Yadwiga


La luna roja decantó en un manto helado. El sol salió sin interferencias, aunque la bruma pronto lo destiñó hasta volverlo irrelevante. Andan abejas devorándose la uva, cerdos hozando en los pastizales y funcionarios municipales sacando la vuelta.
Reviso virtualidades junto al primer café de la mañana. Pocos amigos en facebook, abundantes ociosos en twitter, memes poco ingeniosos. No dan para arquear los labios. Vuelvo a mi biblioteca. Avanzo hacia la letra B: Balzac, Baricco, Barnes, Baroja, Bartolomé de las Casas, Bashevis Singer, Basho, Bataille, Baudelaire... Abro uno o dos libros de cada autor, leo las primeras líneas esperando ser atrapado. Nuevamente me sucede con Bashevis Singer. Enemies, a love story. Puede ser la precisión narrativa, el sarcasmo a flor de piel, cierta hilaridad amarga. Me encandila Yadwiga, esa joven campesina polaca, analfabeta y desconfiada, casada con el judío Herman, vendedor viajero de libros, a quien salvó de los nazis escondiéndolo durante tres años en un henil. Ya en Norteamérica se casaron y ella lo espera durante semanas encerrada en su cómodo departamento de Brooklyn. Los electrodomésticos le parecen un mundo mágico. La luz eléctrica, el agua caliente, el teléfono por donde Herman le canta canciones. Cuando Herman está y salen a pasear por el Boardwalk, Yadwiga se aferra a él, como si algo o alguien se lo fuera a quitar.

Pintura: Wladyslaw Jarocki, "Muchacha campesina".

Polvillo de hielo antártico


A veces la soledad es como respirar polvillo de hielo antártico. Pero no estás en una expedición científica, no estás encallado, no eres turista, no fotografías pingüinos ni elefantes marinos, no avistas delfines ni orcas ni rompehielos abandonados. Sólo contemplas la llaneza infinita, sin huellas humanas, sin relieves, sin montañas desde donde avizorar un nuevo destino. Y no sabes si estás dentro de un mal sueño o de una realidad fantasmagórica en la que te has quedado atrapado.

La muerte te sobajea los hombros

La vida es un cuadrilátero de box. Los golpes van y vienen. A veces se rompen reglas y el pugilato se transforma en un todo vale. A ratos crees escuchar la campana y te diriges a tu esquina donde la muerte te sobajea los hombros y te ofrece un sorbo de whisky. Te empinas el vaso y vuelve a sonar la campana, en una secuencia interminable cronometrada por un dios inmoral y belicoso. Nunca hay triunfos categóricos, sólo victorias pírricas. Duele ganar y duele perder, y hasta duele preguntarse por qué fuimos arrojados al mundo como gallitos de pelea o dogos insensatos.

Cuando la resaca impone su infortunio


El exceso de alcohol te hace perder el tono narrativo en las mañanas veraniegas. La ventana enmarcada en azul cobalto, los primeros rayos de un sol desteñido, el mentiroso café endulzado con sucralosa, un nuevo libro de Cormac MacCarthy, canciones de Titi Robin bajadas de Youtube, la magdalena proustiana interpretada por una sopaipilla grasienta. Nada ayuda cuando la resaca impone su infortunio. Entonces el corazón simula secarse, la memoria se obstina en arrancar de los dogos de la noche, no mueves la silla que entorpece el camino ni pisas una sola secuencia de vida razonable. Te detienes ante una pared y no sabes cómo traspasarla ni qué sentido tendría hacerlo. Si logras encontrar el baño te quedas allí para siempre, de pie, aunque encorvado, ante un espejo que te devuelve retazos de lo que creíste ser. Pareces más viejo de ese lado. Más apagado, menos cínico. Un toro adulto diluído en ácido sulfúrico. Canas multiplicadas, patas de gallo, frente de Nietzsche, jeta de Droopy. La existencia se te disuelve en saliva amarga, en nudos de culpa atropellados en la garganta. Eres literalmente una mierda humana, escalofriantemente idiota, sin objetos ni objetivos, un monstruoso ego de oro jubilado en guiñapo.


Pintura: Rufino Tamayo. Hombre y su sombra.

Respiradero de soledad y poesía


Un joven gallo pintarrajeado por Joan Miró atraviesa el parronal de lectura. Es un atardecer atávico de sol tibio y humaredas campesinas. Oímos a Chopin mientras el ventarrón nos bombardea con hojas amarillas. Avanzamos en lecturas y escritos. A ratos un comentario, una sugerencia, la lectura de un párrafo asombroso que no podemos dejar de compartir. Lorena casi culmina Muerta Ciudad Viva de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y yo avanzo en múltiples lecturas y textos. No sé adónde voy, no sé exactamente para qué escribo, pero si no lo hago tiendo a desesperarme, mi corazón se oprime como si quisiera estallar y cientos de bulldozer se atropellan en mi garganta prestos a remover los escombros de mi alma azul. Mis tonos son múltiples. A ratos parezco un puerco malherido, un funámbulo burlón con nariz de payaso o un extremista iracundo con resortera made in Chile. He abierto Punto Omega de Don DeLillo. Parece un respiradero de soledad y poesía, un encontrarse consigo mismo en medio de la nada.

