A ratos me hundo en un pantano de precariedad. Cómo cuesta sobrevivir en este fin de mundo. Porque de comienzo no tiene nada. Días de sudor inútil disuelto en migajas. Tanto ir y venir para tan poco. Ni siquiera se trata de ferocidad capitalista o desprolijidad socialista. Es la condición humana la que entreteje los hilos de la injusticia y donde el exceso de ética actúa en contra de los que anhelamos cierta igualdad. Yunque de veinte mil libras adherido al espinazo que te ralentiza, que te agobia, que te desploma, y del que no te puedes deshacer. Mis letras se están quedando dormidas antes de ser escritas y eso no deja de preocuparme. Es como un stand by creativo. Todo ocurre en mi cabeza, a tiempo completo, pero no quedará registro de ello. La tierra se reseca en diciembre. Los saltamontes huyen de las gallinas. Las cerezas ennegrecen y resecan sin que nadie tenga tiempo de tomarlas. Ayer pasamos un mal rato. Casi un asalto a mano armada por una banda de lumpen proletarios dispuestos a todo. Una forma violenta de lucha de clases que reemplaza las antiguas formas. El resentimiento les salía por narices y orejas. Cuchillos y pistolas a la vista. Y en cierto modo tenían razón. La prepotencia empresarial no se ha actualizado. Provoca y humilla sin reparar en las consecuencias. Y esta juventud obrera, casi analfabeta, anárquica, indolente, banalizada con chatarra capitalista, no es más que una plaga de flojos engreídos que te escupen en la cara sus derechos mientras se liman las uñas y escuchan reggaetón a todo volumen. Debes volver a los viejos, a la generación sacrificada, para encontrar cierta tenacidad, honor y respeto. O al menos para mover la pala de un sitio a otro.
Fotografía: Tina Modotti, Manos de campesino.
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