren ventanas impensadas, se retoman amistades y enemistades que no lo fueron más que imaginariamente.
En mi vida como escritor he ensayado varios estilos. Sin embargo, el propio, el predominante, surgió solo, quizá como terapia, como ambulancia mohosa. Y aparentemente se afianzó, ofreciendo al público un espectáculo algo amargo, usualmente airado y poco representativo de mis días habituales en que suelo ser un filósofo entretenedor de cabaret barato, una bromista alma en pena que juega a la ruleta rusa con una pistola de agua.
De lo que escribí prematuramente, imitando el estilo de otros, nunca mostré nada. Fue como una caligrafía narrativa de párvulo, y aunque no quedó tan mal, no era algo mío, sólo un traje prestado mientras terminaba de crecer.
Entremedio, y ya casi alcanzando la barba hirsuta de la incertidumbre, me di el gusto de escribir todas las arbitrariedades que se me pasaron por la cabeza, berrinches honestos de borracho culposo, palabras sin vocales, poemas con decimales de Pi. Todo eso fue a parar a una obra titulada Ameba. Engendro narrativo que sólo saqué en formato casero y de la que se distribuyeron cinco copias. Hoy la he recordado y pienso volver a mirarme en ese espejo polvoriento, para apretar tornillos y remover capas de pintura que hoy ya no me seducen.
El laboratorio narrativo de Ricardo Mena consumió el final de mi tarde lectora, Osadías literarias con yelmo, corset y rompezabezas de cinco mil piezas estrellado en selva neblinosa. Es el camino al andar de un ronin lingüístico. La reflexión me transporta a mi infancia. Cuando se acababan los senderos conocidos entremedio de las montañas, debíamos
romper zarzamora y arbustos espinosos a fuerza de machetes para hacer un camino propio. Las magulladuras eran medallas primerizas conferidas por la naturaleza. No era posible retroceder, no era bien visto, y para los precipicios estaban las cuerdas. Las excusas eran inadmisibles. Forjar un rumbo propio nos tornaba orgullosos, conscientes de nuestra valía. Las heridas se curaban con hierbas, la sed se apagaba con agua de manantial. Las montañas eran farmacia al aire libre. Sólo bastaba saber para qué servía cada yuyo. Conocimiento transmitido desde los siglos y milenios precedentes, desde los tiempos en que nuestros antepasados cometieron las primeras imprudencias y la pagaron muy caro.
Vuelvo a Mena. Original, erudito, amable. Especialista en Santayana, en Góngora, en Shakespeare y Joyce. Nuestros diálogos transcontinentales alientan la reciprocidad, el
entusiasmo por retornar a rutas medio abandonadas por exceso de soledad, o de tristeza.
Sé que Ricardo Mena me entiende. Los oyentes son pocos. Entre más avanzamos, entre más nos alejamos de las viejas rutas, más
solos nos vamos quedando.
...y es a veces una soledad muy concurrida! Usted siempre está volviendo, Jorge! Y más allá de enconos circunstanciales con sus viejos textos, usted está allí. Incluso en disidencia.
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