El canon literario chileno

Dice Eloy Martínez que un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura. Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. 

Si esto lo trasladamos a Chile, es posible que nos encontremos en principio con un yermo literario apenas habitado por siluetas distantes que van desapareciendo inefablemente. En Chile se lee poco, nuestra intelectualidad es escasa, y el respeto hacia ella o hacia sus creadores es más insignificante que simbólico. De buscar libros para releer ni hablar. Aunque quizá Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, o la Epopeya de las comidas y bebidas de Chile, de Pablo de Rokha, provoquen una relectura en una lluviosa tarde invernal. O quien sabe si las Residencias nerudianas o los cuentos de Baldomero Lillo o Coloane no generen la necesidad de volver a transitar por una excelsa experiencia estética. 

Y qué decir de los pobres colegiales que deben leer y releer cuanta basura se les dicte desde el ministerio. Las imposiciones curriculares no suelen ayudar mucho. Obligar a un muchacho a leer una obra de calidad y relevancia discutible, y calificar autoritariamente su nivel de comprensión, es como manguerear a un gato. Difícilmente el muchacho volverá a acercarse por si mismo a una instancia asociable a una forma de tortura.

Hemos de dejar en claro que un canon no se impone, sino que apenas se plantea como una solitaria mirada en medio de un contexto histórico plagado de incertidumbre. Consideremos, por consiguiente, que tanto la mirada como el contexto irán cambiando, aunque quizá no al mismo ritmo. Y es muy probable que en algún momento la mirada se anquilose, ya por convicción profunda, desdén por lo nuevo o senilidad reflexiva. 

Para facilitar (o dificultar) el conocimiento de la historia literaria chilena ciertos académicos o pontificadores de periódico (habitualmente muy conservadores) han incorporado a nuestros creadores en períodos y generaciones que poco dicen de sus obras individuales. Hemos, por tanto, de sacarnos de encima tan inútiles categorizaciones para emprender un nuevo y desprejuiciado viaje hacia cada obra.

Literariamente Chile es complejo, plagado de subrepticias patadas en las canillas. Reflexivamente siempre ha estado en pañales. Todos se conocen y nadie está dispuesto a asumir el costo de decirle a otro que no escribe precisamente maravillas. Más que construir calidad literaria, se suelen superponen amistades o confianzas surgidas en medio de la precariedad económica, del quejumbroso ocio de cierta burguesía universitaria o de una bohemia sin demasiadas perspectivas, y siempre mirando al norte, a Manhattan, Paris o Londres. Nuestra débil cultura ha orbitado en torno a Europa, ya sea explícita o soterradamente, en la superficie o en el trasfondo, y habitualmente en ambos estadios. Lo genuino se desvaloriza, se invisibiliza, pues nos queremos poco, nos desdeñamos como creadores, como si el paraíso intelectual siempre estuviera más allá de nuestras narices. Sólo vean la basura televisiva trasplantada del extranjero que apenas maquillan nuestros guionistas lameculos. 

De esta forma, y en un esfuerzo para hacernos más conocidos, nos hemos habituado a difundir coloridos chamantos literarios para entretener al ocioso anglosajón, o le embutimos forzados anecdotarios folclóricos para llamar su atención, para entusiasmarlos a comprar nuestras obras, a hablar de nosotros, los simpáticos indiecitos. Pero la obra auténticamente reflexiva, local, a ras de suelo, no ha visto la luz casi nunca. Al menos no más allá de un minúsculo grupo de comprensivos diletantes.

La selección de este canon es inevitablemente arbitraria, sujeta a los intereses literarios, estéticos y filosóficos del momento en que escribo estas líneas. 

Hoy, tras muchos años creando, me planteo este escrito como una contribución a la gran tarea de rescatar la memoria literaria, de hacerle justicia a los escritores que van cayendo en el olvido, enterrados en la tumba sin nombre de polvorientos anaqueles anónimos, destinados a ser combustión para el frío, comida de polilla, alzheimer de la nostalgia o ladrillo oblicuo de vertedero.

No puedo dejar de considerar los tres criterios de grandeza utilizados por Harold Bloom para exaltar la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría. Enlazado a los tres va la controvertida originalidad, la nota levemente distinta que distingue a una voz de otra.