"La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena. 
Una biografía de ochocientas páginas no es más que una conjetura muerta, dijo. 
Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla..." 
 Punto Omega, Don DeLillo

Surfista de una nube tempestuosa

Es temprano. El sol ni siquiera ha bostezado. Un viento norte silba entre las parras. Hay días en que amanezco con una opresión en el pecho, como cansado, como perdido. Una ducha helada no espabila mi pensamiento hacia terrenos menos inhóspitos. Permanezco sentado en el borde de mi cama. Contemplo mi cuerpo desnudo, mi piel tersa, mis poderosos brazos de leñador, mis formas musculosas que no reflejan mis años. Parezco mucho más joven de lo que dice mi carnet. Sin embargo, mi mente tiene más de cien mil años, pero eso sólo lo sé yo. Veo el mundo, el paso de las épocas, desde una perspectiva que me provoca dolor. Y ansiedad. Y soledad. Y a veces hasta risa. Sé que los hombres no evolucionan hacia nada por lo que valga la pena mover un dedo. Tres millones de años coexistiendo en un lodazal de envidia y probablemente estemos peor que en los comienzos.

Me arrimo a la ventana. El sol parece mudo. El vidrio refleja un animal moribundo torturado de conciencia, un surfista sobre una nube tempestuosa, un general de esqueletos ballesteros, un melancólico cerebro en formol de un capítulo viejo de Futurama, un pene poeta con un cuerpo portátil que insemina a toda la liga feminista austral, el heredero de una estirpe irresponsable que abandona letras en senderos neblinosos, letras con sonidos y colores que a veces parecieran murmurar algo, como notas prehistóricas, envejecidas y mohosas, o como el golpeteo de una cascada irrelevante en una roca subterránea cuyos ecos no oirán nunca los ingenieros topos ni menos los grillos expertos en Haydn.

Imagen: Saul Steinberg

Duchas frías para un sexoadicto

Divagas demasiado, muchacho. Las dudas te pasarán la cuenta. Te arrinconarán como dogos a un gato. Debes procurar no chocar con los postes del alumbrado. Apurar el tranco antes que cierren la oficina de eventos irreprochables. Suelta la gravilla de tu mano, déjala que se la lleve el viento. Vendrán otros segadores, cortarán nuevas gravillas. Alarga las zancadas, cruza en los pasos de cebra, no te detengas a comer berlines, divisa las ambulancias antes que te arrollen. Las mujeres seguirán pasando en distintas direcciones, algunas llevarán bikinis rojos, otras un libro de Murakami. Pon atención. No todas pueden ser tuyas. Sólo las que sonríen de gusto ante las estrellas errantes. Tu sexoadicción debe ser apaciguada con duchas frías, lanzando piedras al precipicio del coyote, trozando leños de acacio, empujando camiones atorados en el lodo. Sé que te has superado, muchacho, y ya no eres un diente de león sin voluntad ante la ventisca. Me han dicho que hasta usas yelmo y que combates hidalgamente, que no discriminas entre amigos y enemigos, porque el cronómetro es insensato y la luz se ha esfumado por falta de garantías. De cualquier forma no se ha de perder mucho. Rugirás cuando te toque a ti. No la darás fácil, y en tu cielo sólo te esperará Montaigne.

Imagen: Otto Müeller

Postbukowskianos

Hablamos de autores con Claudio Rodríguez. Me cuenta que ha leído sin demasiado entusiasmo a Whitman, quizá guiado por tanta influencia académica, por tanta mención. Me pregunta mi opinión sobre el autor. Le digo que lo leí hace muchos años dentro de un contexto personal e histórico muy distinto, tal vez para adquirir más cultura literaria, para no parecer un idiota en conversaciones de gente agrandada. Le agrego que hoy lo leo a través de las impresiones de Harold Bloom, que me salto pasos, que tomo atajos tramposos, porque la vida lectora es tan breve, que reconstruir el clásico armazón cultural demanda varias décadas, y en el intertanto simplemente te mueres por cualquier causa.

Vivimos una era lectora postbukowskiana donde es difícil sentirse atrapado por un libro. Chinasky nos ha cautivado durante décadas, sólo él, porque sus seguidores, discípulos o plagiadores son intragables. Es un estilo sin continuadores, porque para repetir tal magia habría que volver a vivir la misma vida del autor de Factotum, la misma nutrición intelectual, las mismas humillaciones, el mismo cinismo, la misma desesperanza...

Es verdad que los perdedores y el sexo, siempre orientados hacia un horizonte tragicómico, han sido un buen caldo de cultivo entre los narradores contemporáneos. Es una temática atrapadora, envolvente, identificatoria, porque tras los visillos del éxito personal suele cohabitar una ratita temerosa, un histrión de cuello y corbata que sobrevive interpretando con no poco talento su farsa cotidiana.

