Tristeza literaria


La tarde se desvanece entre humaredas de hojas. Trabajamos la tierra hasta el anochecer. Un fulgor naranja se obceca en el poniente pronosticando días sin lluvia. Pasan bandadas de loros escandalosos. Tomamos once en silencio. Té rojo y tostadas con mermelada de frambuesa. 

Nos anticipamos mentalmente a una noche creativa. Cada uno en lo suyo. Corregimos, leemos, visitamos universos literarios distintos, y a veces nos encontramos momentáneamente en las intersecciones reflexivas que deparan ciertas ficciones. Nos pasamos el mate mecánicamente. No llegan mariposas nocturnas a golpear nuestra ventana como en los viejos tiempos. Parecen haberse extinguido, tal como los tordos azules o ciertos sueños proudhonianos. Llueve rocío sobre los botones invernales de las rosas.

Pregunto a Lorena por qué llora. Me dice que llora porque Karenin sufre, porque envejece, porque muere. Su dolor está catapultado desde la mente de Kundera.

Extremismos de abril


Los cerdos mascan las nueces caídas con la ventolera nocturna. Lo hacen concentradamente, explicitando su placer con roncos gruñidos de felicidad. 

Amaneciendo, un velo de niebla azul cubrió las laderas bajas. Arriba, sobre las cumbres rocosas, nubes moteadas avanzaban hacia el sureste pronosticando posibilidades lluviosas. El sol bostezó intermitentemente diseminando una luminosidad opaca. Es tiempo de cambios, de mutación estacional, de emociones contradictorias chocando de frente a mil por hora.

Los cerezos se debaten entre verdes desteñidos y naranjas pálidos. Rojos marrones y escarlatas se apoderan de los duraznos y un amarillo intenso va desvistiendo a los álamos. Abril es expresionismo alemán, campos segados visitados por bandadas de tordos, campesinos de Millet rastrojeando papas pequeñas, ideas extremistas espabiladas por brisas con aroma a poleo reseco, a membrillo pisoteado.

Avanzo en la locura católica descrita por Michel Onfray, esa espada sanguinaria equivalente a diez mil Hitleres que atravesó los siglos.

Fotografía: © Jorge Muzam 

Dichos de Luder

La primera helada de abril arrasó con pepinos y melones. Subsisten los zapallos camote y los ajíes putamadre que ya alcanzaron el rojo carmesí y hasta podrían encolerizar a un buey. El barbecho escarchado alejó a los saltamontes pero conservó a los tiuques, esos rosqueros aguiluchos de pacotilla que graznan como tenores caídos en desgracia. 

La tarde gris se desgaja en minutos lentos, levemente alterados por caminatas verticales de pitíos sobre los manzanos. Leo los Dichos de Luder, libro póstumo de Julio Ramón Ribeyro. Un alter ego desencantado y burlón expone mediante aforismos y breves párrafos autónomos las incongruencias y futilidades del diario vivir, se mofa de la solemnidad intelectual o se enrosca como un gatito escéptico ante toda noción de eternidad. Ribeyro es una continuidad, un eco filosófico, no importa el cuento, ensayo o jugarreta narrativa, siempre es Ribeyro mismo quien se va desmadejando.

Hasta siempre, hermanos de época

Un bote de agua se ha estacionado en la montaña más alta, como el sombrero anaranjado de un mexicano adormilado. Los campesinos saben que no habrá lluvia. También los animales, que empiezan a cambiar su comportamiento para sobrevivir a la sequía. Me tropiezo en Deutsche Welle con la triste noticia sobre Gúnter Grass. Pronto cambio a Telesur donde exhiben la trayectoria de Eduardo Galeano, sus frases inolvidables.

Recuerdo la desolación que me invadió cuando se fue Solzhenitsyn. Hoy me ha sucedido algo parecido con Günter Grass y Galeano. Los papas de las letras también se duermen, las linternas de la sabiduría se apagan, o más bien se disuelven en la nada. No así su obra, todo ese palpitar de tinta, de ideas, de belleza. 

Grass envejeció en desacuerdo con su época. La dictadura financiera mundial. La prepotencia israelí. La proliferación de supermillonarios y miserables. Los tiempos de Willy Brandt quedaron muy atrás. La socialdemocracia se hundió en un pantano de inoperancia. Luego vino la decepción, la poesía contestataria, intraducible, mascullada con furor ante una condición humana mayoritariamente retorcida. 

El bienamado Galeano sistematizó la denuncia ante tanta injusticia. Ante tanto aprovechamiento. Ante tanta violencia. Y entremedio se las arregló para no dejar de hablar del amor y la solidaridad. Lo hizo con talento, con poesía, con lucidez. Fue comprensivo, fue cálido, fue congruente, algo tan raro en las izquierdas, sobretodo cuando consiguen algo de poder. 