Las modas no pueden entrar como Pedro por su casa a engrosar un canon, menos aún los recurrentes encumbramientos de las poderosas oligarquías conservadoras que, al menos en Latinoamérica, imponen criterios en cada aspecto de la vida cotidiana. Relevancias pasajeras y oportunistas, más tendientes a preservar privilegios, a justificar perversos ordenamientos sociales, a alejar la verdadera crítica socavadora.

La columna vertebral del canon chileno no podría prescindir de Neruda, De Rokha, Mistral y Huidobro. Monstruos literarios que se sustentan por sí mismos en ciertos aspectos de sus obras.

Tampoco podrían estar ausentes los poetas Carlos Pezoa Véliz, Juan Luis Martínez, Armando Uribe y Jorge Teillier. Este último más como un tierno efectista estético, un prosecutor de Trakl y Esenin en el confín del mundo. Leido y releído con gran entusiasmo por generaciones de jóvenes necesitados de belleza poética. Y por cierto, el gran Raúl Zurita, el pillán Elicura Chihuailaf, y la enternecedora Stella Díaz Varin. Personalmente, impongo o sugiero a los poetas Rolando Cárdenas y Sergio Hernández. 

En narrativa, tenemos una pequeña aunque bien montada armada, Manuel Rojas, Federico Gana, Carlos Droguett, Juan Agustín Palazuelos, Enrique Araya, Jenaro Prieto, José Santos González Vera, José Donoso (como cronista, memorialista, reflexionador literario y ficcionador), Enrique Lafourcade, María Luisa Bombal, Jorge Edwards, Francisco Coloane (un pequeño Jack London en el sur del mundo) y Baldomero Lillo. Tampoco pueden omitirse Vicente Pérez Rosales y Luis Orrego Luco. Debo reconocer mi ignorancia respecto a la obra de Diamela Eltit, pero lo iré corrigiendo y hasta pediré disculpas públicas por no haberla leído antes.

Los escritores asociados al Partido Comunista o al socialismo histórico, no han sido beneficiados con el entusiasmo difusor de los grandes medios chilenos, pertenecientes en su totalidad a la más recalcitrante  extrema derecha. Afortunadamente, el pie forzado del anticomunismo no forma parte de mi forma de reflexionar. Por ello agrego desde aquí a los baluartes literarios de la izquierda dura: Volodia Teitelboim, José Miguel Varas y Nicomedes Guzmán. La obra de este último incluso formaba parte de los planes escolares hasta el gobierno de Salvador Allende. Tras el golpe militar desapareció de las escuelas para nunca regresar. Y llegado a este punto, no incorporar a Germán Marin sería un total despropósito. 

Personalmente quisiera agregar a notables cronistas o ensayistas o aglutinadores de conocimiento como Alfonso Calderón, Roberto Merino y Joaquín Edwards Bello. Pienso que al menos deben estar adscritos al canon, aunque sean poco leídos. Y quizá una rareza como Miguel Serrano. Y hasta el crítico literario Hernán Díaz Arrieta. Junto a ellos, y si la paciencia de mis lectores no está suficientemente estirada, concédanme la inclusión de Daniel de la Vega y Fernando Santiván. He disfrutado mucho con sus retratos de época.

Pero me faltan los dramaturgos. Varios de ellos de altísimo nivel partiendo por Antonio Acevedo Hernández, y sumando en el camino a Juan Radrigán, Egon Wolff, Luis Rivano y Ramón Griffero, junto a varios más que se me escapan en este momento. Una potencia mundial en esa área de la creación.

También me falta la rica camada surrealista que posee méritos para un canon autónomo, así como la nueva narrativa, la narrativa histórica, y los historiadores clásicos, que tienen representantes de peso crucero que tumbarían desprevenido al mismo Steinbeck.

Debo explicar, asimismo, por qué tengo objeciones respecto a Roberto Bolaño. Aunque podría llegar a darle el pase. Me falta sin duda leer toda su obra para hablar en justicia. 

