Criogenia emocional

Mi habitación campestre se hace pequeña y debo deshacerme de algunas cosas, o al menos trasladarlas de sitio. Uno de los baúles de los que debo prescindir conserva los periódicos que compraba entre el 96 y el 98. Es decir, los suplementos de cultura y actualidad de esos periódicos. La mayoría nunca los abrí porque entonces Santiago era una fiesta interminable, un aullido de Fitzsgerald, demasiadas conspiraciones políticas y polvos de amanecida. El tiempo no me alcanzaba para leer todo lo que adquiría. Llenaba cajas y baúles con libros, revistas, periódicos, fotocopias y cuanta mierda impresa se pudiera conservar. Los guardaba esperando momentos más tranquilos, cierto reposo en el horizonte. Pasó el tiempo y quedaron emocionalmente criogenizados. Algunos incluso contenían fotos de mis sucesivas parejas, cual de todas más bella, e instantáneas de nuestros traviesos romances refulgentes de felicidad irresponsable. Abrirlos significaba remover una herida, alimentar la nostalgia, machacarme las bolas por fantasmas que sólo existían en mi mente. Luego ya no significaron nada. Con mi última pareja de esos años nos separamos el 98, nuestro nido se deshizo y las cajas quedaron guardadas hasta hoy en que vuelvo a revisar esos archivos. Los titulares de esos periódicos ya son historia conocida y a menudo olvidada. Los reportajes sobre tecnología parecen de la prehistoria, las modelos top son hoy recatadas señoras, y los líderes políticos de entonces son unos mamarrachos desprestigiados o cadáveres a los que hasta los gusanos les hacen asco.

Imagen: Steve Mills

La Colonia Tolstoiana

Claudio dice valorar la brevitud de mis textos. Le digo que mi estilo tan conciso obedece esencialmente a que soy pajero para escribir, no a una intención. Y sale lo que sale.

Eso sí, suelo tener problemas creativos de distinto tipo. Por ejemplo, me cuesta deshacerme de mi torbellino interno para concentrarme en otros, para aspirar sus complejidades y dar vida con ello a nuevos personajes. Es dificil hacerlo sin que mi Yo inmenso lo contamine todo. Pero lo iré superando.

Sigo la lectura de Memorialistas chilenos de Hernán Díaz Arrieta. Me sorprenden ciertas confluencias de criterio con este antiguo crítico literario chileno. Concordamos en que Fernando Santiván fue un gran memorialista, pero no un buen creador de personajes. Tampoco lo fue Augusto D'Halmar. Sin embargo, ambos fueron personajes en sí mismos. Complejos, ambiguos, literariamente irregulares. Junto al pintor Ortíz de Zárate conformaron, a comienzos del siglo XX, la legendaria Colonia Tolstoiana en San Bernardo, donde pretendían llevar a la práctica las enseñanzas de Tolstoi. Según la versión de D'Halmar, le comunicaron a Tolstoi lo que pretendían hacer, y éste les envió seis rublos y una nota en ruso que nadie supo traducir. D'Halmar, que usualmente vestía una túnica blanca que no era sino su camisa de dormir, las oficiaba de líder en la Colonia. Se había opuesto a la instalación de la Colonia en Arauco, como pretendían originalmente, para permanecer al lado de su abuelita y hermanas, a quienes esclavizaba a su servicio. Elegante y aristocrático en sus modales, no se ensuciaba las manos, no permitía mujeres y dejaba todo el trabajo a sus compañeros mientras él les leía fragmentos de Loti.

La Colonia no duró mucho tiempo real, aunque sí perduró en las memorias escritas de los que participaron directa o indirectamente. Vuelvo a la lectura tras aprovisionarme de abundante leña para la chimenea. Preparo el termo para el mate y dejo las teteras hirviendo en la cocina a leña. Anoche la temperatura bajó hasta los 8 grados bajo cero. No es fácil lidiar con este invierno austral, pero se hace el esfuerzo.

