El descaro

Pilar Armanet, ayer ministra de Bachelet y hoy rectora de una universidad privada perteneciente al grupo Laureate, defiende a rajatabla el derecho a lucrar con la educación. Escucho ya sin mucho asombro sus argumentos mientras preparo mi desayuno.
Los casos de ex ministros y subsecretarios de la Nueva Mayoría que se han pasado al mundo privado son abundantes en mi país. Un día, como funcionarios, defienden muy ambigua y circunspectamente un modelo de desarrollo con aparentes tintes progresistas, y al siguiente, ya sin investidura, son los más implacables defensores del modelo privado.

La novela

Los claroscuros de la condición humana deben explayarse libremente en la novela. Dialogar, enfrentarse, desangrarse. Allí nos reconoceremos, tomaremos partido, nos avergonzaremos. Es la nube más alta de una época culturalmente rastrera. Allí las posibilidades creativas son presumiblemente infinitas. Allí las palabras se suelen agrupar en imágenes e ideas como hormigas psicodélicas con bandera anarquista. Allí el humor es la caballería de refresco y el conocimiento está provisto de botas saltarinas.

Infantilizados

Fue un viaje inventado, a pito de nada. Un oasis en medio del tráfago laboral, las levantadas de madrugada, el sol a cuestas. Lorena tenía que cobrar su salario en un Servipag de Chillán, y aunque podía ser cualquier otro día lo usamos como excusa.

Recorrimos el Jumbo, enorme supermercado donde se vende todo lo imaginable, desde langostas vivas hasta televisores de 60 pulgadas. No teníamos interés en comprar nada. No teníamos un plan de recorrido, solo caminábamos por inercia. Así llegamos hasta las estanterías de películas y libros. Eso nos atrajo. Clásicos de Orson Welles, música de Leonard Cohen, biografías de Salinger. Todo estaba perfectamente ordenado y a precio de remate. Ni una huella digital como testimonio, ni un alma a la vista, silencio sepulcral. Repasamos lo ofertable y leímos un rato. A unos metros de distancia estaban los best seller, la autoayuda, los videos de fitness y la música de moda. Los precios allí eran exponencialmente distintos, digamos diez o veinte veces más caros, y sin embargo estaba lleno de personas que llenaban sus carros con esa mercadería. 

La sección escolar estaba al medio, como fraternizando entre los dos mundos. Fue allí que vimos la enciclopedia que nos dejó embobados. Fue espontáneo. Simultáneo. Como si dos desafortunados personajes de Lemony Snicket encontraran un tesoro. Nos lanzamos a hojearlo. Más de mil quinientas hojas con la descripción minuciosa de cada área del conocimiento. Geología, arqueología, cartografía, botánica, astronomía... Nos sentimos transportados, reconocidos, infantilizados. Descubrimos sin quererlo que de niños fuimos exactamente iguales. Todólogos, filosofantes, aprendices de la magia de la vida, de la explicación y el sentido, escondidos en un armario o bajo la mesa, ganándole minutos a la represión de las formas, a la vulgaridad de la historia.

Carpinteritos de pecho blanco

Tal como en preámbulos otoñales anteriores, han llegado a visitarnos carpinteritos de pecho blanco. Se posan en el viejo manzano desde el amanecer y taladran obcecadamente durante varias horas. Metros más abajo  bebemos mate contemplando su faena. No parecen asustados. Probablemente son los mismos de otros años. Es decir que ya nos conocen y saben que somos monjes sin túnica armados apenas de un celular con cámara.

Atardeciendo

Romina despeja el pastizal que devora sus liquidámbar. Acarrea baldes con agua para refrescarlos, para involucrarlos en la plenitud del cambio estacional. Asoman tímidos, infantiles. Solo tienen algunos meses pero ya sus verdes claros mutan a naranjas brillantes y rojos purpúreos. Lo hace atardeciendo, cuando el furioso sol marziano ya no deja cicatrices. 



Los peores de Latinoamérica

Tuve asuntos que resolver en Santiago. Un par de exasperantes trámites. Mucho tiempo libre entremedio y ningún deseo de molestar a parientes o viejos amigos. Aproveché de recorrer librerías. Creo que visité todas las importantes, y hasta llegué a San Diego, a la librería de Luis Rivano, donde la encanecida figura de un barón de las letras chilenas se vislumbra al fondo de un museo libresco. No encontré muchas novedades y los precios me parecieron ridículamente altos, inalcanzables para el salario promedio de los chilenos. Un libro cualquiera equivale a un día y medio de trabajo. Y hasta tres si está de moda. Creo que no volveré a visitar una librería chilena en el resto de mi vida. Uno simplemente se va despidiendo de muchas costumbres y esta es una de ellas. 

