Un sol tenue alumbra el invierno austral. No alcanza a calentar pero al menos nos distrae momentáneamente del intenso frío. Tras
almorzar un frugal valdiviano me voy con mi silleta y mis cigarros al fondo del huerto. Llevo
tres libros: Memorialistas chilenos de Alone, Inventario I de Enrique
Lafourcade, y el primer tomo de la
Historia de
Chile de Francisco Antonio Encina. Un solitario zorzal descansa sobre un poste podrido. Es un visitante
inesperado a estas alturas. No sé qué sucedió con los zorzales.
Antes convivían todo el año con nosotros. Me siento a la sombra de un viejo
guindo. Abro el libro de Lafourcade. Son recopilaciones de crónicas antiguas.
Crecí leyendo a este autor. Elijo una narración donde refiere los últimos días del poeta Luis Oyarzún. Tipo
erudito, alegre, bromista. Lo invitaban a compartir
comidas y a beber. Pero Oyarzún padecía diabetes y no podía beber ni una gota, o
si no “la muerte empezaba a llamar por teléfono”. El poeta no podía ser
descortés y bebía hasta terminar medio muerto en los hospitales públicos. En 1972 tuvo que viajar a Santiago a dar un discurso en la Academia de la Lengua. Se encontró con Enrique Castro Cid, pintor que había sido su alumno y que vivía en España. Lo celebraron en grande. Desde esa tomatera Oyarzún no pudo recuperarse. Continuó escribiendo hasta el último minuto. Los amigos que lo visitaron dan cuenta de ello. El epitafio de su tumba fue sacado de una libreta suya: "Los Dioses se durmieron contigo, con ellos y conmigo".
Numerosos queltehues parlotean y sacuden sus plumas. Es época de apareo. La mayoría de los árboles ya están desnudos. Sólo un joven castaño conserva hojas ralas en sus ramas bajas, como una bailarina gorda con tutú
marrón.
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