Poema lésbico


Mis sentidos se exaltan ante la belleza de un amor lésbico. Suele sucederle a muchos hombres. Es un mundo cerrado, autosuficiente, al que no hemos sido invitados, y sin embargo, lo contemplamos arrobados, temblorosos, como a girasoles de Van Gogh.

Acariciamos, olemos, oímos, besamos con la mirada, como si fuese un láser hiperconcentrado que va marcando su deseo en el vacío.

Anhelamos, sufrimos y hasta suplicamos que nos dejen entrar, pero ese domo de ternura es hermético a los hombres.

Hay poemas que no necesitan ser escritos, poemas como nubes, que se disipan a la menor brisa tras jugar a parecer elefantes o pequeños pandas encaramados en bambúes quebradizos.


Imagen: Tamara de Lempicka

No hay ganancia a ras de suelo

Veo campesinos aproblemados, medianos y pequeños productores buscando una ecuación positiva en el horizonte. Llevan años cultivando a pérdida, endeudándose para pagar deudas contraidas en temporadas pasadas, y el precio de los animales tampoco remonta. Sin embargo en los supermercados y ferias los precios están por las nubes. El gobierno se lava las manos como en toda economía capitalista.
El precio que se les impone a los productores es vergonzoso, verdaderamente humillante (en Chile no hay subsidios) y no ha variado al menos en los últimos seis años, aunque los insumos se han triplicado. Los que alimentan a la población con su sudor, con su riesgo, con sus músculos y su idealismo, sólo reciben patadas, promesas políticas vagas y cerradas de puertas en las narices. 
Claramente la ganancia alimentaria de este jaguar sureño no se queda a ras de suelo.

Fotografía: "Campesinos chilenos", © Peter Gebhard

Polvo sin memoria

Lleno un platillo de arándanos antes del café y me siento junto a la ventana a hacer saudade frente a la montaña. Los libros están cerrados. La televisión apagada. Los perros en silencio. Hay diarios viejos en la esquina de una mesa que ya sólo sirven para encender la cocina a leña. Mi memoria se estrella con una pared boscosa, busca hacer un túnel, pero se difumina entre la llovizna que humedece los coigües. Pienso en las avellanas que ya han caído, en los leñadores que duermen en carpas de nylon, en el desvanecimiento de todos los cariños que alguna vez fueron importantes. 
Abro mi notebook y hurgo como un delincuente en las vidas de otros, sus fotografías biográficas, sus eventos más importantes, personas que me quisieron, personas que quise, nadie me conserva. Y la verdad es que no me importa mucho. Cada uno encauza su vida escabullendo los senderos del dolor, o de la nostalgia excesiva. Robo fotos de ex novias en bikini, Contemplo sus cuerpos, ciertas permanencias de frescura, ciertos estropicios de los años. Las recorro. Mis sentidos las tienen grabadas a fuego. Sus texturas, sus sabores, sus aromas, sus súplicas de nuevas caricias. ¿Qué fue de nuestros éxtasis? ¿de nuestra eternidad? ¿cuántos absolutos después de mí? ¿cuántas levedades? ¿qué queda de lo único e irrepetible? ¿huellas desprolijas en la memoria que se apaciguan con alcohol? ¿con nuevas huellas? ¿cuántas veces hemos confluido en un mismo recuerdo? ¿saben acaso que el chip de nuestros universos compartidos se apagará con nuestro último respiro? ¿y luego? Casi ni vale la pena mencionarlo:  sólo seremos polvo desmemoriado.

Cómo te quieren, Pepe

Claramente la política no es el problema. Ni el desinterés ciudadano. Lo corrobora Pepe en su visita a Chile. El gentío lo sigue, lo aclama, lo acoge, y resalta su condición de líder progresista ejemplar. Numerosos padres con sus pequeños hijos intentan acercarse a Pepe. Le dicen a sus hijos, vean a un gran líder. Pepe camina lento, con su apariencia de jubilado pobre, zapatos raídos, vestón arrugado, no se ve incómodo, ante cada micrófono llama al diálogo, a entenderse por las buenas, la multitud casi lo arrastra, lo aplaude, intenta tocarlo, algunos lo abrazan y no quieren soltarlo, se emocionan, le gritan ¡Grande Pepe!, y él, siempre manso, no para de aplaudir de vuelta a la multitud.

