Las navidades siempre son tristes

Las navidades siempre son tristes. Y los años nuevos. Es decir, pueden parecer alegres. Hay nerviosismo en el ambiente, y cierto malhumor, pues las cosas no suelen andar con la precisión presupuestada. Te duchas con agua fría al caer la tarde para sacarte el agobio del calor decembrino. Te secas frente al espejo. Escudriñas tus formas. A tus 40 años no has dejado de ser un bello ejemplar sudamericano. Tienes el mismo cuerpo de hace 20, la misma tersura, la musculatura rebosando juventud, piernas de montañés, brazos de boxeador, pechos de nadador, pero tu rostro no es exactamente el mismo. Hay grietas de melancolía extendiéndose como enredaderas por tu expresión. Tu boca pasó de la perplejidad al disgusto y de ahí al cinismo y tu mirada parece cobijar 300 años de soledad. Te acomodas tu enorme pene de toro dentro de tus calzoncillos de puto, te pones la camisa que te regalaron la navidad anterior y que no quisiste usar en todo el año. Bebes algunas copas. Brindas por la bienaventuranza de cada hijo de perra de este planeta, y de verdad que en esos minutos lo haces sinceramente. Que a todos les vaya bien y que se hinchen menos las bolas los unos a los otros. Sigues bebiendo cuando los brindis se han acabado. Miras los cuadros de la pared, fotos de gente muerta, de niños que hoy son adultos, el calendario descolorido del año que se va, la nitidez del que está llegando, algunas porcelanas baratas, copas abandonadas con restos de espumante, viejas trajeadas acomodando ensaladas, tipos maduros violando con la mirada el culo de alguna adolescente, vacías tu copa una y otra vez, hasta perder la cuenta. Llega la madrugada y las personas se dispersan. Quedan luces de colores parpadeando junto a los ventanales. Te preguntas sobre lo que acaba de suceder. Esos saludos, la expectación de tantas semanas previas decantando en esa cena desabrida, en esas cortesías hipócritas, esos malditos obsequios, la levedad, sobretodo la levedad, piensas en eso sin hilvanar ninguna lógica, meras convenciones como plumas holográficas que no aterrizan nunca, como si diera exactamente lo mismo si todo eso no ocurriera. ¿Es que alguno de esos homúnculos fue objetivamente feliz durante al menos una fracción infinitesimal, o siquiera percibió lo que hacía, dónde estaba, lo que pretendía? Adelantas conclusiones. Piensas que la felicidad no está sujeta a la ley de gravedad, que no se aviene con el día ni la noche, que es escurridiza y se esfuma disgregada, como globos multicolores en estampida. Estás muy borracho. Los pensamientos se te meten a un callejón oscuro. Necesitas un café urgente.

De verdad puedes intentarlo todo, muchacho, pero siempre el corazón recibe estocadas a mansalva, dagas de hielo que atacan desde la nostalgia, desde lo que no hiciste y pudiste hacer, el estrépito de copas reverbera hacia un pasado quebradizo, es un vitral, muchacho, hay colores que ni siquiera son manchas, formas que ya no significan mucho, quisieras una tregua, unos minutos, como en el basquetbol, para repasar lo sucedido sin que las cosas sigan cambiando, pero ante cada aliento el mundo ya es distinto.


Imagen: 'Glade Jul' by Viggo Johansen, 1891.

Esa cosa llamada amor

Ese tema ineludible. La superposición de mis yoes altaneros lo ha arrinconado hasta convertirlo en una mentira cultural, en un aderezo biológico, en filosofía de borrachos odiosos. Invento adjetivos para denigrarlo, le lanzo rayos fulminantes, sarcasmos infames, pero no lo puedo destruir. Tolstoi lo expone sin salvarlo, como un accidente doloroso, un enrevesamiento de la circunstancia, un paso en falso con zapatitos de charol sobre un río de cocodrilos. Chéjov no mejora las cosas exacerbando la melancolía, la desazón, la opresión en el pecho en estos largos días de diciembre.

Releo a Richard Ford, a Bashevis Singer, a Nabokov, y compruebo que el tema sigue ahí, mutando de necesidad a cinismo, de encantamiento a agobio, de ilusión a despecho, de expectativa a tristeza.

