Lleno un platillo de arándanos antes del café y me siento junto a la ventana a hacer saudade frente a la montaña. Los libros están cerrados. La televisión apagada. Los perros en silencio. Hay diarios viejos en la esquina de una mesa que ya sólo sirven para encender la cocina a leña. Mi memoria se estrella con una pared boscosa, busca hacer un túnel, pero se difumina entre la llovizna que humedece los coigües. Pienso en las avellanas que ya han caído, en los leñadores que duermen en carpas de nylon, en el desvanecimiento de todos los cariños que alguna vez fueron importantes.
Abro mi notebook y hurgo como un delincuente en las vidas de otros, sus fotografías biográficas, sus eventos más importantes, personas que me quisieron, personas que quise, nadie me conserva. Y la verdad es que no me importa mucho. Cada uno encauza su vida escabullendo los senderos del dolor, o de la nostalgia excesiva. Robo fotos de ex novias en bikini, Contemplo sus cuerpos, ciertas permanencias de frescura, ciertos estropicios de los años. Las recorro. Mis sentidos las tienen grabadas a fuego. Sus texturas, sus sabores, sus aromas, sus súplicas de nuevas caricias. ¿Qué fue de nuestros éxtasis? ¿de nuestra eternidad? ¿cuántos absolutos después de mí? ¿cuántas levedades? ¿qué queda de lo único e irrepetible? ¿huellas desprolijas en la memoria que se apaciguan con alcohol? ¿con nuevas huellas? ¿cuántas veces hemos confluido en un mismo recuerdo? ¿saben acaso que el chip de nuestros universos compartidos se apagará con nuestro último respiro? ¿y luego? Casi ni vale la pena mencionarlo: sólo seremos polvo desmemoriado.
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