El verano agoniza en el valle. Los turistas se marchan presurosos, excedidos de sol y barriga. Se llevan abundantes fotos para subir a Facebook, y a cambio dejan toda su basura tirada junto a nuestros ríos.
Maduran las primeras manzanas, los duraznos se pudren entre la hierba reseca y las eróticas uvas, como entregadas amantes violetas y rubias, cuelgan de los parrones alentando el deseo de tomarlas una a una.
De los tres patos que habían huido sólo regresaron dos, y es porque aún confiaban en el campesino que los vendió. Debieron conocerlo desde que eran pequeños, saludarlo cada amanecer y recibir alegremente su ración de afrechillo. Por eso se acercaron cuando los llamó con un silbido. El tercero, más cauto, se adentró en el estanque y no regresará hasta que se convenza que el peligro ha pasado.
Ya en nuestro corral los patos salvajes no se dejaron atrapar. Mamá quería cortarle las puntas de las plumas de un ala para que no volviesen a huir volando. Estaban nerviosos y volaron sobre mi cabeza graznando un cuac cuac libertario.
Finalmente los dejamos en paz, y en compensación por el mal rato que les hicimos pasar, les construí una lagunita de un metro de diámetro. Sé que es poco para ellos, pero el asunto ni siquiera me concernía. Sólo quise ser amable, sin encariñarme mucho, porque sé que terminarán pronto asados a la naranja. Si fuesen mis patos les traería el lago Caburgua hasta nuestro patio y los dejaría en paz, coexistiendo con ranas y zorzales sedientos, sacudiendo sus colas en las orillas escarchadas, husmeando entre las hojas secas, amándose entre los yuyos, poniendo huevos, y criando nuevos patos traviesos, hasta que los primeros muriesen de viejos contemplando las olas de la brisa lunar en el agua.
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