Ganen o pierdan frente a Brasil, los fieros dirigidos de Jorge Sampaoli se han ganado un lugar destacado en la historia del fútbol chileno. Juego colectivo, rapidez, carácter, por primera vez contamos con una defensa que se hace respetar. La historia, que tanto daño le hace a las piernas de los equipos sin demasiadas medallas, parece haberse abolido dentro de la cancha. Los muchachos juegan a ganar, como si cada partido fuese una final del mundo anticipada. Es cierto que les falta cierta precisión en los pases y mantener el control del balón, pero todo se corrige en el camino. Vale la alegría, la expectación, el entusiasmo que se apodera de un pueblo habitualmente gris. Los chilenos detienen sus labores y se instalan frente a la pantalla, comparten una cerveza, un choripán, garabatean al árbitro y hacen apuestas infantiles, mientras los indomables mapuches hacen sudar la gota gorda a los rivales. Para ellos la pobreza ya es un sueño lejano, una nostalgia triste de canchas de tierra, madrugadas, estómagos vacíos y abandono. Hoy se solazan en sus lujos extravagantes como niños traviesos. Un Xbox los entretiene más que un Ferrari, las chicas en bikini les arquean sonrisas de adolescente manflinflero, apenas diccionan respuestas ante las cámaras, no saben de muchas cosas, pero hacen pronósticos sensatos y evitan mostrarse como divos. En el camarín y en la cancha se sienten a gusto. Aún no hay tiempo para dimensionar el resto, la fortuna amasada, la fama, la marca de zapatillas promocionada, la idolatría de millones de pequeños que sueñan el mismo sueño, ese que sólo alcanzará uno entre cien mil. Pero mientras se intenta cada alegría tiene su sentido, es el tránsito lo que importa, el dominio, el dribleo, la hermandad en la cancha. Los pequeños no saben (no tienen ni para qué saberlo) que ese bello juego sobre perseguir un balón fue apropiado como un gran negocio de transnacionales, de grandes mafias, de rufianes inescrupulosos, de apostadores billonarios; esos pequeños no saben que ese amado deporte es el opio capitalista por excelencia, la religión más apropiada, de última generación, para desviar la atención de los abismales aprovechamientos e injusticias en que nos hundimos cada día.
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