Volver a los viejos

A ratos me hundo en un pantano de precariedad. Cómo cuesta sobrevivir en este fin de mundo. Porque de comienzo no tiene nada. Días de sudor inútil disuelto en migajas. Tanto ir y venir para tan poco. Ni siquiera se trata de ferocidad capitalista o desprolijidad socialista. Es la condición humana la que entreteje los hilos de la injusticia y donde el exceso de ética actúa en contra de los que anhelamos cierta igualdad. Yunque de veinte mil libras adherido al espinazo que te ralentiza, que te agobia, que te desploma, y del que no te puedes deshacer. Mis letras se están quedando dormidas antes de ser escritas y eso no deja de preocuparme. Es como un stand by creativo. Todo ocurre en mi cabeza, a tiempo completo, pero no quedará registro de ello. La tierra se reseca en diciembre. Los saltamontes huyen de las gallinas. Las cerezas ennegrecen y resecan sin que nadie tenga tiempo de tomarlas. Ayer pasamos un mal rato. Casi un asalto a mano armada por una banda de lumpen proletarios dispuestos a todo. Una forma violenta de lucha de clases que reemplaza las antiguas formas. El resentimiento les salía por narices y orejas. Cuchillos y pistolas a la vista. Y en cierto modo tenían razón. La prepotencia empresarial no se ha actualizado. Provoca y humilla sin reparar en las consecuencias. Y esta juventud obrera, casi analfabeta, anárquica, indolente, banalizada con chatarra capitalista, no es más que una plaga de flojos engreídos que te escupen en la cara sus derechos mientras se liman las uñas y escuchan reggaetón a todo volumen. Debes volver a los viejos, a la generación sacrificada, para encontrar cierta tenacidad, honor y respeto. O al menos para mover la pala de un sitio a otro.

Fotografía: Tina Modotti, Manos de campesino.

Telégrafo descompuesto

He pensado escribir una nueva novela. Lo anterior, lo que he ostentado como novelas, no son más que notas sobre la vida. Notas arbitrarias, plagadas de prejuicios, armadas de revanchismos, existencialerías con tufillos pedantes que me dejaron contento solo un rato, como si hubiese ganado una batalla liliputiense o como si hubiese presumido mi poderío militar en una callejuela de Corea del Norte. Algo descabellado por donde se le mire. 

El problema es que me falta tiempo. Me duermo en las noches sobre el teclado y en los amaneceres, antes de irme al trabajo, tiro un par de líneas a las que luego les pierdo el tono, el ritmo, el cariño, y ya no vuelvo. Soy un telégrafo descompuesto, con los cables cortados en pleno desierto, y no sé por qué persisto. 

A veces intento grabar mi voz narrativa en medio de la faena, pero me habla un compañero, un amigo, tipos que me estiman o me tienen bronca, y la grabación apenas alcanza a registrar un suspiro moribundo.

Apuntes sobre el fracaso

Los días siguen pasando como cuervos desorientados sobre el desierto de Atacama. No hay nidos propios ni ajenos esperando. No hay mazorcas ni oasis donde beber agua fresca, donde avizorar pasado y futuro. A veces vuelvo sobre mis pasos narrativos. Decir literarios me suena pretencioso, pues también puteo y maldigo y mando todo a la mierda, y eso es más habitual que la palabrería rebuscada. Mucho de lo escrito me resulta empalagoso. Algunos aciertos me salvan de la guillotina. Otros me hunden en el fango de los cerdos funcionarios. Lo relevante no se ha dicho y eso es cosa muy dura. No fui poeta por respeto a los verdaderos maestros, cortejé el fracaso como una moda trasnochada, pero me resultó muy cierta, degolladora, una pegatina que no se quita ni con cien duchas de ácido. Y aquí estoy, rumiando la posibilidad de mi propia existencia, con un espejo con Alzheimer que no me reconoce, que muestra un obrero, un mujik, una rata quisquillosa. Mi mirada se escabulle hacia los nudos de la madera inventando formas mutantes, evitando racionalizar tanta culpa, tanto tiempo perdido. Un calor seco enrarece la noche. El verano se desplomó sin paracaídas sobre el valle.  

Imagen: Heinrich Kley

Variaciones de un inmigrante

Veo películas sobre inmigrantes. Todos me llamaban Alí, de Fassbinder, y Es un mundo libre, de Ken Loach. Abundantes escenas de desprecio, desadaptación y nostalgia. Nadie parece realmente feliz. Los nativos escupen con la mirada al recién llegado. Lo humillan explícita y sutilmente. Sean negros, latinos o magrebíes. Los eslavos tienen al menos la ventaja de ser blancos, de no estar en la primera línea de la discriminación, pero igual extrañan su historia, su sangre, su sol, y  eso no resta agonía a su trashumar. Alí es especial. Un marroquí que cree en las formas. En el respeto. Percibe la bondad y la maldad sin que intermedie el idioma. Conoce a Emmi, viuda algo mayor que trabaja de limpiadora. Se protegen, enamoran y casan desatando el odio de la comunidad. Pero perseveran hasta lograr cierto respeto o comprensión, aunque esté apuntalado de cinismo. Basta para vivir medianamente en paz.

