Gatos tristes

Ordenar archivos literarios me calma, me distrae, me reencauza hacia bifurcaciones que se pierden en la reflexión más neblinosa. Predisposición necesaria para empezar a esculpir universos distintos. Miles de copias dobles o triples que acaparan inútilmente el disco duro esperan su turno en mi terapia escrutadora de las tardes. Encuentro copias de libros de Osvaldo Soriano. Ese argentino me ha seducido en todas mis épocas. Vuelvo a leer con gusto la historia del Mono Gatica, o la del delegado Ignacio Fuentes reventándole el culo a tiros a la gorilada fascista. Triste, solitario y final marcó mis días solitarios en Santiago, mientras soportaba el frío atardecer de mayo en el Parque Forestal. Recuerdo haber llorado con las vicisitudes del Gordo y el Flaco. Entonces, digamos veinticinco años atrás, yo era bastante más pelotudo en muchos sentidos. Hoy soy más inconmovible, o racional, y disfruto sus construcciones narrativas con la parsimonia de un monje zen medio alcohólico.

Llego a un capítulo donde habla de gatos. No he sido muy amigo de esos bichos, pero he tenido que transar con Ultrabook, el gato negro de rostro blanco y bigote hitleriano que llega cada tres o cuatro días a ver si hay algo para echarle al buche. Suele ocurrir en las tardes, cuando estoy en el corredor de los barriles leyendo novelas rusas. Se asoma desde las enredaderas del jardín proveniente de algún mágico pasadizo miyazakiano. Se enrosca en mi pierna, me mira y me dice rrrññmauu. Lo cual quiere decir: ¿no tendrías por ahí unas galletitas de perro al menos? Entonces me dirijo a la cocina a ver la suerte de la olla. A veces encuentro leche, restitos de guisado, pancito amasado o una salchicha.

Ultrabook se llamó así por ser muy flaco, casi una ilusión gatuna, y eso que solía comer, de lo robado y de lo que cazaba en los potreros. Junto al finado Mitsubishi y el impasible Mao Zedong conformaron una exitosa tríada de desarrapados superhéroes que mantuvo alejadas a las ratas durante años. Pero Mitsubichi sufrió una especie de envenenamiento (algo comió por ahí) y se fue al cielo de los gatos. Mao Zedong, mientras tanto, fue obsequiado a una vecina que necesitaba imperiosamente una revolución cultural contra los ratones.

Al parecer, Ultrabook se sintió muy solo y descuidó sus relevantes obligaciones. Dormitaba todo el día en un viejo tronco de encino y en las noches se iba de farra a lupanares de gatos tristes. Las ratas (las literales, no las políticas), siempre muy atentas al devenir humano, a sus flancos desguarnecidos, no tardaron en regresar con maletas y petacas armando ruidosos festines nocturnos en el entretecho.

Ruedita de hámster


A veces eres tan fuerte, y otras sólo una avechucha mojada. El problema es que sigues escribiendo cosas parecidas como en un círculo vicioso. Hay temas que eludes intencionalmente y otros no te interesan lo suficiente. Quieres divertir y no puedes, como un payaso ahorcado en un arce seco que interpreta divertimentos musicales para los buitres. Los dedos apenas responden tecleos en el aire. A un mi le sucede un do, como el tañido monocorde de un cuco atrapado en un zarzal. Miras tu fragmento de horizonte oblicuo sin poder morir del todo. Aclara, oscurece. Aclara, oscurece. Y ese dilema es tu ruedita de hámster. Como decía Lacan, al final puede ser un problema de palabras más, palabras menos. No puedes salir de tu bunker porque no hay registro de palabras nuevas, precisas, condensadoras de tanta complejidad en tu cerebro ni en ningún cerebro o idioma. Los días son niebla de amanecida, burbujas de jabón espejeando la desidia, hojas secas atrapadas por pequeños remolinos. La contradicción humana tiene un atajo religioso pero no lingüístico. Las palabras liberadoras, necesarias, simplemente no se han inventado. Y esas con que creíste contribuir no sirvieron de mucho. A lo más respondieron a una breve circunstancia, una minúscula circunstancia, y de vuelta no hubo más que gestos corteses, sonrisas socarronas de idiotas inseguros, el anticipo de un olvido muy probable. Los días venideros se encargaron de dejar las cosas en su lugar.