Respecto a Nicanor Parra, sé que debería estar, tiene abundantes lectores y relectores, sobretodo entre los funcionarios de los sucesivos gobiernos progresistas, y entre cierta muchachada cervecera poco instruida literariamente. Lo he ido leyendo a cabalidad y convenciéndome de su genuina grandeza. Durante mucho tiempo me aquejó algo siniestro respecto a su obra. Como que no le creía, y hasta llegaba a pensar que su obra era fruto de su incapacidad poética. Es decir, era una reacción, una obra por defecto, un resentimiento travestido de burla. Hoy me empiezo a desdecir con humildad amparado en un conocimiento profundo de su obra.

(Texto en construcción)


La historia está mal estibada

Leemos Perplejidades de fin de siglo de Mario Benedetti. Las tropelías que mancillan la dignidad humana, la dignidad de los más pobres, o de los que creyeron y siguen creyendo en la preponderancia del humano generoso. Pero es tan difícil. La historia está estibada hacia el lado contrario. Es una tarde apagada, el sol se envolvió temprano en un manto de nubes grises.

La biología superponiéndose al amor

Recién duchada, con su largo cabello negro aún goteando y una remerita negra que transparenta el borde de sus pechos, Lorena se acomoda en su escritorio, vierte agua caliente en su mate y continúa leyendo muy concentrada un libro de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. 

Desde el otro lado de la habitación, frente a una gran ventana por donde se cuela un sol desteñido y la sombra trémula de un encino joven, me dispongo a escribir sobre un conjunto de temas que venía masticando desde hace meses o años. La ausencia de sincronía entre los sentimientos de una pareja, la mutabilidad de los intereses, la biología superponiéndose al amor, el amor como un mero holograma motivador de la biología, el resentimiento como el poderoso motor de una vida carcomida por la humillación y el desengaño. Intento darle forma de novela, aunque la verdad es que aun no tengo idea hacia dónde me dirijo.

Tras avanzar un fragmento introductorio y un largo diálogo cierro los ojos y subo el volumen al soundtrack de The Straight Story. Sé que lo que escribo carece de solución, que no hay forma de llegar a un consenso. Trabajas con sentimientos, con pasiones, con amebas cocainómanas deslizándose por ríos de lava. Pero un narrador puede meterse en las patas de los caballos sin pretender salir indemne, menos aun victorioso de algo.

Mar boliviano


Bolivia quiere recuperar su mar, ese enorme litoral que perdió durante la guerra con Chile. Para ello busca apoyo en el mundo, expone sus puntos en los foros internacionales, restituye o impone aderezos marítimos a su cultura nacional y hasta lleva el conflicto al tribunal de La Haya. Desde Chile se masculla cierto disgusto, no poca incomodidad, pues parecemos un país agresor, un saqueador de territorios hermanos (aunque en cierto pretérito momento eso fue efectivo) Sin embargo, la tesis del gobierno boliviano es correcta en varios puntos, independientemente de los fines políticos internos que persiga Evo y compañía. Desde Chile siempre se abrió la posibilidad del mar, de un probable pasadizo, de una bahía soberana, de una forma de restitución, o al menos de avanzar en esa dirección. Bilateralmente por cierto. Sin la intromisión de terceros paises u organizaciones internacionales. Era la única condición chilena. Si hasta el colilarga de Pinochet les quiso intercambiar territorio. Eran los días de Banzer. La amistad entre milicos preponderaba en América Latina, aunque nuestro alcohólico almirante Merino tratara a los bolivianos de auquénidos metamorfoseados y los crueles chistes de hombres rana buceando en el altiplano hicieran estallar de risa al generalato austral.

Pero los dos últimos gobiernos chilenos le dieron la espalda a la histórica demanda boliviana. El oportunista Piñera cerró la puerta y Bachelet le puso candado. Lo de Piñera era comprensible. El megalómano ex presidente no quería ser recordado como un cercenador de nuestro esmirriado territorio. No quería su futura estatua manchada con tinta de concesionista o traidor. 

Bachelet, en cambio, se aferró a una nueva postura, la de negarlo todo (aunque en su muy oculto corazón panamericanista anhelara lo contrario). Para ello puso a un duro en su cancillería, a un hombre de hierro como Heraldo Muñoz, para no abrir otro flanco de conflicto, porque necesitaba concentrar energías en su reforma tributaria y educacional. Al final ninguna de sus reformas ha sido muy efectiva. Los más ricos siguen con la servilleta puesta, eludiendo y concentrando riqueza, y la agobiada clase media le sigue pagando las malandanzas a la clase política, especie de onerosos espadachines de la oligarquía económica. ¿Y la educación? Pues no es ni será gratis en mucho tiempo. Quizás nunca. De tanto parchar lo andado, de tanto conceder calmantes al empresariado llorón, la reforma ha quedado casi igual a lo que había antes de toda esta alaraca.

