Ocho años atrás había salvado su vida de milagro debido a que se cortó la cuerda de la horca donde iba a ser ajusticiado. Entonces se le acusó de conspirador y el Cabildo de Santiago dictaminó sin dudar esa sentencia.
Esta vez estaba al frente de la primera huelga que estalló en el Reino de Chile. Comenzó en los lavaderos de oro de Malga-Malga el 10 de febrero de 1549. Sólo en los últimos cinco años se habían extraído de allí más de 400 mil castellanos del metal. Una numerosa población de mineros, la mayoría indios y piezas de servicio, se habían establecido en la ribera norte del río Aconcagua. Trabajaban bajo las órdenes de soldados españoles. En Malga-Malga había alcalde, alguacil, escribano, pesador, pregonero y hasta párroco.
A ellos se sumó Sebastián Vázquez, un lenguaraz barbudo y enjuto de origen desconocido, que amenizaba las noches con historias divertidas que hablaban de doncellas mancilladas y frailes sinvergüenzas, y que en el día, mientras los demás trabajaban, predicaba que los mineros eran explotados por los dueños de las pertenencias auríferas, y que era una insensatez de parte de los trabajadores no poner remedio a esos abusos.
De esa forma no tardó el celebrarse un mitín mediante el cual se acordó elevar un pliego de peticiones al Cabildo de Santiago.
El pliego fue dirigido al regidor don Gaspar de Vergara, dueño de una de las principales pertenencias de Malga- Malga:
"Muy magníficos señores:
Pedro Gómez de las Montañas, en nombre de todos los mineros, digo que por cuanto la tierra está rebelada, suplico a vuestras mercedes en nombre de todos los mineros que pidan y requieran a los oficiales de Su Majestad manden aquí seis hombres de a caballo para que nos guarden de los indios y no nos ataquen; porque si no se envía gente que guarde las minas, yo y todos los dichos mineros estamos determinados a desamparar las minas, para que venga cada dueño a hacerse cargo de ellas dentro de ocho días si no proveyeran como pedimos. Y porque nos parece a mí y a todos los mineros, que así conviene al servicio de Dios y de su Majestad, lo pido y suplico a vuestras mercedes en nombre de todos los dichos mineros para que lo hagan como lo suplico.
Besa las magníficas manos de vuestras mercedes: Pedro Gómez de las Montañas."
Luego firmaban trece mineros, y al final, la firma de Sebastián Vázquez, quizás para no despertar sospechas. La carta fue leída con espanto en el Cabildo y no pocos presionaron para acabar la insurreción con sangre. Pero primó la cordura y fueron enviados cuatro soldados a Malga-Malga. Allí fueron recibidos con frialdad por los alzados, quienes a su vez enviaron un nuevo emisario a Santiago para reclamar por los dos soldados faltantes.
Los cabildantes se pusieron firmes esta vez y amenazaron con la horca a los revoltosos, pero éstos, instigados por Vázquez, cumplieron la amenaza y declararon la huelga general, abandonando los lavaderos y liberando a los indios que tenían a sus órdenes.
El caso parecía muy grave y no existían precedentes de tal comportamiento en América. Los propietarios y su propia Majestad estaban expuestos a la ruina, pues no sabían qué actitud podrían tomar los indios. Los lavaderos, los crisoles, las bateas, los hornos y todas las instalaciones podían ser destruidas por los indios que estaban sin control.
Se decidió obrar rápido y con la máxima firmeza y llamar al mismísimo Francisco de Aguirre, el "terror de los naturales", que ya había descargado su fiereza contra diaguitas y picunches y que desempeñaba el cargo de Alcalde de Santiago y Justicia Mayor del Reino. Cuando llegó Aguirre el 18 de marzo de 1549 "halló a Pedro Gómez de las Montañas con todos los mineros de Malga-Malga alzados y las dichas minas abandonadas". Se estableció el diálogo con los alzados y concordaron en dejar un destacamento permanente de soldados para la protección de los mineros tras lo cual la huelga fue depuesta. De Sebastián Vázquez no habían señales, ni la historia volvió a hablar de él, aunque se rumoreaba que había escapado río arriba.
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