La primera helada de abril arrasó con pepinos y melones. Subsisten los zapallos camote y los ajíes putamadre que ya alcanzaron el rojo carmesí y hasta podrían encolerizar a un buey. El barbecho escarchado alejó a los saltamontes pero conservó a los tiuques, esos rosqueros aguiluchos de pacotilla que graznan como tenores caídos en desgracia.
La tarde gris se desgaja en minutos lentos, levemente alterados por caminatas verticales de pitíos sobre los manzanos. Leo los Dichos de Luder, libro póstumo de Julio Ramón Ribeyro. Un alter ego desencantado y burlón expone mediante aforismos y breves párrafos autónomos las incongruencias y futilidades del diario vivir, se mofa de la solemnidad intelectual o se enrosca como un gatito escéptico ante toda noción de eternidad. Ribeyro es una continuidad, un eco filosófico, no importa el cuento, ensayo o jugarreta narrativa, siempre es Ribeyro mismo quien se va desmadejando.
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