Es difícil saber qué temáticas y estilos preponderarán de aquí en adelante. Todo indica que la literatura se seguirá contaminando hasta convertirse en una densa nube de smog. Y no es algo malo. La honestidad creativa tendrá mucho que ver en eso.  Por lo demás, cada obra es una replicancia de otras obras, cada estilo una readaptación de otros estilos. Los refritos literarios son inevitables. Cada nueva generación necesita volver a contar las mismas historias y las formas simples, entendibles, para llegar a un público más amplio son como callejones estrechos. El problema es que ciertos refritos son como resaca de licores malos, tras ingerirlos sólo quieres olvidarte de ellos. Y a los excesivamente experimentales no los lee ni su madre. Aun son pocos los escritores capaces de armar ficciones verosímiles, menos aún los que practican cierta honestidad creativa. A la mayoría les cuesta exhibir el lado oscuro de su condición humana, pocos confesarían que son unos hijos de perra enfermos de envidia, retorcidos de rencor, llagados de humillaciones, desbarrancados mil veces en la escalera de la supervivencia. Predomina más bien una patológica obsesión por mirarse el ombligo y victimizarse dulzonamente, como aventándole florcitas al propio espejo, tal como cierto paisajismo urbano burgués que le sigue lamiendo el trasero cultural a la vieja bohemia parisiense.  ¿Y qué hay de los superventas? Para los lectores cultos cada best seller no es más que espumilla de ola en un mar muerto.

Brutos despojos de la biología evolutiva

La excesiva jodienda nos suele estropear la vida. La prehistoria colgando en la entrepierna sin un ápice de buenos modales. El delirante mete-saca esculpiendo la tragedia humana. Un cuento de Foster Wallace proponía la castración para combatir la sexoadicción.  Y de paso la infidelidad, principal causante del continuo infierno adulto. La fogata sexual o el engaño amoroso sólo dura un pestañeo. Luego, la sumatoria de días muy parecidos. Asfixiantes para algunos, deliciosamente rutinarios para otros, aunque jamás sincronizados en el cariño o el desamor. Pensar que por amor inventas oraciones boludas y hasta te tiras de un puente. Y pocos minutos después que mueres no le importas una mierda a nadie. Es la burlona risotada evolucionista. La insatisfacción por esas vidas que nos estamos perdiendo nos angustia, cada elección involucra perderse todas las posibilidades restantes. Pero pocos duran aceptando las reglas monógamas. La conciencia de la irreversibilidad del tiempo, de la cercanía del polvo desmemoriado, del declive a la vuelta de la esquina, nos va matando de a poco, sin anestesia, con particular saña. Philip Roth plantea a través de un pensamiento de David Kelpesh, en El animal moribundo, que la vejez es inimaginable, excepto para quien la padece. Sin embargo la intuyes, y te acorazas para alejarla lo más posible. Hasta los 25 o 30 años la vida parece eterna. A las mujeres les afecta un poco antes porque la competencia con las adolescentes es descarnada, y los hombres, como brutos despojos de la biología evolutiva, siempre las han preferido tiernas. Esa es la horrible primera muerte de las mujeres, el abandono, la pérdida de interés de sus machos, la belleza en su plenitud es cambiada por la belleza incipiente, y luego la enorme cama vacía de un lado, y un largo otoño de cuatro o cinco décadas tecleando desconcentradamente un control remoto hasta las tres de la madrugada.

Imagen: George Grosz

Morir de hambre

Ha llovido desde anoche. Me levanté en penumbras, tal como la mayoría de los chilenos durante estos meses invernales. Fui por leña para encender la chimenea y en el camino divisé los primeros manchones de nieve en la cumbre del gran Malalcura. Se distinguían apenas en medio de la bruma blanquecina que deja la llovizna en las montañas. Me invadió una especie de felicidad ante ese majestuoso espectáculo. Cuando era pequeño contemplaba la nieve todo el año. El sol veraniego no era capaz de derretirla por completo. Hoy las nevazones son escasas y ya en septiembre no hay rastro de ellas.

Nuestra última lectura de la madrugada me dejó afligido. En su biografía sobre Dostoievski, Henri Troyat narra lo sucedido con la familia del escritor tras su muerte. Anna Grigórievna, su viuda y albacea, dedicó sus últimos años a clasificar las pertenencias de Dostoievski. Lo hacía con devoción, consagrada a asegurarle su merecida inmortalidad. A partir de 1886 envió al Museo Histórico de Moscú cajones con libros, retratos y manuscritos. Vasili Grosmann recuerda:”Y esta mujer de cabello gris oscuro, con un gorrito, de rostro cansado pero encantador, de ojos claros, grises pero inteligentes y sonrisa joven, me mostraba, como lo hubiera hecho con cualquier admirador de Dostoievski, los manuscritos de sus memorias, las valiosas reliquias de sus archivos y las numerosas cartas que su marido le había escrito.”

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