Hasta siempre, queridos hermanos de época.


El canon literario chileno

Dice Eloy Martínez que un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura. Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. 

Si esto lo trasladamos a Chile, es posible que nos encontremos en principio con un yermo literario apenas habitado por siluetas distantes que van desapareciendo inefablemente. En Chile se lee poco, nuestra intelectualidad es escasa, y el respeto hacia ella o hacia sus creadores es más insignificante que simbólico. De buscar libros para releer ni hablar. Aunque quizá Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, o la Epopeya de las comidas y bebidas de Chile, de Pablo de Rokha, provoquen una relectura en una lluviosa tarde invernal. O quien sabe si las Residencias nerudianas o los cuentos de Baldomero Lillo o Coloane no generen la necesidad de volver a transitar por una excelsa experiencia estética. 

Y qué decir de los pobres colegiales que deben leer y releer cuanta basura se les dicte desde el ministerio. Las imposiciones curriculares no suelen ayudar mucho. Obligar a un muchacho a leer una obra de calidad y relevancia discutible, y calificar autoritariamente su nivel de comprensión, es como manguerear a un gato. Difícilmente el muchacho volverá a acercarse por si mismo a una instancia asociable a una forma de tortura.

Hemos de dejar en claro que un canon no se impone, sino que apenas se plantea como una solitaria mirada en medio de un contexto histórico plagado de incertidumbre. Consideremos, por consiguiente, que tanto la mirada como el contexto irán cambiando, aunque quizá no al mismo ritmo. Y es muy probable que en algún momento la mirada se anquilose, ya por convicción profunda, desdén por lo nuevo o senilidad reflexiva. 

Para facilitar (o dificultar) el conocimiento de la historia literaria chilena ciertos académicos o pontificadores de periódico (habitualmente muy conservadores) han incorporado a nuestros creadores en períodos y generaciones que poco dicen de sus obras individuales. Hemos, por tanto, de sacarnos de encima tan inútiles categorizaciones para emprender un nuevo y desprejuiciado viaje hacia cada obra.

Literariamente Chile es complejo, plagado de subrepticias patadas en las canillas. Reflexivamente siempre ha estado en pañales. Todos se conocen y nadie está dispuesto a asumir el costo de decirle a otro que no escribe precisamente maravillas. Más que construir calidad literaria, se suelen superponen amistades o confianzas surgidas en medio de la precariedad económica, del quejumbroso ocio de cierta burguesía universitaria o de una bohemia sin demasiadas perspectivas, y siempre mirando al norte, a Manhattan, Paris o Londres. Nuestra débil cultura ha orbitado en torno a Europa, ya sea explícita o soterradamente, en la superficie o en el trasfondo, y habitualmente en ambos estadios. Lo genuino se desvaloriza, se invisibiliza, pues nos queremos poco, nos desdeñamos como creadores, como si el paraíso intelectual siempre estuviera más allá de nuestras narices. Sólo vean la basura televisiva trasplantada del extranjero que apenas maquillan nuestros guionistas lameculos. 

De esta forma, y en un esfuerzo para hacernos más conocidos, nos hemos habituado a difundir coloridos chamantos literarios para entretener al ocioso anglosajón, o le embutimos forzados anecdotarios folclóricos para llamar su atención, para entusiasmarlos a comprar nuestras obras, a hablar de nosotros, los simpáticos indiecitos. Pero la obra auténticamente reflexiva, local, a ras de suelo, no ha visto la luz casi nunca. Al menos no más allá de un minúsculo grupo de comprensivos diletantes.

La selección de este canon es inevitablemente arbitraria, sujeta a los intereses literarios, estéticos y filosóficos del momento en que escribo estas líneas. 

Hoy, tras muchos años creando, me planteo este escrito como una contribución a la gran tarea de rescatar la memoria literaria, de hacerle justicia a los escritores que van cayendo en el olvido, enterrados en la tumba sin nombre de polvorientos anaqueles anónimos, destinados a ser combustión para el frío, comida de polilla, alzheimer de la nostalgia o ladrillo oblicuo de vertedero.

No puedo dejar de considerar los tres criterios de grandeza utilizados por Harold Bloom para exaltar la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría. Enlazado a los tres va la controvertida originalidad, la nota levemente distinta que distingue a una voz de otra.

Las modas no pueden entrar como Pedro por su casa a engrosar un canon, menos aún los recurrentes encumbramientos de las poderosas oligarquías conservadoras que, al menos en Latinoamérica, imponen criterios en cada aspecto de la vida cotidiana. Relevancias pasajeras y oportunistas, más tendientes a preservar privilegios, a justificar perversos ordenamientos sociales, a alejar la verdadera crítica socavadora.

La columna vertebral del canon chileno no podría prescindir de Neruda, De Rokha, Mistral y Huidobro. Monstruos literarios que se sustentan por sí mismos en ciertos aspectos de sus obras.