Chile es una banana podrida

Chile huele a banana podrida. Sus instituciones, su parlamento. Qué decir de la oposición. Es la que peor huele. Nadie quiere perder la oportunidad de embolsarse unos millones extras, de carnavalear electoralmente con fondos públicos. Las triangulaciones, los contubernios, las colusiones de precios, los delitos económicos de alta complejidad, son parte de la receta chilena. Para algo teníamos que ser buenos. Robar y robar y seguir vistiéndonos hacia el exterior de país serio, trabajador, honorable. Si tan solo vieran a nuestros abuelitos muriéndose de hambre con sus pensiones ridículas, con las farmacias y supermercados mordiéndoles las verijas, o más bien la dignidad. Si vieran todo lo que alcanza con nuestros salarios mínimos. Con lo que gana la mayoría. Se reirían de sonrisa triste, y de asombro, porque aquí todo es tan caro, la América más cara en el confín del mundo, justo donde todo se resquebraja, o se inunda, o desaparece.
Mientras tanto, el timón político sigue su ruta indeleble hacia la extrema derecha. Aunque un socialismo inepto, o quizás debilucho, sonría desde palacio. 

Inmoral

Soy un ser inmoral. La estética es mi fin, la seducción es mi medio, la mente de Cormac McCarthy, mi infierno.

Álamos amarillos


Los álamos se empiezan a vestir de amarillo. La hierba reseca tiembla con el viento de marzo. Un celeste cian se apoderó del cielo y un azul índigo de las montañas. No hay nubes ni bancos levitantes de niebla matinal. Lugareños descontentos han formado un piquete en el camino a la construcción de la gran represa. Los bulldozers esperan a ambos lados de la ruta cortada. Los ingenieros, encerrados en sus camionetas, bostezan aburridos o se entretienen con sus celulares, mientras el obreraje se distiende en los bares del pueblo. El silencio transitorio lo doblegamos con melodías de Joe Hisaichi. Lorena lee en voz alta a Herta Müller. El hombre es un gran faisán en el mundo. Frases breves, colores, precariedad, sobrevivencia. Recojo una manzana verde y la rebano con fruición. Es la primera de la temporada, la primera que le escamoteo a las ovejas. Los duraznos febrerinos ya casi se acaban, las peras caen agujereadas por las avispas y la zarzamora se deshidrata sin que nadie tenga el tiempo de tomarla. El relevo frutal ha dado paso a las manzanas rojas y membrillos lúcuma. La abundante uva se ha ennegrecido aunque a su dulzor aún le faltan días de sol. 

Grietas en la memoria literaria


33 grados. Caen pavos asados desde un cielo azul cerúleo. Una disquisición inconducente se me escapa de las manos. Richard Ford y Milan Kundera, ambos reflexionadores literarios avezados, hurgan en el sentido de la creación desde veredas distintas. Ford desde cierta imposibilidad teórica, desde cierto resentimiento hacia el academicismo, parece llegar igual, aunque de un modo distinto, a las poco frecuentadas orillas de la gran conjunción teórica donde con tanta destreza se maneja Kundera. Flores en las grietas, de Ford, es una secuencia de pequeñas heridas del alma, de recuerdos, pareceres, cotidianeidades y simplezas, que por la exactitud y honestidad de la forma pareciera llegar muy lejos. En la mitad del libro asoma Carver, y desde entonces Ford lo hace caminar junto a él. La admiración es el sine qua non del afecto. Los testamentos traicionados, de Kundera, aclara, paso a paso, lo que parecía inaclarable. Se enderezan paradojas o se ponen al trasluz. La historia es una habitual injusticia. Ni Kafka ni Musil ni Gombrowitz enmendaron el rumbo novelístico que sus obras merecieron enmendar. Los descubrimientos de sus obras fueron tardíos, como super civilizaciones extintas de las que nadie tuvo noticias en su época de oro.