Pintura: Tonny Salazar

La muerte lo llamaba por teléfono


Un sol tenue alumbra el invierno austral. No alcanza a calentar pero al menos nos distrae momentáneamente del intenso frío. Tras almorzar un frugal valdiviano me voy con mi silleta y mis cigarros al fondo del huerto. Llevo tres libros: Memorialistas chilenos de Alone, Inventario I de Enrique Lafourcade, y el primer tomo de la Historia de Chile de Francisco Antonio Encina. Un solitario zorzal descansa sobre un poste podrido. Es un visitante inesperado a estas alturas. No sé qué sucedió con los zorzales. Antes convivían todo el año con nosotros. Me siento a la sombra de un viejo guindo. Abro el libro de Lafourcade. Son recopilaciones de crónicas antiguas. Crecí leyendo a este autor. Elijo una narración donde refiere los últimos días del poeta Luis Oyarzún. Tipo erudito, alegre, bromista. Lo invitaban a compartir comidas y a beber. Pero Oyarzún padecía diabetes y no podía beber ni una gota, o si no “la muerte empezaba a llamar por teléfono”. El poeta no podía ser descortés y bebía hasta terminar medio muerto en los hospitales públicos. En 1972 tuvo que viajar a Santiago a dar un discurso en la Academia de la Lengua. Se encontró con Enrique Castro Cid, pintor que había sido su alumno y que vivía en España. Lo celebraron en grande. Desde esa tomatera Oyarzún no pudo recuperarse. Continuó escribiendo hasta el último minuto. Los amigos que lo visitaron dan cuenta de ello. El epitafio de su tumba fue sacado de una libreta suya: "Los Dioses se durmieron contigo, con ellos y conmigo".

Numerosos queltehues parlotean y sacuden sus plumas. Es época de apareo. La mayoría de los árboles ya están desnudos. Sólo un joven castaño conserva hojas ralas en sus ramas bajas, como una bailarina gorda con tutú marrón.

Zapato chino


Tras una refrescante malta con harina tostada vuelvo a mi labor de leñador. En una semana he acumulado un cerro de leña perfectamente cortada para las chimeneas, salamandras y cocinas a leña.

El invierno empieza a agonizar y no ha nevado lo suficiente. Las nubes se amanceban con los raulíes de las lomas pero le escamotean su lluvia. Mis arvejas y habas vuelven a crecer, debo replantar los espacios vacíos que dejó la incursión de las ovejas. Preparo  almácigos de verduras, ajíes, morrones, chascudos y cilantros. Sin embargo, extraño el otoño, soy un hombre de otoño, de castañas maduras, avispas somnolientas y hojas barridas por el viento.  En invierno las personas se guarecen en sus casas, sólo de sabe de sus chimeneas humeantes y de algunos muchachos que van al colegio con sus orejas enrojecidas de frío.

Me siento unos minutos para teclear estas palabras. Encuentro a Claudio y Lorena en el chat. Lorena atiende su librería y lee y escribe entre cliente y cliente. Claudio me cuenta que escribe un artículo sobre Cristián Sánchez, ese cineasta chileno que hizo todo a su manera, y que por lo mismo, hoy se puede ufanar de su Zapato chino, que es quizás la mejor película chilena de todos los tiempos, más chilena que los porotos con riendas y las longanizas de Chillán, más chilena que las rarezas de Jodorowsky y que los corruptos hijos de puta que calientan el culo en el congreso a cambio de cuarenta mil dólares mensuales. Hablamos de Quintana, ese roteque adorable que Sánchez convirtió en su actor predilecto. Nuestro propio Al Pacino, que sólo podía expresarse en nuestra incomprensible jerigonza patria (porque carecía de estudios, y de verdad no los necesitaba) que manejaba un taxi prestado al que sólo se subían pasajeros problemáticos, que se llevaba a la amante a vivir con su señora y sus hijos y les pedía que más encima la trataran bien, y que hablaba de hacer gauchaítas y hasta tenía sueños de emprendimiento que se concretaban en talleres de bicicleta donde no entraba nadie.

