Se me acabó el agua, el té, el
mate, el azúcar, y me dio por pensar en el porte de mi soledad. Sé algo de
matemáticas y astronomía. Y también de letras. Y lingüística. Soy un filósofo
autónomo. Es decir, tengo pergaminos para pensar en el tamaño de mi soledad.
Miré mis manos. No son muy grandes. Manos de antepasados pianistas, o
cortesanos, casanovas que recitaban a Byron ante campesinas bobas para luego
culeárselas entre el follaje. Miré la ventana. Daba a un patio cerrado. Abrí en
el computador una pintura de Hopper. Sentí que por ahí iba la cosa. La soledad
que se respiraba en ese cuadro era más grande que el cuadro. De eso se trataba
entonces. Es decir, yo era un gigante comprimido en un cuerpo de
hormiga y mi planeta era menos que una bola de billar ante Júpiter. Y yo lo
podía ver y eso era lo terrible. Yo sabía que era así. Que la soledad era la
peor tortura que nos legó Dios, la peor revancha por algún rencor
desentrañable. Dios infame. Beethoven le puso notas a esa soledad, hizo audible
el aire. Un sinsentido al fin y al cabo. El siguió igual. Yo seguí igual.
La soledad tiene el tamaño del infinito y a duras penas cabe en nuestras almas.
ResponderEliminarLa soledad es el verdadero significado del infierno; el pandemonium no existe sino como gritos furiosos de almas que se queman solas, en celdas aisladas, en la oscuridad.
ResponderEliminar"El cielo no es un lugar sino una visión de compañía, en compañía" (no son mis palabras; son del P. Greg Boyle, el jesuíta de los pandilleros de Los Angeles).