Izquierdosidades


Cambio del timón político en Chile. Vuelve la surrealista alianza de socialistas, demócrata cristianos y comunistas. La misma que derrotó en las urnas a Pinochet el 88 y 89. Poco antes de irse, Piñera se las da de niño símbolo de la simpatía repartiendo besos y apretones de manos entre sus simpatizantes. Y les deja en claro que volverá al menos a presentarse a la próxima elección. Desde un poco más lejos, la verdadera multitud le grita: “¡Piñera, escucha, ándate a la chucha”! Tras entregar el mando se va manejando su propio auto junto a su esposa, como el ciudadano común que desea representar. Pero el show del ciudadano Piñera dura hasta donde lo alcanzan las cámaras. Luego, al doblar la esquina, vuelve a ser el poderoso magnate muy bien escoltado.

Michelle Bachelet, ya investida como presidenta, pronuncia un discurso breve y desaliñado ante una multitud reducida. Hay menos entusiasmo, menos pompa, menos encono, como si fuera un traspaso de delegados de un colegio secundario. Los grandes empresarios, habitualmente alaracos, prepotentes y llorones ante todo lo que huela a izquierdosidades, esta vez parecen resignados y hasta conformes. Confían en Bachelet, pues saben que no les tocará el bolsillo más allá del discurso. 

Primer día en el congreso. Los parlamentarios nuevos parecen colegiales en su primer día de clases. La camada comunista es la más entusiasta, la más disciplinada, la más pequeña y la más temida. Dos bellezas, a su pesar, se roban la atención de la prensa, Camila Vallejo y Karol Cariola, pues ni siquiera los analistas que se juran serios lo pueden pasar por alto, todos quedan boquiabiertos ante esas dos muñecas marxistas. Sonrientes, carismáticas, preparadas como nadie para la batalla ideológica. Cerca de ellas, la otra conformación de la izquierda dura, con los ex dirigentes universitarios, Giorgio Jackson y Gabriel Boric. Este último desata un huracán de quejas entre los tontos graves de la república. Y sólo por no asistir con corbata. Así estamos de pendejos. Gastando tiempo y recursos fiscales en alegar por una corbata.

Mientras tanto, los cuervos de la derecha miran con sardónico nerviosismo desde su hemiciclo parlamentario. Salieron chamuscados de la última elección presidencial y parlamentaria, y aún no recomponen filas. Parecen hermanos peleados por un juguete despedazado a tirones.

Fotografía: Camila Vallejo, diputada del Partido Comunista chileno.

Superconciencia de la brevitud

Atardecer de junio en San Fabián de Alico. Fotografía © Lorena Ledesma.

Su síntoma es un ahogo, una opresión en el pecho, cierta indesmantelable ansiedad. Caminas más rápido para llegar a cualquier destino. Aunque a veces te detienes sin motivo aparente, pero es porque necesitas aspirar la estación de turno, o concentrarte en las formas de un castaño, o ver a un perro pequeño perseguir a los pájaros. En ocasiones bebes vino vespertino escuchando a Satie, o vas al huerto a ver que tal van esos pepinos, y en el camino te asusta una estampida de tordos. Ninguna estrella te da lo mismo y sabes que ningún atardecer es igual a otro, como ninguna persona, aunque haya sobrepoblación de hijos de puta. Lees para capturar la voz de otros hombres en el tiempo, contemplar sus amaneceres, su amor y su espada, el pestañeo de siempre, la desazón de no saber lo suficiente. Ves la abeja saciarse en la amapola y temes no verla más, ni ella, ni esa unión, ni ese instante, ya como una carpeta cerrada, sin dedicatoria, sin despedida, pero final.

Manías domingueras


Mis domingos empiezan muy temprano. Afortunadamente nunca adquirí la costumbre de levantarme tarde, ni siquiera en mi etapa adolescente. Quedarse en cama me parecía una horrorosa pérdida de tiempo. De esta forma, ya a las seis y media estaba en pie, duchado y desayunando, con un cerro de libros junto a mi café. Entonces tenía buena vista, y hasta abusaba de ella leyendo con poca luz. Hoy me cuesta leer hasta las letras de humo en el cielo. 