Fotografía: Jorge Muzam y el señor Ron. San Fabián de Alico. Diciembre de 2014.

© Lorena Ledesma

Plegarias atendidas


El relevo estacional se acelera. El sol se opaca. El aire tiene esencias de membrillo, de toronjil moribundo. Las mañanas están más frías, con bancos de niebla taimándose a baja altura y multitud de pajarracos batallando por las últimas semillas. Las hojas secas se amontonan en las esquinas. A ratos la brisa otoñal las alborota en breves remolinos. Los perros pulgosos gustan de usarlas como crujientes colchones. Se han secado pozos y acequias. Los campos están resecos, los caminos secundarios polvorientos. No ha llovido en cuatro meses. Proseguimos las lecturas nocturnas y agregamos otras. La dispersión es una licencia intelectual. Esta vez divagamos en torno a libros no concluidos. La muerte es una visitante asidua de los creadores. El último magnate de Scott Fitzgerald, El primer hombre de Camus, La hora del diablo de Fernando Pessoa, El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek, Woyzeck de Georg Büchner, La Galatea de Cervantes, Plegarias atendidas de Truman Capote. Libros que culminan en puntos suspensivos, en breves notas que abren las puertas a la elucubración lectora, a la infinidad de posibilidades que acecharon cada final inexistente. Capote quería emular a Proust, hacer algo tan grandioso desde los convulsionados 60. Como buen lenguaraz se ufanó de estar construyendo una obra monumental. Le adelantaron una fortuna, le concedieron prórrogas. El alcohol y la droga lo hacían balbucear incoherencias, justificar telefónicamente con fragmentos inventados al paso. Parecía asustado, cercado, incapaz de alcanzar el nivel de lo prometido. Finalmente la obra completa nunca apareció, ni siquiera entre sus papeles póstumos. Tan sólo tres capítulos ya adelantados en la revista Esquire...

Detrás de las letras

Desaparece de tus palabras, ponte un antifaz, que nadie vea esa mirada en la que cabe un universo de tristeza, y sigue así, como un arlequín travieso, armado de plumas secas y linternas sin pilas, total ya te sabes las letras de memoria y lo mismo da que en el papel sólo quede un relieve blanco.










Pintura: Francis Bacon, Writing Reflected in a Mirror

Vidas inútiles


El verano llegó como una bola de fuego de Van Gogh. Algunas flores se desvanecen sin recibir misericordia.  Respondo a las llamadas telefónicas con escaso entusiasmo. Mis intermezzos se rellenan con pensamientos volátiles, imágenes literarias en construcción y arias interpretadas por Aida Garifullina. He perdido la cuenta de todo lo que he escrito, los papeles simplemente se amontonan a la par de los días que siguen impertérritos su marcha de luces y sombras. Suelo levantarme antes que el gallo. Hay aromas matinales que deslumbran, petunias vestidas de gala y rosas multicolores bañadas de rocío. Los campesinos no las cuidan y ellas parecen crecer con más prestancia. El exceso de cuidados sólo daña la vida. La sobreprotección es un veneno lento.

Cambio de habitación. Arrastro muebles que cobijan libros viejos. Releo fragmentos. Mi cabeza levemente inclinada intenta captar las letras que parecen decir algo. Me he volcado en El Pájaro Pintado de Kosinski. Es decir, lo acabo de terminar y ahora empiezo la biografía de Tolstoi escrita por Stefan Zweig. La conciencia de la brevitud de la vida te lleva a discriminar. Cientos de libros se van a las estanterías bajas y sabes que al menos tú nunca volverás a hojearlos. Fueron amistades pasajeras que no sirvieron de mucho, como las personas que pasaron, cual de todas más preocupada de calafatear su propio bienestar, asumiendo actitudes diplomáticas para no perder pisada ni sendero. La soledad duele, pero la multitud duele más.

Los huertos recrean un espacio de vida controlada. Las semillas fueron plantadas como filas soviéticas. Tu intervención fue breve, casi insustancial. 

