Estampida

Caen heladas y mutan los colores. Amarillos y rojos se reparten la hierba como alfombras de gala para conejos aventureros. El otoño apresura su epílogo. Tengo un nudo narrativo en la garganta y un pesado sombrero negro aplastando mi cabeza, bajando mi mirada, enrareciendo mi aire. Parece avecinarse un choque de trenes bala o una estampida de estorninos ciegos. 




Fotografía: Estampida de estorninos, Alain Delorme


No permitas que el corazón te asesine


Cuando no puedes leer te empiezas a fijar en los objetos cotidianos. La abolladura de una tetera, el brillo de una cuchara, el florero vacío. Porque la mente necesita posarse en algún lugar antes de abrir las ventanas del tiempo. La mente necesita racionalizar, doblegar la emoción, porque o si no el corazón la asesina.

Los patios están nevados con pétalos de manzanos en flor. Pasan bandurrias pronosticando lluvias. Un escarabajo esmeralda asciende por el tronco del viejo parrón. Podría asegurar que va feliz bañándose de luz.

Imagen: Max Pechstein

Una cuestión personal

Llovió intensamente el fin de semana. La brisa huele a encinas podridas. Las hojas que no han caído se tiñen de marrones, amarillos y rojos. Vuelvo a repasar los primeros capítulos de Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé.

Es difícil leer a Kenzaburo y no porque la lectura sea compleja sino porque es como caminar por callejones solitarios tapándose con la mano las heridas de un asalto. La sangre fluye por los costados. Pides auxilio inútilmente. Buscas una avenida transitada, una sala de urgencia abierta o una mujer que te acaricie la cabeza mientras esperas una ambulancia.

Pero Kenzaburo no te complacerá jamás. Si has de quedar inválido o si has de morir, pues que así sea. A lo mucho te permitirá ver las penurias familiares desde el lado más frío de la ventana. Y no te preocupes porque nadie reparará en ti por mucho tiempo, a nadie le importas realmente.

Velas para la vida


Cada anochecer, luego de acostarnos, papá se dirigía al viejo rancho del fogón. Al comienzo no sabía lo que hacía aunque vislumbraba que algo quedaba encendido. Con el tiempo pude seguirlo a escondidas y contemplar su diario ritual de encendido de velas.

Papá se arrodillaba y encendía dos velas. Luego le hablaba a su tía-madre fallecida y al resto de sus antepasados. Pedía por nuestra salud, por mamá, por los animales y las cosechas. Se persignaba varias veces y retrocedía lentamente en actitud reverencial. Hubo ocasiones en que papá no tuvo dinero para comprar velas pero igual ejecutaba el mismo ritual y pedía perdón por no cumplir con su ofrenda. Luego se iba a acostar. 

Más de una ocasión me quedé aguardando con la esperanza de ver aparecer los espíritus ofrendados. A veces fueron horas auscultando tras las rendijas pero nunca vi ni oí nada. 

Las velas y los ruegos de papá no ayudaron demasiado en nuestra economía pero al menos fuimos sanos, fuertes y alegres, lo que tal vez fuera su principal anhelo en todas esas noches que se hincó de rodillas ante sus antepasados.

Pintura: Carlos Gutiérrez López

Duraznos para Oliver Twist


Fue el verano de mis 11 años. En los patios de mi casa campestre abundaban los durazneros. Estaban allí desde quién sabe qué generación. Los había blanquillos y priscos, betarragas y abrileños, pelados y peludos. Algunos tenían esencias de cedrón o ruda, por limitar con esos arbustos. Otros, al caer prematuramente, quedaban bañados con fragancias de poleo o manzanilla. El resto tan sólo sabía a durazno, a dulce y jugoso durazno. En esa época había sobrepoblación de cigarras, carpinteros y grillos que se relevaban el turno del bullicio.

Mi habitación daba a un largo corredor de tierra donde dormía un gallo y media docena de gallinas. Cada amanecer me hacía saltar hasta el techo con su estruendoso canto. Parecía que lo hacía de adrede, porque teniendo tres hectáreas y decenas de árboles donde pernoctar, había decidido echar sus plumas justo al lado de mi ventana.