Ayotzinapas y olvidos

Amanece lloviendo. Nubes grises palpan las laderas bajas. Dios regará los huertos durante esta jornada. Ha muerto el Chavo del Ocho, de muerte natural, y los medios se solazan desplegando sentimentalismos nostálgicos. El gobierno de México debe respirar aliviado pues la muerte no natural de los 43 de Ayotzinapa desaparece milagrosamente de los titulares. Hace algunos años, otra muerte y otro olvido en Ayotzinapa. El profesor rural Lucio Cabañas, guerrillero y líder, junto a Genaro Vázquez, de la brigada campesina del Partido de los Pobres. Cazado en Octal, apagada su voz, su fusil, su memoria.

La Teletón chilena despliega su circo awevonador, fascistoide, verdadero lavatorio de Pilato donde el gran empresariado se lava las culpas de la explotación. Y de paso se atiborra los bolsillos. La historia de la infamia sigue su curso. Podría brindar por lo que no están. Por algunos. Por los 43.

Inamible


Crecí escuchando esa palabra. Mi abuelastro Ramón, veterano policía fronterizo, solía repetirla entre carcajadas. Quizá porque sentía cercano ese mundo narrado por Baldomero Lillo, donde la escasa preparación de los funcionarios era un asunto recurrente. La palabra "inamible" no existe más que en el cuento homónimo del autor lotino. Inventada apresuradamente por un guardián de bajo rango para justificar un procedimiento absurdo, genera un entuerto creciente que involucra a oficiales, prefectos y jueces. Todos timbrando y dando curso al parte inicial para evitar la evidencia pública de la propia ignorancia.

Mala onda con Fuguet


Transcurría el invierno del 96. Un invierno aterradoramente frío y seco, como suele ser esa estación en Santiago de Chile. Nos reuníamos en un bar del barrio Club Hípico con los poetas y pintores de Sara Bell y Derrame, dos agrupaciones de escritores y artistas que se cortejaban y que tenían integrantes con camas y petacas en ambos lados. El bar lo atendía un viejo poeta devenido en alcohólico. Bebía todo el día, y como se entusiasmaba con nuestras charlas, traía trago gratis y se sentaba con nosotros, descuidando al resto de los comensales.

Con unas cervezas en el cuerpo, era usual que nos enfrascáramos en pugilatos verbales sobre temas pictóricos o literarios. Extrañamente, la política no era una invitada recurrente. El que sí se hacía siempre presente, al menos por mención, era el escritor Alberto Fuguet. Ese año acababa de ser publicada su segunda o tercera novela, Tinta roja, y los muchachos, que estudiaban mayoritariamente periodismo, debían leerla por obligación, y más encima elaborar un extenso paper sobre la obra.

Eramos muy pedantes, lo reconozco, y en medio de esa fastuosidad de grandes ideas y escritores y poetas rebuscados, el estilo aparentemente simplón de Fuguet era como comer ají por accidente.

La contienda siempre era desigual, por cuanto los atacantes eran multitudes que se iban renovando periódicamente, y los defensores no más de tres chicas, siempre las mismas, y que lo defendían más bien como abogadas defensoras de juzgado, porque alguien tenía que defender al pobrecito.

Yo intervenía sin saber demasiado, aunque dando a entender que sabía mucho. Como era aún más arrogante que ahora, imponía la solemnidad de un sacerdote infalible que daba una sentencia definitoria, habitualmente poco favorable al escritor Fuguet.

Mi afán de aquellos días eran más bien las mujeres, todo el exquisito arcoiris femenino de piel y cabello. Morenas, blancas, cholas, ricas, pobres, jóvenes, mayorcitas, locas, neuróticas, arribistas, silenciosas, sumisas, sádicas, incultas, mentirosas o letradas. Me consideraba a mí mismo como un minucioso antropólogo especializado en todo lo concerniente a las mujeres. Pero esto no tiene nada que ver con lo que estaba contando.

Aldo Alcota, el más grande pintor surrealista chileno, afirmaba con elocuencia que Fuguet era una vergüenza nacional, que sus libros perfectamente los podría haber escrito un deficiente mental y que había que quemarlos porque estaban infectando la cultura chilena y latinoamericana.

Yo asentía, porque con Alcota borracho había que asentir, y además no podía dejar de manifiesto que de Fuguet sólo conocía el nombre.