Tampoco podrían estar ausentes los poetas Carlos Pezoa Véliz, Juan Luis Martínez, Armando Uribe y Jorge Teillier. Este último más como un tierno efectista estético, un prosecutor de Trakl y Esenin en el confín del mundo. Leido y releído con gran entusiasmo por generaciones de jóvenes necesitados de belleza poética. Y por cierto, el gran Raúl Zurita, el pillán Elicura Chihuailaf, y la enternecedora Stella Díaz Varin. Personalmente, impongo o sugiero a los poetas Rolando Cárdenas y Sergio Hernández. 

En narrativa, tenemos una pequeña aunque bien montada armada, Manuel Rojas, Federico Gana, Carlos Droguett, Juan Agustín Palazuelos, Enrique Araya, Jenaro Prieto, José Santos González Vera, José Donoso (como cronista, memorialista, reflexionador literario y ficcionador), Enrique Lafourcade, María Luisa Bombal, Jorge Edwards, Francisco Coloane (un pequeño Jack London en el sur del mundo) y Baldomero Lillo. Tampoco pueden omitirse Vicente Pérez Rosales y Luis Orrego Luco. Debo reconocer mi ignorancia respecto a la obra de Diamela Eltit, pero lo iré corrigiendo y hasta pediré disculpas públicas por no haberla leído antes.

Los escritores asociados al Partido Comunista o al socialismo histórico, no han sido beneficiados con el entusiasmo difusor de los grandes medios chilenos, pertenecientes en su totalidad a la más recalcitrante  extrema derecha. Afortunadamente, el pie forzado del anticomunismo no forma parte de mi forma de reflexionar. Por ello agrego desde aquí a los baluartes literarios de la izquierda dura: Volodia Teitelboim, José Miguel Varas y Nicomedes Guzmán. La obra de este último incluso formaba parte de los planes escolares hasta el gobierno de Salvador Allende. Tras el golpe militar desapareció de las escuelas para nunca regresar. Y llegado a este punto, no incorporar a Germán Marin sería un total despropósito. 

Personalmente quisiera agregar a notables cronistas o ensayistas o aglutinadores de conocimiento como Alfonso Calderón, Roberto Merino y Joaquín Edwards Bello. Pienso que al menos deben estar adscritos al canon, aunque sean poco leídos. Y quizá una rareza como Miguel Serrano. Y hasta el crítico literario Hernán Díaz Arrieta. Junto a ellos, y si la paciencia de mis lectores no está suficientemente estirada, concédanme la inclusión de Daniel de la Vega y Fernando Santiván. He disfrutado mucho con sus retratos de época.

Pero me faltan los dramaturgos. Varios de ellos de altísimo nivel partiendo por Antonio Acevedo Hernández, y sumando en el camino a Juan Radrigán, Egon Wolff, Luis Rivano y Ramón Griffero, junto a varios más que se me escapan en este momento. Una potencia mundial en esa área de la creación.

También me falta la rica camada surrealista que posee méritos para un canon autónomo, así como la nueva narrativa, la narrativa histórica, y los historiadores clásicos, que tienen representantes de peso crucero que tumbarían desprevenido al mismo Steinbeck.

Debo explicar, asimismo, por qué tengo objeciones respecto a Roberto Bolaño. Aunque podría llegar a darle el pase. Me falta sin duda leer toda su obra para hablar en justicia. 

Respecto a Nicanor Parra, sé que debería estar, tiene abundantes lectores y relectores, sobretodo entre los funcionarios de los sucesivos gobiernos progresistas, y entre cierta muchachada cervecera poco instruida literariamente. Lo he ido leyendo a cabalidad y convenciéndome de su genuina grandeza. Durante mucho tiempo me aquejó algo siniestro respecto a su obra. Como que no le creía, y hasta llegaba a pensar que su obra era fruto de su incapacidad poética. Es decir, era una reacción, una obra por defecto, un resentimiento travestido de burla. Hoy me empiezo a desdecir con humildad amparado en un conocimiento profundo de su obra.

(Texto en construcción)


La historia está mal estibada

Leemos Perplejidades de fin de siglo de Mario Benedetti. Las tropelías que mancillan la dignidad humana, la dignidad de los más pobres, o de los que creyeron y siguen creyendo en la preponderancia del humano generoso. Pero es tan difícil. La historia está estibada hacia el lado contrario. Es una tarde apagada, el sol se envolvió temprano en un manto de nubes grises.

La biología superponiéndose al amor

Recién duchada, con su largo cabello negro aún goteando y una remerita negra que transparenta el borde de sus pechos, Lorena se acomoda en su escritorio, vierte agua caliente en su mate y continúa leyendo muy concentrada un libro de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. 

