Recién duchada, con su largo cabello negro aún goteando y una remerita negra que transparenta el borde de sus pechos, Lorena se acomoda en su escritorio, vierte agua caliente en su mate y continúa leyendo muy concentrada un libro de Claudio Ferrufino-Coqueugniot.
Desde el otro lado de la habitación, frente a una gran ventana por donde se cuela un sol desteñido y la sombra trémula de un encino joven, me dispongo a escribir sobre un conjunto de temas que venía masticando desde hace meses o años. La ausencia de sincronía entre los sentimientos de una pareja, la mutabilidad de los intereses, la biología superponiéndose al amor, el amor como un mero holograma motivador de la biología, el resentimiento como el poderoso motor de una vida carcomida por la humillación y el desengaño. Intento darle forma de novela, aunque la verdad es que aun no tengo idea hacia dónde me dirijo.
Tras avanzar un fragmento introductorio y un largo diálogo cierro los ojos y subo el volumen al soundtrack de The Straight Story. Sé que lo que escribo carece de solución, que no hay forma de llegar a un consenso. Trabajas con sentimientos, con pasiones, con amebas cocainómanas deslizándose por ríos de lava. Pero un narrador puede meterse en las patas de los caballos sin pretender salir indemne, menos aun victorioso de algo.
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