La cosa es que gracias a ese gallo madrugué todo ese verano y el resto del año y me temo que el resto de mi vida, pues me acostumbré a despertar a las 6 de la mañana y a levantarme 15 minutos más tarde. 

Aquel verano los durazneros fueron generosos. En las tardes, cuando los trabajos más duros ya habían concluido, me recostaba en la hierba con una abundante provisión de duraznos y leía todo lo que tuviese a mano. Ese verano, entre durazno y durazno, leí de principio a fin Oliver Twist.

Solamente eran nazis

De un muro de la librería de Constanza cuelgan tarjetitas románticas para adolescentes. Se me viene a la memoria el viejo boliche de San Carlos donde solía comprar tarjetas a mis enamoradas de la secundaria.

El negocio era espacioso y pulcro y lo atendían dos ancianos. El, un gallego bonachón, y ella, una amable alemana que aún conservaba su fuerte acento. Se tomaban todo el tiempo necesario para mostrarme su variedad de esquelas, figurines y tarjetas, aunque yo les comprase casi siempre la más barata e insignificante de todas.

En las vitrinas se ofertaban utensilios pasados de moda, trencitos de metal, pelotas de caucho, jarros de porcelana y pistolas de cowboy.

Mientras seleccionaba la tarjeta adecuada para cada enamorada, escuchaba las conversaciones que la anciana alemana sostenía con su esposo gallego.  Lo que oía me asombraba. Eran fervorosos pinochetistas, admiradores de Franco y de Hitler y condenaban con elocuente ferocidad la resistencia a la dictadura. Aunque solían estar de acuerdo en numerosos temas, a veces parecían competir por extremar sus argumentos hasta un punto donde el mismo Goebbels se habría sentido intimidado.

Tras pagar mis tarjetitas me despedía cortésmente de los venerables ancianos y me iba a tomar aire fresco al parque más cercano.

Acacio mudo

Sucede que percibí un cambio tan radical en mí mismo que hasta diría que nací hace pocos días. Miro hacia atrás y no me reconozco. Miro hacia adelante y no me veo. Lo que soy no me convence. Creo ser el hálito de una sombra que duerme. La mentira de otra mentira. Temo decirle a los demás que ya no hablan con el que creen que hablan. Que aquel murió alcoholizado o impresionado por un rayo sin trueno. No hay cicatrices de esa muerte, ni emociones grabadas, ni esquelas. Los senderos probatorios se cubrieron de niebla. 

Los nuevos caminos huelen a mierda de caballo, a cigarro barato. No hay mujeres ni pájaros armoniosos. No hay nuevas sombras, sólo ramas que se dan la mano a la menor brisa, cortésmente.

El que aparentemente soy acarició un acacio antes del mediodía. El acacio era viejo, tan sabio que ya no hablaba. Le saqué un trozo de corteza y lo tiré al otro lado del alambrado. Eso fue todo.

Sueño disparando arcabuces. Siento el culatazo, el ruido, el humo, pero no sé a quién le disparo, desconozco todo, los charcos sólo muestran nubes, mi rostro es una nube azulada, difusa, casi extinta.

Pintura: Bernard Buffet

Escritor por defecto

Creo que soy un escritor por defecto, un escritor bruto, accidental, hecho de más bronca que vocación, y por cierto que aborrezco los ambientes literarios. Siento que no hay nada más banal que ese círculo vicioso de egos que se adulan por conveniencia. Los escritores aprendices debieran escarbar bajo las rocas, enlodarse las manos, tomar del mismo mate que un mendigo, ahuyentar a las bestias salvajes antes de su fusilamiento, leerle poemas de Jorge Teillier a cien putas sin esperanza.

Neblina celeste a baja altura, bandadas de loros en el cielo. Exhalamos vaho blanquecino. Baja la temperatura hasta enrojecer la nariz. Los animales se acercan con mirada suplicante. Cerdos, vacunos, ovejas, aves y perros. El invierno les demanda calorías extras. La granja es su circunstancia, su inmerecido Auschwitz.


