La excesiva jodienda nos suele estropear la vida. La prehistoria colgando en la entrepierna sin un ápice de buenos modales. El delirante mete-saca esculpiendo la tragedia humana. Un cuento de Foster Wallace proponía la castración para combatir la sexoadicción. Y de paso la infidelidad, principal causante del continuo infierno adulto. La fogata sexual o el engaño amoroso sólo dura un pestañeo. Luego, la sumatoria de días muy parecidos. Asfixiantes para algunos, deliciosamente rutinarios para otros, aunque jamás sincronizados en el cariño o el desamor. Pensar que por amor inventas oraciones boludas y hasta te tiras de un puente. Y pocos minutos después que mueres no le importas una mierda a nadie. Es la burlona risotada evolucionista. La insatisfacción por esas vidas que nos estamos perdiendo nos angustia, cada elección involucra perderse todas las posibilidades restantes. Pero pocos duran aceptando las reglas monógamas. La conciencia de la irreversibilidad del tiempo, de la cercanía del polvo desmemoriado, del declive a la vuelta de la esquina, nos va matando de a poco, sin anestesia, con particular saña. Philip Roth plantea a través de un pensamiento de David Kelpesh, en El animal moribundo, que la vejez es inimaginable, excepto para quien la padece. Sin embargo la intuyes, y te acorazas para alejarla lo más posible. Hasta los 25 o 30 años la vida parece eterna. A las mujeres les afecta un poco antes porque la competencia con las adolescentes es descarnada, y los hombres, como brutos despojos de la biología evolutiva, siempre las han preferido tiernas. Esa es la horrible primera muerte de las mujeres, el abandono, la pérdida de interés de sus machos, la belleza en su plenitud es cambiada por la belleza incipiente, y luego la enorme cama vacía de un lado, y un largo otoño de cuatro o cinco décadas tecleando desconcentradamente un control remoto hasta las tres de la madrugada.
Imagen: George Grosz
No hay comentarios :
Publicar un comentario