He pensado escribir una nueva novela. Lo anterior, lo que he ostentado como novelas, no son más que notas sobre la vida. Notas arbitrarias, plagadas de prejuicios, armadas de revanchismos, existencialerías con tufillos pedantes que me dejaron contento solo un rato, como si hubiese ganado una batalla liliputiense o como si hubiese presumido mi poderío militar en una callejuela de Corea del Norte. Algo descabellado por donde se le mire.
El problema es que me falta tiempo. Me duermo en las noches sobre el teclado y en los amaneceres, antes de irme al trabajo, tiro un par de líneas a las que luego les pierdo el tono, el ritmo, el cariño, y ya no vuelvo. Soy un telégrafo descompuesto, con los cables cortados en pleno desierto, y no sé por qué persisto.
A veces intento grabar mi voz narrativa en medio de la faena, pero me habla un compañero, un amigo, tipos que me estiman o me tienen bronca, y la grabación apenas alcanza a registrar un suspiro moribundo.
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