En las distintas ciudades donde viví solía hacerme amigo del kiosquero más madrugador, ese que a las ocho de la mañana ya tenía empapelado su bolichito con los periódicos del día. Dependiendo de mi bolsillo, podía llegar a comprar todos los diarios y revistas del domingo, o bien, sólo El Mercurio y La Nación, que traían más información cultural.

Mis lecturas eran arbitrarias y desordenadas, aunque acostumbraba a priorizar los artículos sobre escritores y filósofos, las noticias internacionales, las tendencias en tecnología, los ensayos de historia, las críticas de arte, el cuerpo económico y algún suceso policial interesante. Sólo leía sobre deportes cuando había olimpiadas.

Con los años prioricé algunos columnistas sobre otros, considerándolos como respètables interlocutores de mi silencio. El Mercurio, siendo un diario de la oligarquía chilena, ultraderechista de pensamiento, solía publicar apasionantes artículos de escritores decepcionados o claramente antagonistas del pensamiento de izquierda, como Václav Havel, Solzhenitsin, Kundera, Vargas Llosa, Paul Johnson, Roberto Ampuero y Jorge Edwards. Y al final del cuerpo de Artes y Letras, la infaltable columna del escritor Enrique Lafourcade. Escritos a las apuradas, chamullados, manchados de café y contingencia aunque agonizantes de sentimentalismo y mucha nostalgia, leer a Lafourcade, su irreemplazable voz, era simplemente una deliciosa obligación autoimpuesta.

El resto de los columnistas chilenos de los 80 y 90, de izquierda o derecha, no me parecían dignos de ser leídos. Se desestibaban ideológicamente como locas histéricas gritando sobre un carromato cuesta abajo. No tenían estilo propio ni eran suficientemente eruditos. Por esto recurría a las recopilaciones articulistas anteriores a los años 50, como Daniel de la Vega, Joaquín Edwards Bello, Fernando Santiván, Mahfúd Massis y Eugenio Lira Massi.

Sólo después del 2000 empezaron a ser publicados buenos columnistas, algunos, ideológicamente sensatos y realmente preparados, como Leonardo Sanhueza, Roberto Merino y Camilo Marks. A diferencia de las generaciones precedentes, estos traían un agregado picantito en sus escritos, una añadidura necesaria para que el texto explotara sobre las cabezas de los arrogantes promotores de la idiotez.

Patos salvajes

El verano agoniza en el valle. Los turistas se marchan presurosos, excedidos de sol y barriga. Se llevan abundantes fotos para subir a Facebook, y a cambio dejan toda su basura tirada junto a nuestros ríos. 

Maduran las primeras manzanas, los duraznos se pudren entre la hierba reseca y las eróticas uvas, como entregadas amantes violetas y rubias, cuelgan de los parrones alentando el deseo de tomarlas una a una. 

De los tres patos que habían huido sólo regresaron dos, y es porque aún confiaban en el campesino que los vendió. Debieron conocerlo desde que eran pequeños, saludarlo cada amanecer y recibir alegremente su ración de afrechillo. Por eso se acercaron cuando los llamó con un silbido. El tercero, más cauto, se adentró en el estanque y no regresará hasta que se convenza que el peligro ha pasado.

Ya en nuestro corral los patos salvajes no se dejaron atrapar. Mamá quería cortarle las puntas de las plumas de un ala para que no volviesen a huir volando. Estaban nerviosos y volaron sobre mi cabeza graznando un cuac cuac libertario.

Finalmente los dejamos en paz, y en compensación por el mal rato que les hicimos pasar, les construí una lagunita de un metro de diámetro. Sé que es poco para ellos, pero el asunto ni siquiera me concernía. Sólo quise ser amable, sin encariñarme mucho, porque sé que terminarán pronto asados a la naranja. Si fuesen mis patos les traería el lago Caburgua hasta nuestro patio y los dejaría en paz, coexistiendo con ranas y zorzales sedientos, sacudiendo sus colas en las orillas escarchadas, husmeando entre las hojas secas, amándose entre los yuyos, poniendo huevos, y criando nuevos patos traviesos, hasta que los primeros muriesen de viejos contemplando las olas de la brisa lunar en el agua.