Vuelvo a mi labor montañesa antes que me pille la hora del almuerzo.

El aviso de Chéjov

Cómo iba a saberlo. Cómo iba a percibir todo el resentimiento que almacenaba contra mí. La bomba simplemente estalló en nuestra narices. No hubo vuelta atrás. Quedó el campo desolado y el humo de una batalla que nadie buscó.
Esta ausencia natural de sincronía entre hombres y mujeres, entre lo que buscamos en la vida, lo que soñamos, lo que construimos intelectualmente, lo que sentimos, lo que esperamos del otro, incluso nuestra antagónica mirada ante un mismo suceso, genera desencuentros que casi siempre terminan mal. Chéjov nos puso sobre aviso, pero no le hicimos caso.  Ni siquiera creo que medie una mala intención en estos quiebres, ni odio, ni despecho, sólo es el resultado de una falla estructural de nuestra condición humana, esa que nos hace inferiores a los mismos animales.

Imagen: Anton Chéjov y Olga Knipper

Sólo debes tomar lo necesario

Hasta ahora no sabía que Juanito era analfabeto. Y no lo digo con un ánimo desdeñoso. De saberlo antes no habría cambiado en modo alguno el afecto que siento por él. Mamá lo hizo evidente en una conversación y Juanito sólo agachó la cabeza. Se crió en los cerros junto a su numerosa familia. Su padre era un campesino sin tierra que se allegaba a los lugares más escondidos de los fundos, hasta que los dueños lo descubrían y expulsaban. Luego hacía lo mismo en otro lugar. Construían ranchitas para guarecerse y pasar los inviernos. Vivían de la recolección y de pequeñas huertas. Plantaban árboles frutales, pero nunca alcanzaban a comer de sus frutos porque los echaban antes. Así se crió Juanito, así aprendió a sobrevivir, así adquirió una sabiduría que no desmerece ante un doctorado en zoología o botánica. Cuando vamos a pescar le pido que me enseñe sobre plantas y árboles, sobre peces y piedras, pues necesito ampliar el registro de mis narraciones. El sabe de todo. Sabe la edad de los arbustos, sabe cuando un animal está deprimido y sabe que la naturaleza es una gran farmacia gratuita donde sólo tienes que tomar lo justo para que el ciclo continúe inalterable.

Imagen: Moisés Barrios

Mi pequeña Dublín


Durante las horas de sol naciente suelo sertirme como un poderoso dios griego, rencoroso y pendenciero, que aceita arcabuces y prepara meriendas con nabos mientras dialoga de igual a igual con Melville. La creatividad chisporrotea como un leño de eucalipto. 

Luego, cuando el sol no alarga las sombras, todo parece real y la imaginación se siente avergonzada, desnuda e inútil. 

Empieza otra tarde. Es un sábado sin fiebre, sin viento, con albaricoques florecidos estáticos y abejorros indiferentes. San Carlos huele a humo de hualle. San Carlos fue el Dublín de mi adolescencia, una ciudad que amé y aborrecí con la misma fuerza. Hasta ahora las calles no se han acordado de mí ni yo he querido acordarme de ellas. Ya vendrán tiempos de reconciliación. 

Imagen: Ljubodrag Andric

El egoísmo de los escritores

Existe algo naturalmente egoísta en los grandes escritores, algo incluso animalesco, como la conciencia de tener un valioso nido de huevos que es necesario defender y eternizar. Egoísmo muchas veces acrecentado por el deseo de reparar las humillaciones de la niñez y juventud. Ante los ojos de los no creadores ese rasgo constituye una forma de agresión, una demostración de indolencia, de misantropía y falta de generosidad con el resto. El tiempo que debiese dedicar a los demás lo invierte en una actividad solitaria, aparentemente inútil y muy difícil de comprender.