Desde el otro lado de la habitación, frente a una gran ventana por donde se cuela un sol desteñido y la sombra trémula de un encino joven, me dispongo a escribir sobre un conjunto de temas que venía masticando desde hace meses o años. La ausencia de sincronía entre los sentimientos de una pareja, la mutabilidad de los intereses, la biología superponiéndose al amor, el amor como un mero holograma motivador de la biología, el resentimiento como el poderoso motor de una vida carcomida por la humillación y el desengaño. Intento darle forma de novela, aunque la verdad es que aun no tengo idea hacia dónde me dirijo.

Tras avanzar un fragmento introductorio y un largo diálogo cierro los ojos y subo el volumen al soundtrack de The Straight Story. Sé que lo que escribo carece de solución, que no hay forma de llegar a un consenso. Trabajas con sentimientos, con pasiones, con amebas cocainómanas deslizándose por ríos de lava. Pero un narrador puede meterse en las patas de los caballos sin pretender salir indemne, menos aun victorioso de algo.

Mar boliviano


Bolivia quiere recuperar su mar, ese enorme litoral que perdió durante la guerra con Chile. Para ello busca apoyo en el mundo, expone sus puntos en los foros internacionales, restituye o impone aderezos marítimos a su cultura nacional y hasta lleva el conflicto al tribunal de La Haya. Desde Chile se masculla cierto disgusto, no poca incomodidad, pues parecemos un país agresor, un saqueador de territorios hermanos (aunque en cierto pretérito momento eso fue efectivo) Sin embargo, la tesis del gobierno boliviano es correcta en varios puntos, independientemente de los fines políticos internos que persiga Evo y compañía. Desde Chile siempre se abrió la posibilidad del mar, de un probable pasadizo, de una bahía soberana, de una forma de restitución, o al menos de avanzar en esa dirección. Bilateralmente por cierto. Sin la intromisión de terceros paises u organizaciones internacionales. Era la única condición chilena. Si hasta el colilarga de Pinochet les quiso intercambiar territorio. Eran los días de Banzer. La amistad entre milicos preponderaba en América Latina, aunque nuestro alcohólico almirante Merino tratara a los bolivianos de auquénidos metamorfoseados y los crueles chistes de hombres rana buceando en el altiplano hicieran estallar de risa al generalato austral.

Pero los dos últimos gobiernos chilenos le dieron la espalda a la histórica demanda boliviana. El oportunista Piñera cerró la puerta y Bachelet le puso candado. Lo de Piñera era comprensible. El megalómano ex presidente no quería ser recordado como un cercenador de nuestro esmirriado territorio. No quería su futura estatua manchada con tinta de concesionista o traidor. 

Bachelet, en cambio, se aferró a una nueva postura, la de negarlo todo (aunque en su muy oculto corazón panamericanista anhelara lo contrario). Para ello puso a un duro en su cancillería, a un hombre de hierro como Heraldo Muñoz, para no abrir otro flanco de conflicto, porque necesitaba concentrar energías en su reforma tributaria y educacional. Al final ninguna de sus reformas ha sido muy efectiva. Los más ricos siguen con la servilleta puesta, eludiendo y concentrando riqueza, y la agobiada clase media le sigue pagando las malandanzas a la clase política, especie de onerosos espadachines de la oligarquía económica. ¿Y la educación? Pues no es ni será gratis en mucho tiempo. Quizás nunca. De tanto parchar lo andado, de tanto conceder calmantes al empresariado llorón, la reforma ha quedado casi igual a lo que había antes de toda esta alaraca.

Chile es una banana podrida

Chile huele a banana podrida. Sus instituciones, su parlamento. Qué decir de la oposición. Es la que peor huele. Nadie quiere perder la oportunidad de embolsarse unos millones extras, de carnavalear electoralmente con fondos públicos. Las triangulaciones, los contubernios, las colusiones de precios, los delitos económicos de alta complejidad, son parte de la receta chilena. Para algo teníamos que ser buenos. Robar y robar y seguir vistiéndonos hacia el exterior de país serio, trabajador, honorable. Si tan solo vieran a nuestros abuelitos muriéndose de hambre con sus pensiones ridículas, con las farmacias y supermercados mordiéndoles las verijas, o más bien la dignidad. Si vieran todo lo que alcanza con nuestros salarios mínimos. Con lo que gana la mayoría. Se reirían de sonrisa triste, y de asombro, porque aquí todo es tan caro, la América más cara en el confín del mundo, justo donde todo se resquebraja, o se inunda, o desaparece.
Mientras tanto, el timón político sigue su ruta indeleble hacia la extrema derecha. Aunque un socialismo inepto, o quizás debilucho, sonría desde palacio. 

Inmoral

Soy un ser inmoral. La estética es mi fin, la seducción es mi medio, la mente de Cormac McCarthy, mi infierno.
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