El mundo es tan vasto y ajeno. Intento caminar sin tanta prisa. Meter la ansiedad en una bolsa de cemento. Las metas consensuadas no me importaron mucho y el resto es un círculo vicioso de noches y días. Mi única meta, la novela del tiempo, es algo difusa. Es decir, puede y no puede escribirse. Quizá ya está lista y sólo hay que pegar el mosaico. No soy un bebedor solitario, o no lo era hasta hace tres días. Pero el sol primaveral sobre el huerto parece incitar al descorche de un Concha y Toro. Mozart en los audífonos, cerezas que maduran, letras de Ferrufino y Nabokov, un perro hinchapelotas que me muerde la pantorrilla, vendedores de verduras por el camino, el celular que vibra incansable, un chorlito ladrón espantado por el escopetazo de un vecino.
Soy lento para leer. Fácilmente me desvío hacia tangentes extraliterarias. A veces me quedo en la ventana de Potocki y no vuelvo a lo que estaba haciendo. Cada frase de un buen autor me conduce a reflexiones anexas o a puertas mohosas de la memoria. Mi mente es pródiga en fabricar ucronías, en dramatizar sobre un tablero de cedro los eventos insolucionables de la historia. Boludear, diría una mujer práctica.
Imagen: Karl Schmidt-Rottluff
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