Cuando la resaca impone su infortunio


El exceso de alcohol te hace perder el tono narrativo en las mañanas veraniegas. La ventana enmarcada en azul cobalto, los primeros rayos de un sol desteñido, el mentiroso café endulzado con sucralosa, un nuevo libro de Cormac MacCarthy, canciones de Titi Robin bajadas de Youtube, la magdalena proustiana interpretada por una sopaipilla grasienta. Nada ayuda cuando la resaca impone su infortunio. Entonces el corazón simula secarse, la memoria se obstina en arrancar de los dogos de la noche, no mueves la silla que entorpece el camino ni pisas una sola secuencia de vida razonable. Te detienes ante una pared y no sabes cómo traspasarla ni qué sentido tendría hacerlo. Si logras encontrar el baño te quedas allí para siempre, de pie, aunque encorvado, ante un espejo que te devuelve retazos de lo que creíste ser. Pareces más viejo de ese lado. Más apagado, menos cínico. Un toro adulto diluído en ácido sulfúrico. Canas multiplicadas, patas de gallo, frente de Nietzsche, jeta de Droopy. La existencia se te disuelve en saliva amarga, en nudos de culpa atropellados en la garganta. Eres literalmente una mierda humana, escalofriantemente idiota, sin objetos ni objetivos, un monstruoso ego de oro jubilado en guiñapo.


Pintura: Rufino Tamayo. Hombre y su sombra.

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