Hambre

Adriana estiró su mano para que le ayudara a saltar entre dos grandes piedras. Abajo descendía un riachuelo transparente que parecía albergar truchas imperturbables.

Calzaba sandalias de plástico y en su bolsito de excursión llevaba el termo con el mate y un viejo libro de Hamsun. Lo habíamos comprado dos días atrás en una feria callejera de Chillán. Era el único libro a la venta entre herramientas de albañil y ropa usada. El vendedor, un grandulón de apariencia pacífica, tenía el rostro curtido por surcos de insolación, alcohol y miseria. Nos cobró cien pesos. Menos que medio cigarro.

Adriana quiso descansar, así que buscamos una piedra plana sombreada por mañíos. Miró el cielo. La inmensidad sólo podía apreciarse hacia arriba, en las cumbres rocosas, en las nubes errantes y el cielo azulado, porque abajo el bosque se interponía como una metrópoli misteriosa.

Tomé su bolso y preparé el mate. Ella abrió el libro y comenzó a leer: “Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella…”

Aspiré el mate del tonto. Su amargura contenía esencias de poleo. Adriana musitaba la segunda estrofa: “Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo: oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera…”

Le pasé el segundo mate. Dio dos bocanadas rápidas y me lo entregó. A sus 47 años se veía tan atractiva como la lechera de Vermeer. Tres décadas atrás pasó por la universidad. Fue sólo un año, apenas un año, y lo suele recordar con nostalgia resentida. Se muerde el labio y mira fijamente el punto más lejano que alcancen sus ojos. Simplemente no se pudo más. Se moría del hambre. Sus padres eran pobres como ratas, enfermos de todas las enfermedades de la escasez, pero propietarios de cinco hectáreas baldías, así que Adriana no catalogaba para las becas. La burocracia estatal la consideraba de clase media, autosuficiente, indigna de una limosna fiscal. De aquella época, o quizá de mucho antes, le quedó el gusto por la lectura. Era asidua visitante de la biblioteca pública. Probablemente su única clienta en este pueblo infestado de borrachos envidiosos e ignorantes.

Le besé el hombro desnudo. Lo hice sin premeditación. No éramos novios ni amantes ocasionales, sólo amigos esporádicos y silenciosos. Creo que verla ocupar ese espacio majestuoso sobre una piedra, oír su voz, Hamsun, el rumor del agua, los mañíos aventándonos frescura, me hizo quererla espontáneamente. Adriana continuó: “Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas cambian de color y pasan de la vida a la muerte…” 

Fue una muchacha sin suerte. Dos hombres pasaron por su vida, dos hombres miserables y violentos. El primero la golpeaba, la encerraba durante días, no le permitía opinar ni ponerse vestidos. El segundo sólo la engañaba y nunca estaba sobrio. Tuvo una hija con el primero. Ya tenía 28 años y estaba casada con un policía. Se llevaban bien y tenían una casita y un auto nuevo. Pero su hija no podía engendrar. A veces se culpaban mutuamente con su marido. Los exámenes eran confusos.

Le di otro beso en el cuello. Tenía el pelo tomado como un Kushi-maki y algunos delgados cabellos ondulaban por su nuca. Luego le besé la frente, las mejillas, la nariz, las orejas, el borde de los labios, las rodillas, los tobillos, la espalda, el escote entre sus pechos…

Ella prosiguió su lectura, inconmovible a mis besos, sin manifestar confusión ni rechazo, ni siquiera cuando le terminé de bajar las bragas.

1 comentario :

  1. Una historia que te deja con ganas de comer más, leer más y releer de nuevo! Muy a su estilo.

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