Uno de mis primeros sueños de intelectual, allá por los 90, fue crear un pasquín similar a la desaparecida revista Bravo. La versión chilena de Bravo la dirigía un filósofo y en su contenido se alternaban buenas crónicas, análisis literarios, chicas hermosas y entrevistas a intelectuales de talla mundial. Era una publicación amable, libertina y comprensiva con el lector. Una revista que se adelantó a su época en medio del oscurantismo pinochetista.
Alcancé a coleccionar algunos ejemplares que se me perdieron entre tanta mudanza. Sin embargo, lo mejor sigue archivado fotográficamente en mi mente.
Para echarla a andar concertamos una reunión nocturna entre los amigos más cercanos, todos con abundantes inquietudes intelectuales y ya encaminados en alguna disciplina artística. Aquella noche el primero en tomar la palabra fue Aldo Alcota, pintor surrealista, poeta en ciernes y borracho odioso. Aunque digamos que más bien apretó el play de su grabadora pues su discurso lo había grabado previamente en su casa ya que los ambientes públicos lo ponían nervioso y tartamudeaba mucho.
De pie, silencioso y solemne, dejó a la grabadora hacer su trabajo. Nos instó a tomarnos en serio el trabajo, a arremeter editorialmente en el ambiente nacional, a aumentar nuestras intervenciones artísticas y a no ser tan pajeros como hasta ese momento. Los demás brindábamos ante la grabadora con grandes jarros de cerveza Escudo.
Eramos un grupo interesante. Aldo deseaba ser un pintor de fama universal. No era nada de malo, y tenía una cultura a prueba de fuego. Sin embargo, a mí me parecía que tenía un talento aún superior como escritor y poeta. A veces escribía manifiestos para congraciarse con sus amigos de turno, y no importando de qué se tratase, lo hacía de maravilla. Políticamente no parecía tener convicciones profundas, así que un día podía sacar un manifiesto procastrista y al día siguiente otro manifiesto igual de solemne y bien articulado, pero anticastrista, o lo mismo estalinista y antiestalinista, nerudiano y antinerudiano. Pero todo lo que hacía era una obra de arte, un objeto de culto. A él se le podía perdonar todo.
Claudio Rodríguez era el otro integrante relevante. Escritor de tomo y lomo que asumió su papel desde temprana edad, lector voraz y conocedor de teorías y tendencias literarias. A esa fecha ya había escrito decenas de cuentos y un par de novelas. En la universidad se vio frecuentemente enfrentado a profesores mediocres que no eran capaces de percibir su valor o que lo desvalorizaban públicamente para hacer preponderar su rango académico y no quedar como gallos desplumados. Claudio siempre fue literariamente potente, aunque yo lo prefería cuando se volvía introspectivo, existencialista, cuando luchaba encarnizadamente contra sus propios molinos de viento. Es decir prefería y sigo prefiriendo al Rodríguez guerrero y cronista más que al mero ficcionador.
Def era uno de los articuladores del grupo. Sus mejores amigos se mataban de la risa de sus poemas cuando él no estaba. Era grave y algo agresivo y carecía de humor y autocrítica. Su destino estaba ligado más bien a las compilaciones de otros y a las relaciones públicas. Sin embargo, era capaz de percibir y valorar la calidad de los artistas realmente talentosos.
Jorge Solís era el poeta del caos. Sus genialidades no tenían comienzo ni final. Amaba a las doncellas rubias tanto como detestaba a las izquierdas exquisitas. Era un buen bebedor, casi un santo bebedor, y con él podíamos amanecernos bebiendo grapa en las plazoletas santiaguinas.
Carlos Sedille era un tierno payaso, Un inmigrante francés que se había vuelto tan chileno que ya era imposible diferenciarlo de cualquier roto urbano. Se valoraba a sí mismo como poeta, aunque para mí era un gran narrador, un escribidor travieso capaz de hacer milagros con el sarcasmo literario. Con el tiempo se volvió alcohólico y prostituto. Las mujeres lo usaban sexualmente y luego lo botaban, y el pobre Sedille quedaba mirando el techo sin tener siquiera una polilla en quien pensar.
Rodrigo Verdugo era un seductor nato, un encantador de amigos. El gran poeta del grupo, consistente y sabio, era él único que le daba un realce sistemático a la creación surrealista.
Roberto Yáñez era el gigante vikingo. Medio alemán y medio chileno. Nieto de Erich Honecker. Poeta y semental por opción ineludible. No era muy bueno al comienzo. Al igual que Alcota, pintaba lienzos, pero era capaz de reírse de si mismo, de sus chapucerías, y eso hablaba bien de él. Con el tiempo mejoró como poeta, y eso hay que reconocerlo, ya que muy pocos poetas perfeccionan su arte.
Malcovich Maluenda era el fotógrafo del grupo. Tenía cara de pervertido y sólo quería que empezáramos a trabajar pronto para desnudar dueñas de casa para la revista.
Esa noche bebimos bastante y probablemente quedó todo zanjado, el proyecto en marcha, la impresión a punto. El problema es que al día siguiente nadie se acordaba de nada.
Imagen: "The mirror", Talantbek Chekirov.