Tolstoi y su esposa Sonya mantuvieron una conflictiva relación durante los años que permanecieron juntos. Tolstoi parecía no reparar en sus cercanos salvo como asistentes de su propia comodidad creativa. Sonya se lo reprochaba a menudo pero él ni siquiera parecía enterarse de esos reclamos, como si ella fuese algo inferior a un mosquito zumbando en la lejanía.

Sin embargo, Sonya dejó constancia de ese y otros comportamientos del gigante ruso a través de su abundante epistolario y así Tolstoi no quedó completamente impune. Lo claro es que a pesar del reiterado ninguneo de Tolstoi, ella permaneció lealmente a su lado, quizás con el deseo de eternizarse a través de él, o bien porque la embargaba un profundo amor admirativo hacia el odioso conde.

Hablamos con Constanza sobre el asunto. Ella replica que los escritores hacen por lo general un uso práctico de la mujer y las descartan cuando estorban o se gastan. Sin embargo, cree que el egoísmo debiera ser aceptado en todos los seres humanos como una cualidad, ya que sólo así podríamos aspirar a ser según nuestro potencial.

Orar bajo un alerce


Las tormentas tienen un aire solemne, sobre todo cuando te sorprenden en medio de la naturaleza, junto a ríos de piedras azuladas o lagunas alfombradas de nubes grises. Se abalanzan sobre el paisaje con su tronadera y sus destellos, con su ventarrón irresponsable y su aguacero oblicuo, y solo queda admirar y temer, quizás orar bajo un alerce, porque en el fondo es la misa de un Dios improbable.

Solía pasarnos cuando nos adentrábamos en la cordillera junto a Amparo. Aunque a decir verdad entonces éramos algo más irrespetuosos. Eran días veraniegos, días de escasa ropa y meriendas frugales. Sólo nos interesaba estar solos. Allí, recostados junto a transparentes esteros de piedra, sobre la hierba aún verdosa de diciembre y rodeados de litres y quillayes, se asomaban las nubes que traían el mensaje divino, el rugido del altísimo toro desafiante. No le temíamos. Más bien nos reíamos de su impertinencia y seguíamos haciendo el amor en sus narices, embarrados con los cauces fangosos que se deslizaban cerro abajo.

Oscurece. Un trueno imponente ha marcado el gong de las seis de la tarde. Caliento pan amasado en el hornito de la cocina a leña. Los troncos de álamo seco no dan suficiente calor y la operación se demora. Preparo té negro y muelo una palta Bacon que esparzo sobre el pan tostado. Leo desordenadamente. Empiezo por la aterradora soledad del Niezsche de Stefan Zweig, y culmino con un fragmento de Giorgio Bassani, autor de El jardín de los Finzi Contini: "¡Qué bien me comprendía! Mi ansia de que el presente se convirtiese en seguida en pasado, para poder amarlo y acariciarlo a mi sabor, era también la suya, exactamente. Era nuestro vicio, éste: ir adelante con la cabeza siempre vuelta hacia atrás...".

Fotografía: © Jorge Muzam 

Sexus

Escribo desde mi noche. No llueve aunque las nubes se durmieron a baja altura. El viento sur trae noticias del turbulento río Ñuble. Una bugambilia púrpura rasmilla el alféizar podrido de una ventana sin vidrios. La luna reaparece como el túnel luminoso de una muerte prematura.
Los días avanzan, la vida retrocede. Me espera la semilla y un revólver cargado. Culmino Santuario y empiezo Sexus. A ratos pienso que es la continuación de una misma historia. Entre Faulkner y Miller sólo hay un café desabrido, un cigarrillo peruano, la memoria de un lejano polvo y un vaso de vino ofrendado a un muerto.

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