Hoy vi loicas sobre el barbecho. Eran decenas, quizá cientos, como guirnaldas rojas que se deshacían con cada estampida. Desde muy temprano las nubes se atrincheraron a baja altura decretando la imposibilidad de un arcoiris. Romina se levantó tarde. Tras ducharse desayunó café y tostadas con mermelada de mora. Luego salió al campo a fotografiar pájaros invernales. Anduvo silenciosa aunque amable. Respondía con corteses monosílabos. Tras un almuerzo frugal fue al pueblo a comprar paltas y queso para la once mientras yo terminaba de reparar un cerco volteado por el último temporal.
Anoche bebimos tinto junto a Samuel y Valentina. Llegaron como a las diez, cubiertos con gorros rusos, guantes polares y botas todoterreno. Afuera la temperatura rondaba los cero grados, pero adentro manteníamos encendida la cocina a leña, las teteras hervidas para el mate y el café, los galletones y maníes sobre la mesa y el navegado a punto para los más beodos. Romina y Valentina competían soterradamente por ser la más sexy de la velada, la más inteligente, la más deseada, la acaparadora exclusiva de la atención de los machos. Ambas con licras invernales ajustadas, ojos pintarrajeados, aros gitanos y pasitos de Gatúbelas en celo mantenían al rojo su guerrilla sutil. Al final perdieron las dos porque los machos éramos muy borrachos y preferíamos descuerar las muletillas de Zizek en torno al amor o analizar las últimas jugadas mundialeras.
En algún momento leímos poemas de Claudio Bertoni. Más bien los balbuceamos, o quizá nunca lo hicimos. Sé que hubo desacuerdos interesantes, roces eróticos, porros bien armados y besos sin luces. La noche no tenía grillos, aunque sí gallos insomnes que cantaban entre cada pesadilla. No sé si amanecí con Romina o Valentina. Estaba aún oscuro cuando me levanté para atender a los animales del establo.
Imagen: Bernard Buffet
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