De un muro de la librería de Constanza cuelgan tarjetitas románticas para adolescentes. Se me viene a la memoria el viejo boliche de San Carlos donde solía comprar tarjetas a mis enamoradas de la secundaria.
El negocio era espacioso y pulcro y lo atendían dos ancianos. El, un gallego bonachón, y ella, una amable alemana que aún conservaba su fuerte acento. Se tomaban todo el tiempo necesario para mostrarme su variedad de esquelas, figurines y tarjetas, aunque yo les comprase casi siempre la más barata e insignificante de todas.
En las vitrinas se ofertaban utensilios pasados de moda, trencitos de metal, pelotas de caucho, jarros de porcelana y pistolas de cowboy.
Mientras seleccionaba la tarjeta adecuada para cada enamorada, escuchaba las conversaciones que la anciana alemana sostenía con su esposo gallego. Lo que oía me asombraba. Eran fervorosos pinochetistas, admiradores de Franco y de Hitler y condenaban con elocuente ferocidad la resistencia a la dictadura. Aunque solían estar de acuerdo en numerosos temas, a veces parecían competir por extremar sus argumentos hasta un punto donde el mismo Goebbels se habría sentido intimidado.
Tras pagar mis tarjetitas me despedía cortésmente de los venerables ancianos y me iba a tomar aire fresco al parque más cercano.
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