Adiós a los patos

Camino entre los avellanos apartando las ramas bajas para que no me rasguñen el rostro. El silencio es sepulcral. No se me cruzan conejos ni perdices. Las nubes avanzan lentamente hacia el sur. No tengo un motivo claro para cruzar el bosque. Puede que al otro lado haya un barranco o una planicie de romeros. Sólo avanzo, tal como lo hice con mis letras, sin saber si llegaré a algún lado. Sé que me faltó método, disciplina, lecturas clásicas, quizás vida bohemia con otros vagos igual de perdidos. Quería escribir novelas relevantes, novelas del tiempo, sabía que tenía suficiente talento para hacerlo. Pero la vida cotidiana suele machacar las bolas a los creadores hasta tal punto que los deja apenas trascribiendo morses de despedida. ¡Hey, muchacho, yo pasé por aquí!, dice una inscripción tallada en la neblina que amamanta a los robles. 

Temprano fui tras una parvada de patos que regresaban a su antigua morada. Iban caminando sobre el asfalto. Los autos les tocaban la bocina e intentaban esquivarlos. Ellos parecían decididos. Sólo durmieron una noche en nuestro corral. Intenté alcanzarlos para persuadirlos, pero no escucharon razones y volaron dispersándose hacia el río...

Gallo desplumado

Hoy habrá cazuela. Mamá desplumó a un gallo. Lo sé porque escuché a lo lejos su desesperada resistencia. Hasta ayer tarde eran cuatro jeques gobernando sobre cincuenta gallinas. Tres eran colorados y uno ceniciento. El inmigrante castellano que arribó desde la casa vecina aún no cuenta pues no tiene papeles de residencia. No sé todavía cuál fue el desdichado. Espero que no haya sido el ceniciento que es mi favorito. El ceniciento es sólo un adolescente aunque sexualmente muy empeñoso. Acostumbra montar por sorpresa a las gallinas viejas las que al finalizar el acto lo persiguen enfurecidas para darle una paliza por el irrespetuoso atrevimiento. Suelo estimar a los gallos, tan gallardos, bien vestidos y autosuficientes. Leía recién el comienzo de Typoon, de Melville, donde el gallo Pedro vive sus últimos momentos tras la sentencia del capitán del barco. Sus esposas ya han sido engullidas, y Pedro, deprimido, no desea ya probar los granos mohosos ni el agua salobre que le dejan en su corral. Los marineros están ansiosos aguardando que el capitán se coma pronto a Pedro, pues sólo con un suculento trozo de carne en la barriga se dignará por fin a enfilar a tierra.

Pintura: Lalinchi Arreaga

Los pobres sujetos de la historia

En el libro Historia Contemporánea de Chile, Gabriel Salazar y Julio Pinto cuestionan un conjunto de supuestos aplicados casi sin distinción por nuestro largo registro de historiadores.

Según Salazar y Pinto, las clases bajas sí han sido y siguen siendo sujetos históricos plenos. Es decir, individuos que tienen conciencia de sí mismos. Conciencia que los lleva a tener la voluntad de influir sobre su “yo y su circunstancia”, asegurando, por medio de sus actos, la protección y extensión de su libertad.

Es en esta perspectiva que a los niños y jóvenes se les considera como sujetos sociales activos en la historia. Pero un sentido activo que no les está dado per se, sino que deben buscarlo a través del acomodo, la sobrevida, la adaptación y la rebeldía.

Los niños pobres se las “rebuscan”, aguzan sus sentidos, establecen lazos de solidaridad con su entorno más inmediato y extreman su búsqueda auscultando las posibilidades que les plantea la vida. La necesidad los obliga a ser actores protagónicos de su pequeño mundo. Mientras tanto, los niños ricos transitan por un delimitado rincón de ahistoricidad, a la espera de crecer y tomar las riendas de su poderío de clase.