Tarde me fui donde Claudio Rodríguez. En el camino fui maltratado por un chofer de microbus. O al menos lo intentó. No sabía de mi condición de doctorado en guerrilla urbana, en contrainsurgencia de pelotudos aleatorios. Claudio me esperó con cerveza fría. Hablamos de libros. Su amable esposa nos sirvió una deliciosa cena. Bistec y palmitos. Pan amasado recién horneado. Luego nos whiskeamos en el living. 

En mi segundo día fui al Normandie. Llegué a la hora en que empezaba Truman, protagonizada por Ricardo Darín y un perrito viejo. No podría decir que desperdicié el tiempo. La película es emocionalmente efectiva, bien armada, contenida en su dramatismo y hasta hilarante. Darín está soberbio. La escena con el hijo me golpeó bajo. Los días pasan y uno no acaba de resolver los temas importantes. Y el cardioscopio, pues, se puede atascar por mil razones.

Atardeciendo me encontré con Tito Cartagena, amigo recién llegado de Quito. Me habló de su hartazgo de Chile, de la mentira que nos envuelve, eso de creernos los mejores, los más bacanes, siendo en realidad los más rascas de latinoamérica, el exitoso reino de la desigualdad, de la inoperancia, de la corrupción solapada. Sin contar lo hoscos, ignorantes y vulgares que somos. Lo hipócritas. Lo racistas. Lo desleales. Lo rastreros. Como contradecirlo si yo pienso lo mismo. Nuestro escudo patrio debiese tener un maricón sonriente en lugar de esos bichos expiatorios. Cartagena me encaminó hasta Renca, donde los Zambitos, ex compañeros de Historia, me ofrecieron hospedaje y calidez humana.

Temprano resolví mi último trámite, compré café y Barros Luco a la pasada y me encaminé al terminal de buses. Me subí al primero que encontré. Me senté al final esperando no ser molestado. Dormité hasta Parral. Soñé con muchas épocas, con otros mil viajes realizados por razones tan distintas. Tras espabilar leí un par de artículos de José Donoso. La distorsión significativa de Isaac Babel y los buenos primeros tiempos de Steinbeck. Luego contemplé los interminables maizales, los podadores de cerezos, los despastadores de arándanos. Romina me esperaba con el almuerzo a punto. Arroz blanco, papas salteadas, tortillla de atún, lechugas en vinagre de miel. Brindamos por el reencuentro con un vino tinto de Portezuelo.

Rostro

Mi rostro muta camaleónicamente. A veces parezco de treinta y ocho. Lozano, entusiasta, atractivo para ciertas mujeres intelectuales, o para las desengañadas de la vida, esas que no esperan mucho, o que han comprendido con profundo dolor la injusticia sentimental del circo biológico. En otras parezco de 45, perdido en un galeón español a 50 mil pies de altura, incomunicado por los fiscales del demonio, sin una lectura, sin un cepillo de dientes a mano. Cada tanto subo a cincuenta, a cien, a doscientas nochebuenas en el patíbulo recibiendo paliza de los enanos de Papá Noel. Entonces el ceño se frunce hasta absorber la mirada como un chou chou dormido. Y a veces, cada vez más a lo lejos, parezco de treinta, sin ojeras tan evidentes, cabello brillante, rictus burlón, pene congoleño y la ropa hecha jirones por ninfómanas irrespetuosas.

Hambre

Adriana estiró su mano para que le ayudara a saltar entre dos grandes piedras. Abajo descendía un riachuelo transparente que parecía albergar truchas imperturbables.

Calzaba sandalias de plástico y en su bolsito de excursión llevaba el termo con el mate y un viejo libro de Hamsun. Lo habíamos comprado dos días atrás en una feria callejera de Chillán. Era el único libro a la venta entre herramientas de albañil y ropa usada. El vendedor, un grandulón de apariencia pacífica, tenía el rostro curtido por surcos de insolación, alcohol y miseria. Nos cobró cien pesos. Menos que medio cigarro.