Pintura: Bernard Buffet

A solas con mi cultura


El mundo es tan vasto y ajeno. Intento caminar sin tanta prisa. Meter la ansiedad en una bolsa de cemento. Las metas consensuadas no me importaron mucho y el resto es un círculo vicioso de noches y días.  Mi única meta, la novela del tiempo, es algo difusa. Es decir, puede y no puede escribirse. Quizá ya está lista y sólo hay que pegar el mosaico. No soy un bebedor solitario, o no lo era hasta hace tres días. Pero el sol primaveral sobre el huerto parece incitar al descorche de un Concha y Toro. Mozart en los audífonos, cerezas que maduran, letras de Ferrufino y Nabokov, un perro hinchapelotas que me muerde la pantorrilla, vendedores de verduras por el camino, el celular que vibra incansable, un chorlito ladrón espantado por el escopetazo de un vecino.

Soy lento para leer. Fácilmente me desvío hacia tangentes extraliterarias. A veces me quedo en la ventana de Potocki y no vuelvo a lo que estaba haciendo. Cada frase de un buen autor me conduce a reflexiones anexas o a puertas mohosas de la memoria. Mi mente es pródiga en fabricar ucronías, en dramatizar sobre un tablero de cedro los eventos insolucionables de la historia. Boludear, diría una mujer práctica.

Imagen: Karl Schmidt-Rottluff

La sonrisa ante un pretérito

Putas horas que deben ser justificadas. Los días son tan largos en noviembre. A ratos neblinosos, a ratos abochornados, con un sol impertinente que se cuela para descuerarte vivo. Los aromas varían en 24 horas. Los nocturnos golpean con la hierba cortada, con los trigales levemente mecidos y los jardines mestizos de las jubiladas. Los de la aurora son atrapanieblas de nostalgia, esa falla estructural de la mente con que el creador le machaca las bolas a los hombres. Pura mala leche, diría el antropólogo Giorgio Muzami, porque no sirve para nada sentir nostalgia, o recordar siquiera, pues los errores vuelven a cometerse, tal como las mariconadas de ida y vuelta. La sonrisa ante un pretérito tiene sabor a castañas crudas, y las lágrimas son caramelos de licor en medio de una gran resaca. La biología me hace zancadillas, se disfraza de erotismo, de calentura, quiere clonar mi miseria hacia una eternidad nominal, de burocracia celestial de timbre y estampilla, con ángeles de paletó gris y arcángeles engominados. Son el estamento superior de la democracia cristiana, ese partido mitad nazi mitad pelotudo que nos amarga la vida en la tierra. Pero la democracia es así, arriba y abajo se mezclan hijos de puta con honrados y sacos de huevas con creadores de carne y hueso.

Imagen: Otto Mueller

No bajar la vista


Latigazos solares sobre la espalda. Recorremos el huerto humedecido por la lluvia de hace dos días. Avistamos zapallos italianos ya formados, largos porotos verdes y tomates a medio madurar. Arrancamos acelgas florecidas, lechugas alzadas y manojos de pasto para los conejos. El sol nos expulsa pronto. Volvemos a leer. Comienzos de Babbitt. Sinclair Lewis nos ofrece usinas en la niebla, obreros tristes, cuervos especuladores en ciernes, norteamérica mutando hacia una injusticia mayor. Luego un mate dulce, queque de limón, y el comienzo de Las uvas de la ira. Volvemos a esa obra tal como volveríamos gustosos a un verano juvenil. Prepondera la poesía, la pintura, las nubes amenazantes, el sol abrasador. Tras la tormenta de polvo las mujeres y niños no miran el paisaje devastado sino el rostro de los hombres. Si ellos no se han derrumbado la esperanza permanece intacta. Y ellos siguen impertérritos, no bajan la vista, y eso es suficiente para que las mujeres vuelvan a cantar y los niños a jugar con cautela.