A medida que las botellas de cerveza se iban vaciando y que el barman alcohólico traía nuevo combustible, las groserías que emanaban de esta manga de borrachos se tornaban irreproducibles. Pero eran mis amigos, y yo me sentía dichoso con ellos, estuviera o no estuviera de acuerdo con sus juicios.

Muchos años más tarde empecé a leer con atención, y sin que nadie me lo recomendara, las crónicas periodísticas de Fuguet. Me pareció un tipo informado, lúcido, un buen reflexionador literario, que lograba condensar su enorme bagaje cultural en artículos compactos y sobretodo útiles, pues, a diferencia de la mayoría de los articulistas, Fuguet aportaba datos claros y precisos.

Más adelante me he acercado de a poco a sus letras, por lo que hoy tengo cierta base como para reconocerle su afán experimental, su genuina innovación en la forma y su incorporación de coloquialismos y coprolalias creíbles a las letras chilenas.

En definitiva, siento que su obra, al menos la de su primera etapa, es una instantánea histórica, quizá la mejor, de una época oscura y lánguida, como lo fue el epílogo del gobierno de Pinochet y el advenimiento de una democracia timorata que no se atrevió a tomar cartas serias en ningún asunto.

Santos inocentes

El agua del deshielo se desliza valle abajo con caudalosa constancia. El río Ñuble y los esteros de piedra parecen desaguaderos de dios. Pienso en las promesas de la última campaña presidencial diluidas en el caudal de contradicciones que aqueja a la sociedad chilena. Educación gratuita, reforma tributaria, salud extendida, acorte de rienda a las isapres y un severo correctivo a las afp. Poco se ha logrado. No dudo que algunos de los muchachos que están en el gobierno tienen buenas intenciones, y de verdad pareciera que hacen todo lo posible por avanzar, por destrabar, por romperle siquiera algún cerrojo a nuestra estructura económica tan vergonzosamente injusta. Pero en el intento se lo comen los cocodrilos de la prensa controlada, las hienas mentirosas de la extrema derecha, el egoísmo integrista de la banca, la ciudadanía impaciente, el cálculo incomprensivo de la extrema izquierda, y pasan indefectiblemente a engrosar la inacabable lista de inocentes caídos en desgracia.

Cristobal Colón, el devoto cristiano


Cristobal Colón (en español), Cristoforo Colombus (en italiano), Christopher Columbus (en inglés) o Christophorus Columbus (en latín) (su origen sigue siendo una total confusión) fue hasta hace pocos años uno de los más grandes personajes de la historia colegial. 

Hoy se ha avanzado en el sentido de degradarlo al menos hasta una condición de saqueador. En la historiografía fue reemplazado el concepto "descubrimiento" por "conquista" o "invasión".

Varios países han cambiado el nombre con que se conmemora este hito histórico o simplemente han dejado de celebrarlo.

Lecciones informales de ópera

Mientras trabajaba de archivero en el hospital nacional de la policía chilena, aprovechaba ciertas ocasiones en que un viejo transistor quedaba desguarnecido y lo sintonizaba en una emisora de música clásica.

Algunos de mis colegas y oficiales de rango superior pasaban muy apurados frunciendo el ceño por tener que soportar eso que para ellos era un ruido molesto. Usualmente era ópera, y si era viernes por la tarde, con la ansiosa alegría del término de la jornada, daba pie para que algunos de esos bellacos imitaran las voces de las sopranos, mezzosopranos y tenores en un divertido juego coral. Como buenos chilenos de clase baja, solían tener la voz de pito y no era demasiado el esfuerzo que debían hacer para cantar como divas gangosas. 

Uno de los muchachos más jóvenes, hijo de un sargento, se caracterizaba por su agresividad oblicua, pues nunca hablaba directamente, como si aventara descalificaciones y garabatos hacia la muralla entendiendo que estas rebotarían e irían a parar a tu orgullo. Pues él me espetó, o más bien espetó a la muralla, que esa era música de ricos y que yo no era más que un simple archivero tirado a grande. 

A pesar de ese extraño ataque proseguí con mis extraoficiales clases introductorias al bel canto para esos expertos en miseria humana, hasta que alguien me denunció por ser un subversivo infiltrado y me echaron con viento fresco.
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