Adriana quiso descansar, así que buscamos una piedra plana sombreada por mañíos. Miró el cielo. La inmensidad sólo podía apreciarse hacia arriba, en las cumbres rocosas, en las nubes errantes y el cielo azulado, porque abajo el bosque se interponía como una metrópoli misteriosa.

Tomé su bolso y preparé el mate. Ella abrió el libro y comenzó a leer: “Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella…”

Aspiré el mate del tonto. Su amargura contenía esencias de poleo. Adriana musitaba la segunda estrofa: “Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo: oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera…”

Le pasé el segundo mate. Dio dos bocanadas rápidas y me lo entregó. A sus 47 años se veía tan atractiva como la lechera de Vermeer. Tres décadas atrás pasó por la universidad. Fue sólo un año, apenas un año, y lo suele recordar con nostalgia resentida. Se muerde el labio y mira fijamente el punto más lejano que alcancen sus ojos. Simplemente no se pudo más. Se moría del hambre. Sus padres eran pobres como ratas, enfermos de todas las enfermedades de la escasez, pero propietarios de cinco hectáreas baldías, así que Adriana no catalogaba para las becas. La burocracia estatal la consideraba de clase media, autosuficiente, indigna de una limosna fiscal. De aquella época, o quizá de mucho antes, le quedó el gusto por la lectura. Era asidua visitante de la biblioteca pública. Probablemente su única clienta en este pueblo infestado de borrachos envidiosos e ignorantes.

Le besé el hombro desnudo. Lo hice sin premeditación. No éramos novios ni amantes ocasionales, sólo amigos esporádicos y silenciosos. Creo que verla ocupar ese espacio majestuoso sobre una piedra, oír su voz, Hamsun, el rumor del agua, los mañíos aventándonos frescura, me hizo quererla espontáneamente. Adriana continuó: “Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas cambian de color y pasan de la vida a la muerte…” 

Fue una muchacha sin suerte. Dos hombres pasaron por su vida, dos hombres miserables y violentos. El primero la golpeaba, la encerraba durante días, no le permitía opinar ni ponerse vestidos. El segundo sólo la engañaba y nunca estaba sobrio. Tuvo una hija con el primero. Ya tenía 28 años y estaba casada con un policía. Se llevaban bien y tenían una casita y un auto nuevo. Pero su hija no podía engendrar. A veces se culpaban mutuamente con su marido. Los exámenes eran confusos.

Le di otro beso en el cuello. Tenía el pelo tomado como un Kushi-maki y algunos delgados cabellos ondulaban por su nuca. Luego le besé la frente, las mejillas, la nariz, las orejas, el borde de los labios, las rodillas, los tobillos, la espalda, el escote entre sus pechos…

Ella prosiguió su lectura, inconmovible a mis besos, sin manifestar confusión ni rechazo, ni siquiera cuando le terminé de bajar las bragas.

Trumbo

La única lección de Trumbo: debes proseguir. Sin victimizarte, sin lamer culos, no necesariamente con esperanza, aunque si con astucia, jugando con los dados ya tirados.

Buena película para un viernes sin alcohol. Sirvió para reencontrarme con el escritor levantisco que llevo dentro, ese que tiene la hoz y el martillo cincelados en el alma.

Nubes plateadas


Marzo trajo consigo el silencio y algunas nubes plateadas. El valle de San Fabián se ha despoblado de turistas y parentelas urbanas. Las uvas se empiezan a teñir de morados y las ramas de los manzanos se desploman ante el peso de tanta fruta. Las labores agrícolas veraniegas han concluido y es hora de cambiar de registro, de volver a lo que había quedado a medias. Pero son tantas cosas que no sé por dónde empezar. Siento que he perdido interés por muchas de ellas. Reviso mis archivos con la sensación de que no he avanzado casi nada en veinte años. Me provoca ansiedad saber que he leído tan poco y que se me va la vida, que a mi talento le he dado reiterados puntapiés de postergación. A mi orgullosa fortaleza física solo le espera la decadencia. A mi vista la ceguera. A mi lucidez la melancolía y la culpa. 
Solo tengo claro que no escribiré sobre funcionarios o políticos. Al menos no individualmente sino como generalidad, como costo asociado al vivir, implícitos como ratas gordas entre los trámites de la supervivencia.
Creative Commons License
Cuadernos de la Ira de Jorge Muzam is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.