La calma


Hace dos días paró el puelche y sobrevino la calma de un óleo de Burchard. Aproveché de inspeccionar los estropicios que dejó el ventarrón en mi huerto. Algunas plantas fueron arrancadas de cuajo, los almácigos resistieron medianamente bien y los pétalos caídos de los durazneros formaron riachuelos rosados entre los surcos. El sol se asomaba tímidamente entre los cirros y una tibieza creciente se apoderaba de la tarde. Instalé mi silleta bajo dos enormes cerezos florecidos. Tenía una vieja biografía de Oscar Wilde escrita por André Gide, en una mano, y un vaso de vino en la otra. A veces me alejo para disfrutar momentos así. El imponente Malalcura, vestido con los coloridos ropajes de la transición estacional, estaba justo frente a mí. Aspiré profundamente el aroma del primer instante de primavera, recliné la silla y me quedé mirando la intensa actividad en los cerezos. Decenas de apresurados colibríes y miles de abejas succionaban las flores. El sonido parecía el de una gran fábrica tayloriana. Pensé en lo que afirman los medios, que más allá de esas montañas hay conflictos, matanzas y depredaciones capitalistas, que el planeta sufre una fiebre terminal de codicia y sobreconsumo, que todas las formas políticas han fracasado estrepitosamente dejando un saldo de dolorosa desigualdad.  Sin embargo aquí, entre los cerezos, la vida continúa tan imperturbable como hace miles de años. Abro el libro en cualquier parte: "El Evangelio inquietaba al pagano Wilde. El no le perdonaba sus milagros. El milagro pagano es la obra de arte: el cristianismo era una usurpación..."


Pintura: Pablo Burchard

Tanta dureza, tanta fe


La tarde avanza sobre un cronómetro neurótico. Alterno a Enzensberger con Marc Ferro. Las cuitas del general Hammerstein con los resentimientos que sulfuran la historia. Todo al mismo tiempo, como un pulpo con sobredosis de cocaína que espera ser ajusticiado al día siguiente. Leo un fragmento de Borges. Lo encuentro en medio de un libro de crónicas de Enrique Lafourcade. No dice de qué obra lo extrajo.

"A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles."


Imagen: Helios Gómez

Barnacla vagabunda

A veces pienso que todo da lo mismo, un valle, cualquier valle, una piedra, un árbol, una ecuación, personas que van y vienen presurosas por una misma senda, igual o peor que hormigas, sin que las obliguen siquiera. El amor y el odio licuados a la medida de la rutina para un panqueque muy sobrio. Me he quedado excepcionalmente de este lado, tras un risco sin sombra, más acá de un torrente turbio que arrastra cocodrilos doctorados y ballenas rubias. No hay puentes ni lianas. A los botes se los lleva la corriente. No fue premeditado, las hostilidades nacieron de un empujón biológico acicalado de romanticismo, de una lluvia de expectativas pulverizadas con bombas nucleares de despecho y resentimiento. Los humanos son así, susurra una barnacla vagabunda. Intento responderle, fue sólo excepción, excepcionalidad, una risa y una lágrima sin contexto, pero ya está muy lejos para escucharme.

Criogenia emocional

Mi habitación campestre se hace pequeña y debo deshacerme de algunas cosas, o al menos trasladarlas de sitio. Uno de los baúles de los que debo prescindir conserva los periódicos que compraba entre el 96 y el 98. Es decir, los suplementos de cultura y actualidad de esos periódicos. La mayoría nunca los abrí porque entonces Santiago era una fiesta interminable, un aullido de Fitzsgerald, demasiadas conspiraciones políticas y polvos de amanecida. El tiempo no me alcanzaba para leer todo lo que adquiría. Llenaba cajas y baúles con libros, revistas, periódicos, fotocopias y cuanta mierda impresa se pudiera conservar. Los guardaba esperando momentos más tranquilos, cierto reposo en el horizonte. Pasó el tiempo y quedaron emocionalmente criogenizados. Algunos incluso contenían fotos de mis sucesivas parejas, cual de todas más bella, e instantáneas de nuestros traviesos romances refulgentes de felicidad irresponsable. Abrirlos significaba remover una herida, alimentar la nostalgia, machacarme las bolas por fantasmas que sólo existían en mi mente. Luego ya no significaron nada. Con mi última pareja de esos años nos separamos el 98, nuestro nido se deshizo y las cajas quedaron guardadas hasta hoy en que vuelvo a revisar esos archivos. Los titulares de esos periódicos ya son historia conocida y a menudo olvidada. Los reportajes sobre tecnología parecen de la prehistoria, las modelos top son hoy recatadas señoras, y los líderes políticos de entonces son unos mamarrachos desprestigiados o cadáveres a los que hasta los gusanos les hacen asco.