Los adultos, los padres, las instituciones, la educación reglamentaria y el imponente discurso multimedial de las elites, apuntan, por lo general, a reproducir los prejuicios y antagonismos sociales.

Los jóvenes transitan, así, a través de un abultado index de posibilidades, confinados históricamente, obligados a asumirse por medio de un proceso marginal de autoconstrucción de identidad.


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Inmaduro


Soy enormemente inmaduro, infantil, travieso, le saco la lengua a los escarabajos que sólo quieren seguir su marcha. No obstante, creo ser consciente de ese rasgo, puedo mantenerlo a raya y no lo considero necesariamente negativo. Por otro lado, no conozco a nadie ni medianamente maduro. Diría que más bien abundan los hologramas de humo que miran con suma gravedad los remolinitos de brisa a su alrededor, pues saben que esos simples remolinitos pueden acabar con ellos.

Manzanas en el suelo


Es el comienzo de los días fríos. Las ráfagas de viento se vuelven recurrentes y traen aromas de frutas que se pudren de tan maduras. Las nubes ya no abandonan las cumbres y en las mañanas se abalanzan hasta las tierras bajas. Siguen cayendo castañas y manzanas a la par que las avispas zumban sobre el festín.

Es domingo. Un domingo cualquiera. Un domingo sin misas, sin gritos, sin gente, sin descanso, sin expectativas. Aprovecho la mañana para ver comedias antiguas. Luego del almuerzo, mamá tomará el relevo del control remoto y no lo soltará hasta que el sueño la derrumbe.

El frío nos ha llevado a encender la chimenea y la cocina a leña. La tetera pronto hierve y es momento de preparar un mate amargo con flores de poleo.

Miro mi pequeña biblioteca campestre, la única que aún conservo, y de verdad quisiera verla con el amor de antes, con ese entusiasmo infantil que me generaban todas las bibliotecas. Saco libros con desgano y ningún comienzo me atrapa. Algo de literatura chilena: Salvador Reyes, Eduardo Barrios, Marta Brunet. Todo vuelve rápidamente a su anaquel.

Leo artículos en diarios viejos, reseñas de Bolaño a César Aira y Pitol. En otro diario, una referencia a una violación en Sexus que no recuerdo, porque lo leí al llegar a mi veintena. Más recuerdo a Nexus. Y Trópico de Cáncer que casi me sabía de memoria. Henry Miller me atrapó varios años. Pero ya han pasado más de treinta inviernos y mis arrebatos lectores están en franco declive. 

Los perros juegan atolondradamente a mi alrededor. Me pasan a llevar las canillas El sol se escondió detrás de las nubes. Mi experticia climática de campesino sugiere chubascos para la temprana tarde. He recogido manzanas caídas con la última ráfaga y las he puesto sobre la larga mesa bajo el parrón. Son cientos. Rosadas, amarillas, verdes y rojas. Las dejo allí sabiendo que no hay nadie que se las coma. Sólo quiero verlas y olerlas hasta que alguien se las obsequie a los cerdos.

Mi opción política

Desperté a la historia crítica junto con la gran desilusión socialista, cuando Gorbachov no era más que el humilde fiduciario de un oso moribundo. Es decir, tuve que hacer camino al andar en medio de un mundo ideológicamente devastado.  Para los viejos estandartes del socialismo chileno fue una desbandada humillante, donde muchos tuvieron que correr a guarecerse bajo los aleros del neoliberalismo, jurando de rodillas que eran renovados, que creían en la propiedad privada, en el emprendimiento personal, en el libre comercio, en la usura bancaria, y que por tanto merecían el inmediato perdón de los empoderados, pues habían sido infantilmente obnubilados por una ideología impracticable.

 Quizás por eso no seguí esos pasos. Porque ningún joven quiere volver sobre los pasos de los perdedores, y menos aún de los que se avergüenzan de lo que fueron. Es cierto que hubo excepciones, pero la gran legión de la izquierda derrotada por la dictadura se recicló rápidamente, vinculándose al mundo empresarial  y a la nueva política muy bien pagada de los consensos conservadores.

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