Desde que regresé a mi tierra no he dejado de sentirme un inmigrante. Fueron 30 años de ausencia que te refriegan con sorna los que hoy ocupan tu sitio. Ya no eres de este lugar ni de ningún otro, parecen decirte con sus muecas aviesas. Los viejos de mi infancia ya están muertos, los adultos son ancianos decrépitos, arrinconados, que sobreviven con una pensión estatal mínima que solo alcanza para un té roñoso y un pan pelado. Los niños de mi generación, los menores y algo mayores, realizan trabajos serviles, nadie alcanzó ninguna estrella. Los que tienen algo más, casi siempre heredado, pueden pisar más fuerte, rugir su camioneta a los que van a pie o en bicicleta o en auto destartalado. Pero no hay ricos, ni honrados ni intelectuales. Un anticomunismo grueso, ramplón, es la ideología predominante, quizá una forma de mantenerse amigado con los potentados de la provincia. Muchos evangélicos han despoblado la única iglesia católica. Los pastores se ven prósperos con tanta dádiva.

Brisa fría. Bancos de niebla en retirada. Caen pétalos blancos del manzano. Florecen peonias y magnolios.  La hierba parece crecer en cámara rápida, y todo es lo mismo de siempre...

Tan ancho y ajeno

A quien madruga dios lo ayuda, versa la fascistada empresarial, verdadera horda del talibanismo católico que impone su versión de la vida sobre estos descarrilados tunantes que a veces se las dan de escritores o simples alcohólicos.
Pero a mi no me ayudará ni dios ni el diablo ni ninguna gárgola proscrita de los universos de la libertad imaginaria. Así que para leer o escribir o siquiera pensar debo madrugar por mi mismo y para mi mismo, enterado de que Murakami hace lo mismo, o el odioso Nabokov, para quien dormir era una injustificable pérdida de tiempo.
Llevo días sin poder escribir o leer. Mi mente no me da para comer, sino mis músculos, mi fuerza bruta, mi obediencia mal pagada a los emprendimientos de otros que capitalizaron con formas oficialmente santas. El desgaste físico es considerable. Ahora entiendo por qué hay tan pocos obreros filósofos y por qué la basura televisiva es el atontador golpe de gracia que las oligarquías le dan a la clase trabajadora para que ni sueñe con sublevarse. He conocido buenas personas entre mis pares. Dioses descalzos de la buena intención, de la generosidad y la mala fortuna. Ya hablaré de ellos. Esto da para libro, para denuncia, testimonio, novela, para uvas de la ira de un nuevo siglo. 
Aun no amanece. En un par de horas debo volver a la hoz y el martillo. Estoy flaco como chichicuilote mojado y musculoso como Bruce Lee. Diciembre llegó con el verano a cuestas. Sol de fuego, cerezas negras, perros con la lengua afuera, madrugadas de poleos y rosas amarillas, murmullos de un río tempestuoso. Necesito la voz de otras mentes solitarias para perseverar. El hambre de Hamsun, las troterías de Gombrowicz. A veces recito de memoria ciertos pasajes de Trópico de Cáncer, o veo bajar de los cerros azules a personajes de Joseph Roth. Ellos vienen de vuelta. Yo no sé si voy o vengo. Meros juegos de mi mente para no morir de tristeza en este universo tan ancho y ajeno.

Imagen: Frutillares de San Fabián.

Síndrome Marty Mcfly

Lorena dice que me parezco a Marty Mcfly. Que no puedo resistir ante una provocación y por eso me meto en tantos problemas. Parece imposible que muchas cosas me dejen de importar. Vas muy solo, intentando de veras hacer tu propio camino hacia una especie de santidad reflexiva, pero en el camino ves cosas, las hueles, las oyes, recibes arañazos, zancadillas, palabrotas malintencionadas, o percibes asuntos que ni debieran concernirte, y vuelves, farfullando, a ladrar, a dar nuevos golpes, a esquivarlos, o recibirlos, y no puedes escapar, no puedes escapar, y la santidad se aleja porque se te acaba el tiempo y sigues sumido en esa guerrilla inútil...

Disolución de la memoria

Creo tener de mi lado la memoria. Religión chapucera, mentira íntima, para convencerme de que tengo algo de mi lado, pero la verdad es que ni eso tengo. La memoria me hace trampas, se esconde, se disuelve, cierra puertas con candado, palidece los colores, me cambia las reglas del juego, la contingencia emocional, los ánimos como zancadillas, los guantes de box, las magdalenas. 