Imagen: Steve Mills

La Colonia Tolstoiana

Claudio dice valorar la brevitud de mis textos. Le digo que mi estilo tan conciso obedece esencialmente a que soy pajero para escribir, no a una intención. Y sale lo que sale.

Eso sí, suelo tener problemas creativos de distinto tipo. Por ejemplo, me cuesta deshacerme de mi torbellino interno para concentrarme en otros, para aspirar sus complejidades y dar vida con ello a nuevos personajes. Es dificil hacerlo sin que mi Yo inmenso lo contamine todo. Pero lo iré superando.

Sigo la lectura de Memorialistas chilenos de Hernán Díaz Arrieta. Me sorprenden ciertas confluencias de criterio con este antiguo crítico literario chileno. Concordamos en que Fernando Santiván fue un gran memorialista, pero no un buen creador de personajes. Tampoco lo fue Augusto D'Halmar. Sin embargo, ambos fueron personajes en sí mismos. Complejos, ambiguos, literariamente irregulares. Junto al pintor Ortíz de Zárate conformaron, a comienzos del siglo XX, la legendaria Colonia Tolstoiana en San Bernardo, donde pretendían llevar a la práctica las enseñanzas de Tolstoi. Según la versión de D'Halmar, le comunicaron a Tolstoi lo que pretendían hacer, y éste les envió seis rublos y una nota en ruso que nadie supo traducir. D'Halmar, que usualmente vestía una túnica blanca que no era sino su camisa de dormir, las oficiaba de líder en la Colonia. Se había opuesto a la instalación de la Colonia en Arauco, como pretendían originalmente, para permanecer al lado de su abuelita y hermanas, a quienes esclavizaba a su servicio. Elegante y aristocrático en sus modales, no se ensuciaba las manos, no permitía mujeres y dejaba todo el trabajo a sus compañeros mientras él les leía fragmentos de Loti.

La Colonia no duró mucho tiempo real, aunque sí perduró en las memorias escritas de los que participaron directa o indirectamente. Vuelvo a la lectura tras aprovisionarme de abundante leña para la chimenea. Preparo el termo para el mate y dejo las teteras hirviendo en la cocina a leña. Anoche la temperatura bajó hasta los 8 grados bajo cero. No es fácil lidiar con este invierno austral, pero se hace el esfuerzo.

Pintura: Tonny Salazar

La muerte lo llamaba por teléfono


Un sol tenue alumbra el invierno austral. No alcanza a calentar pero al menos nos distrae momentáneamente del intenso frío. Tras almorzar un frugal valdiviano me voy con mi silleta y mis cigarros al fondo del huerto. Llevo tres libros: Memorialistas chilenos de Alone, Inventario I de Enrique Lafourcade, y el primer tomo de la Historia de Chile de Francisco Antonio Encina. Un solitario zorzal descansa sobre un poste podrido. Es un visitante inesperado a estas alturas. No sé qué sucedió con los zorzales. Antes convivían todo el año con nosotros. Me siento a la sombra de un viejo guindo. Abro el libro de Lafourcade. Son recopilaciones de crónicas antiguas. Crecí leyendo a este autor. Elijo una narración donde refiere los últimos días del poeta Luis Oyarzún. Tipo erudito, alegre, bromista. Lo invitaban a compartir comidas y a beber. Pero Oyarzún padecía diabetes y no podía beber ni una gota, o si no “la muerte empezaba a llamar por teléfono”. El poeta no podía ser descortés y bebía hasta terminar medio muerto en los hospitales públicos. En 1972 tuvo que viajar a Santiago a dar un discurso en la Academia de la Lengua. Se encontró con Enrique Castro Cid, pintor que había sido su alumno y que vivía en España. Lo celebraron en grande. Desde esa tomatera Oyarzún no pudo recuperarse. Continuó escribiendo hasta el último minuto. Los amigos que lo visitaron dan cuenta de ello. El epitafio de su tumba fue sacado de una libreta suya: "Los Dioses se durmieron contigo, con ellos y conmigo".

Numerosos queltehues parlotean y sacuden sus plumas. Es época de apareo. La mayoría de los árboles ya están desnudos. Sólo un joven castaño conserva hojas ralas en sus ramas bajas, como una bailarina gorda con tutú marrón.

