Mientras trabajaba de archivero en el hospital nacional de la policía chilena, aprovechaba ciertas ocasiones en que un viejo transistor quedaba desguarnecido y lo sintonizaba en una emisora de música clásica.
Algunos de mis colegas y oficiales de rango superior pasaban muy apurados frunciendo el ceño por tener que soportar eso que para ellos era un ruido molesto. Usualmente era ópera, y si era viernes por la tarde, con la ansiosa alegría del término de la jornada, daba pie para que algunos de esos bellacos imitaran las voces de las sopranos, mezzosopranos y tenores en un divertido juego coral. Como buenos chilenos de clase baja, solían tener la voz de pito y no era demasiado el esfuerzo que debían hacer para cantar como divas gangosas.
Algunos de mis colegas y oficiales de rango superior pasaban muy apurados frunciendo el ceño por tener que soportar eso que para ellos era un ruido molesto. Usualmente era ópera, y si era viernes por la tarde, con la ansiosa alegría del término de la jornada, daba pie para que algunos de esos bellacos imitaran las voces de las sopranos, mezzosopranos y tenores en un divertido juego coral. Como buenos chilenos de clase baja, solían tener la voz de pito y no era demasiado el esfuerzo que debían hacer para cantar como divas gangosas.
Uno de los muchachos más jóvenes, hijo de un sargento, se caracterizaba por su agresividad oblicua, pues nunca hablaba directamente, como si aventara descalificaciones y garabatos hacia la muralla entendiendo que estas rebotarían e irían a parar a tu orgullo. Pues él me espetó, o más bien espetó a la muralla, que esa era música de ricos y que yo no era más que un simple archivero tirado a grande.
A pesar de ese extraño ataque proseguí con mis extraoficiales clases introductorias al bel canto para esos expertos en miseria humana, hasta que alguien me denunció por ser un subversivo infiltrado y me echaron con viento fresco.
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