Las tormentas tienen un aire solemne, sobre todo cuando te sorprenden en medio de la naturaleza, junto a ríos de piedras azuladas o lagunas alfombradas de nubes grises. Se abalanzan sobre el paisaje con su tronadera y sus destellos, con su ventarrón irresponsable y su aguacero oblicuo, y solo queda admirar y temer, quizás orar bajo un alerce, porque en el fondo es la misa de un Dios improbable.
Solía pasarnos cuando nos adentrábamos en la cordillera junto a Amparo. Aunque a decir verdad entonces éramos algo más irrespetuosos. Eran días veraniegos, días de escasa ropa y meriendas frugales. Sólo nos interesaba estar solos. Allí, recostados junto a transparentes esteros de piedra, sobre la hierba aún verdosa de diciembre y rodeados de litres y quillayes, se asomaban las nubes que traían el mensaje divino, el rugido del altísimo toro desafiante. No le temíamos. Más bien nos reíamos de su impertinencia y seguíamos haciendo el amor en sus narices, embarrados con los cauces fangosos que se deslizaban cerro abajo.
Oscurece. Un trueno imponente ha marcado el gong de las seis de la tarde. Caliento pan amasado en el hornito de la cocina a leña. Los troncos de álamo seco no dan suficiente calor y la operación se demora. Preparo té negro y muelo una palta Bacon que esparzo sobre el pan tostado. Leo desordenadamente. Empiezo por la aterradora soledad del Niezsche de Stefan Zweig, y culmino con un fragmento de Giorgio Bassani, autor de El jardín de los Finzi Contini: "¡Qué bien me comprendía! Mi ansia de que el presente se convirtiese en seguida en pasado, para poder amarlo y acariciarlo a mi sabor, era también la suya, exactamente. Era nuestro vicio, éste: ir adelante con la cabeza siempre vuelta hacia atrás...".
Fotografía: © Jorge Muzam
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