Zapato chino


Tras una refrescante malta con harina tostada vuelvo a mi labor de leñador. En una semana he acumulado un cerro de leña perfectamente cortada para las chimeneas, salamandras y cocinas a leña.

El invierno empieza a agonizar y no ha nevado lo suficiente. Las nubes se amanceban con los raulíes de las lomas pero le escamotean su lluvia. Mis arvejas y habas vuelven a crecer, debo replantar los espacios vacíos que dejó la incursión de las ovejas. Preparo  almácigos de verduras, ajíes, morrones, chascudos y cilantros. Sin embargo, extraño el otoño, soy un hombre de otoño, de castañas maduras, avispas somnolientas y hojas barridas por el viento.  En invierno las personas se guarecen en sus casas, sólo de sabe de sus chimeneas humeantes y de algunos muchachos que van al colegio con sus orejas enrojecidas de frío.

Me siento unos minutos para teclear estas palabras. Encuentro a Claudio y Lorena en el chat. Lorena atiende su librería y lee y escribe entre cliente y cliente. Claudio me cuenta que escribe un artículo sobre Cristián Sánchez, ese cineasta chileno que hizo todo a su manera, y que por lo mismo, hoy se puede ufanar de su Zapato chino, que es quizás la mejor película chilena de todos los tiempos, más chilena que los porotos con riendas y las longanizas de Chillán, más chilena que las rarezas de Jodorowsky y que los corruptos hijos de puta que calientan el culo en el congreso a cambio de cuarenta mil dólares mensuales. Hablamos de Quintana, ese roteque adorable que Sánchez convirtió en su actor predilecto. Nuestro propio Al Pacino, que sólo podía expresarse en nuestra incomprensible jerigonza patria (porque carecía de estudios, y de verdad no los necesitaba) que manejaba un taxi prestado al que sólo se subían pasajeros problemáticos, que se llevaba a la amante a vivir con su señora y sus hijos y les pedía que más encima la trataran bien, y que hablaba de hacer gauchaítas y hasta tenía sueños de emprendimiento que se concretaban en talleres de bicicleta donde no entraba nadie.

Vuelvo a mi labor montañesa antes que me pille la hora del almuerzo.

El aviso de Chéjov

Cómo iba a saberlo. Cómo iba a percibir todo el resentimiento que almacenaba contra mí. La bomba simplemente estalló en nuestra narices. No hubo vuelta atrás. Quedó el campo desolado y el humo de una batalla que nadie buscó.
Esta ausencia natural de sincronía entre hombres y mujeres, entre lo que buscamos en la vida, lo que soñamos, lo que construimos intelectualmente, lo que sentimos, lo que esperamos del otro, incluso nuestra antagónica mirada ante un mismo suceso, genera desencuentros que casi siempre terminan mal. Chéjov nos puso sobre aviso, pero no le hicimos caso.  Ni siquiera creo que medie una mala intención en estos quiebres, ni odio, ni despecho, sólo es el resultado de una falla estructural de nuestra condición humana, esa que nos hace inferiores a los mismos animales.

Imagen: Anton Chéjov y Olga Knipper

Sólo debes tomar lo necesario

Hasta ahora no sabía que Juanito era analfabeto. Y no lo digo con un ánimo desdeñoso. De saberlo antes no habría cambiado en modo alguno el afecto que siento por él. Mamá lo hizo evidente en una conversación y Juanito sólo agachó la cabeza. Se crió en los cerros junto a su numerosa familia. Su padre era un campesino sin tierra que se allegaba a los lugares más escondidos de los fundos, hasta que los dueños lo descubrían y expulsaban. Luego hacía lo mismo en otro lugar. Construían ranchitas para guarecerse y pasar los inviernos. Vivían de la recolección y de pequeñas huertas. Plantaban árboles frutales, pero nunca alcanzaban a comer de sus frutos porque los echaban antes. Así se crió Juanito, así aprendió a sobrevivir, así adquirió una sabiduría que no desmerece ante un doctorado en zoología o botánica. Cuando vamos a pescar le pido que me enseñe sobre plantas y árboles, sobre peces y piedras, pues necesito ampliar el registro de mis narraciones. El sabe de todo. Sabe la edad de los arbustos, sabe cuando un animal está deprimido y sabe que la naturaleza es una gran farmacia gratuita donde sólo tienes que tomar lo justo para que el ciclo continúe inalterable.

Imagen: Moisés Barrios
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