Un novelista debe saber de todo

Llevo semanas desvirtualizado. Hay demasiadas cosas prácticas que hacer y el tiempo parece cabalgar cuesta abajo. Rayo hojas al pasar, alguna idea, ocurrencias sin mucho sentido, luego a seguirse estropeando las manos, el verano es tan implacable como el invierno, aunque de un modo distinto. Alimentarte con tu propio esfuerzo, cultivar tus propios alimentos, deja henchido tu orgullo anarquista, pues no necesitas recurrir a los impuestos de otros, ni golpear instituciones donde dormitan fétidos holgazanes hijos de puta, ni lamerle el culo a ningún empresario explotador.
Lorena ha venido a verme. Aún no celebramos su llegada, pero ya habrá tiempo. Será con vino blanco. En las noches tibias hemos degustado textos de Claudio Ferrufino. Vida y creación unificadas a través de su arte narrativo, el lenguaje convertido en música, sabor, aroma, color, éxtasis y sombras, trepidante vida y acechante muerte. También leemos poemas y relatos de Carver, algunos fragmentos de El Telón y Los Testamentos Traicionados de Kundera. Nos proponemos leer la totalidad de la obra de unos pocos autores. Entre ellos Vladimir Nabokov, Hrabal Bohumil y Philip Roth. A Lorena le apasiona Walter Benjamin y Murakami. Pero no todo es literatura. Un novelista debe saber de todo, y en lo posible desenvolverse en la mayor cantidad de oficios, porque es el último baluarte del conocimiento, el clarificador de los oscuros laberintos del alma, el comprensor de todas las desdichas, el escrutador fino del latido histórico. Por eso reparamos objetos maltrechos, saboteamos a los cazadores deportivos, buscamos cementerios indígenas y de cuando en cuando leemos a Marvin Harris. 

Un problema de tamaños

Se me acabó el agua, el té, el mate, el azúcar, y me dio por pensar en el porte de mi soledad. Sé algo de matemáticas y astronomía. Y también de letras. Y lingüística. Soy un filósofo autónomo. Es decir, tengo pergaminos para pensar en el tamaño de mi soledad. Miré mis manos. No son muy grandes. Manos de antepasados pianistas, o cortesanos, casanovas que recitaban a Byron ante campesinas bobas para luego culeárselas entre el follaje. Miré la ventana. Daba a un patio cerrado. Abrí en el computador una pintura de Hopper. Sentí que por ahí iba la cosa. La soledad que se respiraba en ese cuadro era más grande que el cuadro. De eso se trataba entonces. Es decir, yo era un gigante comprimido en un cuerpo de hormiga y mi planeta era menos que una bola de billar ante Júpiter. Y yo lo podía ver y eso era lo terrible. Yo sabía que era así. Que la soledad era la peor tortura que nos legó Dios, la peor revancha por algún rencor desentrañable. Dios infame. Beethoven le puso notas a esa soledad, hizo audible el aire. Un sinsentido al fin y al cabo. El siguió igual. Yo seguí igual.

Muerte sentimental

El problema es que tus sueños crecieron muy alto, muchacho. Tus sueños eran excéntricos. Dar zancadas por las fronteras del conocimiento para encontrar la verdad unificadora no es poca cosa. Entretanto olvidaste muchas cosas. Como que también caminabas, que comías, que necesitabas un techo, abrigo, diversión, te olvidaste hasta del sol, y de la noche, y sobretodo, que necesitabas excedentes para suavizar el camino de otros, de esos nobles humanos que perpetuarían tu sueño…

Verás, hay quienes dicen que no eres más que un muerto moribundo, un pájaro albañil de troncos secos, la suma de las excrecencias del espíritu, un alma negra opositora a todas las almas, y a veces desearías defenderte, articular razones, pero luego piensas que no vale la pena, que nadie leerá tu defensa, que tu oratoria será un murmullo más en medio del tumulto. Ya fuiste condenado a la hoguera de la muerte sentimental y de verdad que no le importas a nadie…
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