Alejandra, delgada y seductora mechona de Parvularia, no había puesto ningún reparo ante mi osada invitación. Llevábamos poco de conocernos. Apenas un par de cafés en el casino de la facultad y muchos jugueteos y risas sin sentido.
Nos sentamos en el borde del río, sobre unas piedras que parecían asientos de cavernícolas. El agua, naturalmente turbia y correntosa, bajaba acompañada de una fresca brisa que nos acariciaba de pies a cabeza.
Olvidé mi bikini- musitó Alejandra, con cierta sorpresa.
Me encogí de hombros. Ya me había sacado la polera y rozaba el agua con mis dedos.
¿No te importa, verdad?- me dijo Alejandra, al tiempo que se bajaba los pantalones y se sacaba su peto, quedando apenas cubierta por un minúsculo calzón blanco. Tenía los pechos pequeños y usaba un sostén rosado de algodón.
Caminó descalza hasta el río. Verla era mejor que contemplar a todo el resto de la naturaleza. Se sentó a mi lado y puso los pies en el agua. No hablamos mucho. Sólo nos tomamos de la mano y contemplamos la corriente. Estábamos de alguna forma felices.
Nuestras manos no tardaron en ponerse a jugar, en entrelazarse, en hacerse cosquillas y excitarse, como si tuvieran su propio amorío, indiferentes a nuestra mística contemplación del agua.
Pero las manos pronto fueron por más.
Nos tendimos sobre una toalla, en medio de un claro de hierba. No tardamos en quedar desnudos, en besarnos enteros el uno al otro y en hacer el amor con tanta ternura, alegría y placidez, como si aquella tarde y aquel día y la vida misma fuesen a durar mil años.
Imagen: Otto Mueller
Imagen: Otto Mueller
Me encantó este relato porque además de ser sexo espontáneo y natural es muy tierno.
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