Imagen: Bernard Buffet

El amigo de Kafka


Un borrego llama desesperadamente a su holgazana madre que dormita bajo los ciruelos. Ella, muy cansada tras el mastique matinal, no se toma la molestia de responder. Comienza enero y hace tanto calor en el valle de San Fabián que las alucinaciones de los caminos se alzan en multitudes. En la radio pronostican 42 grados para Llay-Llay. Nos sentamos bajo un parrón infranqueable a los rayos del sol. Lorena trae una bandeja con frambuesas frías y dos libros bajo el brazo. El más grueso es de Borges y habla de los dilemas morales de Nathaniel Hawthorne y de sus innumerables manuscritos inconclusos. Concordamos en que la obra maestra de Hawthorne es el cuento "Wakefield". Escruto el segundo libro. Tiene relatos de Bashevis Singer. Antes de que empiece mi lectura nos distrae una pareja de carpinteros que repiquetea en las ramas intermedias del viejo manzano. Bajo él, la Condesa de las Pulguitas, amarrada y furiosa, lanza tarascones a Ultrabook, el estilizado gato negro que la hostiliza. Leo en voz alta “Un amigo de Kafka” de Bashevis Singer. No me detengo ni para respirar. Es  una cascada de narrativa digresionista bien apernada a la cotidianeidad judío polaca. El amigo de Kafka es Jacques Kohn, un ex actor venido a menos, escritor fracasado, impotente, alcohólico y sin un céntimo. Afirma haber conocido muy bien a Kafka, incluso haberlo invitado a un prostíbulo para que se hiciera hombre. Pero Kafka era demasiado tímido y huía hasta de las putas. Sin embargo, "se enamoró locamente de una actriz pedante y melodramática, madame Tschissik. Cuando pienso que Kafka amó a aquel ser y lo hizo objeto de sus sueños, siento lástima hacia los humanos y sus ilusiones. En fin, la inmortalidad no es demasiado remilgada". Kafka no sabía ser judío, no sabía ser hombre, no sabía vivir. Levanto la vista. Lorena, siempre inquieta, escucha a su manera. Va y viene envuelta en su diminuto vestido floreado, deja ver su desnudez al trasluz, no lleva calzones, a ratos se ríe de quien sabe qué cosa, fotografía a los carpinteros, come albaricoques, espanta coliguachos y hasta me prepara mates amargos.


Batallón de fantasmas


Los días... los días... Temblor en la voz, en las manos, en los pasos dubitativos. Sientes vergüenza de no llegar. De no poder. De no volver. Morirás convencido que ninguna flor tiene nombre. Solo color, elasticidad ante la brisa, alegría del milagro sin tiempo. No se marchita el que ignora sus siguientes pasos. Me intuyo mariscal de campo perdido en la estepa sin un cuerno para llamar a la hueste, al batallón de amigables fantasmas que se disipan como nubes en retirada. Nadie vendrá a esta vida que asfixia, que aprieta, que conmueve. Nadie prestará su espada a una ortiga en un sembradío de mazorcas.

Fotografía: Jorge Muzam

Cualquiera diría

Escribes cosas raras, muchacho. Cualquiera diría que andas demasiado perdido, mezclando nueces con crustáceos antárticos o madreselvas con asesinos a sueldo. No faltará quien diga que tu vida ya está algo estropeada.

El descanso

 La niebla nocturna dio paso a la lluvia matinal y no hubo tiempo para guardar los maderos de pino. Tampoco los oréganos y albahacas, que por estar florecidos han quedado arruinados. Las montañas continúan ocultas y sólo a ratos una que otra nube se desplaza de lugar dejando ver un fragmento de bosque. Los perros, con sus pelajes mojados, se guarecen bajo las pataguas más tupidas y desde allí contemplan mansamente la lluvia. Los charcos reproducen su porción de cielo con las inevitables distorsiones del viento norte. Las hojas secas se amontonan junto a los cercos y algunas rojizas de liquidámbar se lanzan a navegar por las acequias. Las labores campesinas al aire libre se interrumpen hasta la siguiente escampada. Se encienden chimeneas y cocinas a leña, se ve algún partido de fútbol o se mira por la ventana bebiendo mates. Y al cuerpo, magullado y adolorido tras tanto trabajo bruto, se le da un breve y merecido descanso 

Fotografía: Jorge Muzam

Marioneta de Strindberg


Noche temprana en la cordillera andina. El viento norte silba su desenfreno colándose por rendijas y desniveles. Nuestra casa es un barco de adobe encallado en un mar seco. Arreglarla no tiene sentido pues fue diseñada al ojímetro por maestros chasquillas borrachos.

Mis botellas de alcohol siguen selladas. Mis cigarros se llenan de polvo. No he tenido que comprar café durante meses. A ratos me siento como una marioneta de Strindberg. Una marioneta con obituario en trámite. Cada paso cuesta un poco más. Sonreír es una convención de actores sin diploma. Las emociones un quintal de piedras sobre la espalda.

Dibujo: Franz Kafka


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