El espíritu de los grillos

Stephen King subió de 50 novelas. Algunas de ellas, magistrales. Otras, forzadas editorialmente a ser extensas. Las mías no suben de tres. Yo les he impuesto la categoría de novelas, aunque podrían ser cualquier cosa. Desarrollar argumentos extensivamente no me apasiona. Prefiero leerlo de otros. Mis propuestas son breves, meros accidentes en el camino, desvíos apresurados. Confluyen los elementos habituales de un pensamiento apasionado, resentido, revanchista. La violencia salpica todas las posibilidades mentales. También la poesía. Extraña peculiaridad cuyas razones me harían especular mil páginas. Un pájaro pintado de rojo fuego picotea nubes escurridizas. El sol blanquecino de abril sabotea la mirada del atardecer. 

Pasan los días. Se me esfuman ciertos aspectos del amor, cierta clarividencia para percibir la maldad. A decir verdad, me han dejado de importar demasiadas cosas. En las noches suelo escuchar débiles espíritus de grillos, o vacas sin ternero mugir su desesperación, o su melancolía, y avanzo en El mago de Lublin y El elogio de la sombra. Leo lentamente a Bashevis Singer y Tanizaki. Los leo con una lupa tan grande, que mi asombro admirativo parece respirar por sí mismo.

Imagen: Yumeji Takehisa

La colita de Sir Richard

Lo peor eran las madrugadas, el viento frío, esperar el microbús con la lengua estropajosa y la piel tinturada de vino barato.

Era la hora del silencio. Cada uno a su madriguera a dormir una o dos horas antes de volver a perder el tiempo en la gran ciudad. 

Los grafittis de los costados eran la decoración perfecta para esa inmensa habitación sin puertas ni ventanas, sin techo ni alfombras ni leyes. Saber que seguían allí, en el mismo muro, era una constancia de que seguíamos vivos, de que no estábamos tan perdidos en el mundo.

Debieras guardar copias de tu locura

Los discos duros van muriendo como replicantes de Blade Runner. Es una muerte dolorosa para quienes tenemos cierto espíritu conservacionista de monjes medievales. El conocimiento inútil, las arbitrariedades filosóficas de la mente, la deliciosa pornografía, los sonidos del cosmos, las desquiciadas brochas del expresionismo, los multiuniversos de los dioses novelistas, la desnudez de la historia, las máscaras insensatas, el aullido de las víctimas, la memoria familiar, todo queda abolido de un plumazo tecnológico. Es nuestra personal biblioteca de Alejandría sosteniéndose en la nada, el mobiliario de una mente de cincuenta mil habitaciones con ventanas hacia todos los climas, paisajes y caprichos de la imaginación. No hay forma de reproducirlo con exactitud, sin contar con que cada día se es levemente distinto al anterior y que los intereses van cambiando de posición.
El consejo habitual es guardar dos o tres copias de todo lo acumulado, pero no siempre lo logras hacer a tiempo. 

Opción apocalíptica

Para que la especie se extinga, para que el mundo se apague, bastaría que fuésemos sinceros.













Imagen: Zdzisław Beksiński

No son gotas de lluvia

Demasiado frío en este descampado humano. Lobreguez en las formas. Si te he visto no me acuerdo. Un zorzal está empeñado en traspasar la ventana. Lleva dos días en lo mismo. Se diversifican los colores en septiembre. Chilcos, añañucas y lirios despeinados por el viento, como diseñados en papel crepé por un párvulo más empeñoso que prolijo.

Dejo un rato en paz a José Donoso, luciferino escritor de mil máscaras. Esther Edwards y Pilar Donoso lo han desguazado en sus respectivas biografías para que lo podamos admirar en toda su complejidad. Nadie lo quiere menos por conocerlo a fondo. Ni me planteo si es correcto o mero morbo. Debería bastar con la pura obra, pero nadie respeta esa regla.

Miguel Sánchez-Ostiz ha mencionado al boliviano Víctor Hugo Viscarra. Escritor vagabundo que ha trascendido, que suma seguidores más allá de su patria. Autor de Borracho estaba, pero me acuerdo y Alcoholatum & otros drinks. Busco sus obras. Sólo encuentro la póstuma Chaki Fulero (Los Cuadernos Perdidos de Víctor Hugo), escaneado de un ejemplar bastante manoseado. Hagamos de cuenta que esto es el prólogo, dice en la primera hoja. Lo siguiente, sentido común para desdeñar la convención de ese mismo prólogo. Camino sobre letras tiernas, plagadas de poesía inevitable, de humor triste, de resaca crepuscular. 

"No, no son gotas de lluvia las que caen sobre tu rostro y te ponen tan intranquilo. Son... ¿cómo podría decirte? Algo tan importante que hasta palabras me faltan para describirte su real significado. Pero, como estás cansado no me vas a poder entender. Aun así, seguí descansando porque es tal la magnitud de tu cansancio que no te puedes dar cuenta que estás muerto..."

Imagen: Víctor Hugo Viscarra

Mi idea del vacío universal

Tenía alrededor de siete u ocho años cuando participé en un concurso provincial de dibujo. La temática era libre.

Dibujé mi idea del vacío universal. Desiertos, cielos infinitos y un par de siluetas perdidas en un horizonte difuso.

El profesor encargado de reclutar los trabajos quedó mirando el mío con mucha desconfianza. Acto seguido, tomó un plumón amarillo, dibujó una redondela a modo de sol en el centro de mi obra y numerosas rayitas que simulaban rayos de luz y que se esparcían alegremente por mi obra de arte asesinada. Así está mejor, dijo. 

Fue la primera vez que le dije ¡¡conchetumadre!! a un adulto. Pero sólo en mi pensamiento.

No esperaba ganar ni gané esa vez. De haber conseguido algo no me habría sentido dichoso pues había dejado de ser mi creación gracias a la intervención de ese mentecato medio analfabeto con donaires de esteta.

No pude evitar sentir inseguridad. Mamá en casa no ayudaba pues insistía en que los profesores y autoridades sabían lo que hacían, que eran personas muy respetables y que había que tenerles un respeto absoluto. 

Pero yo portaba, sin tener plena conciencia de ello, los gérmenes malignos del cuestionamiento y el desacato, y me volvía lentamente un indignado experto en pequeñas acciones de sabotaje. Un mini terrorista. Por supuesto que la mayoría de mis acciones de entonces siguen impunes hasta el día de hoy.

Como sea, en el siguiente concurso en que participé hice todo lo contrario de la primera vez. Es decir, me vendí superficialmente a ese sistema de analfabetos y garrapateé un enorme dibujo totalmente barroco y optimista. Una burrada rastrera donde los muchachos competían en un partido de vóleibol y había pancartas con mensajes alegres y pompones multicolores y bellas autoridades en el estrado contemplando esa fiesta social.

Obviamente gané. Era un concurso provincial. Recibí diplomas y medallas y aplausos. Pero para mí no era más que un dibujo estúpido y lamesuelas hecho para congraciarme con el funcionariado pinochetista,que en esos días estaba plagado de milicos y soplones de la peor calaña.

En lo posterior evité participar en concursos. Fue un camino arduo el de darme cuenta de que no era yo el equivocado sino todo el sistema político y educacional, podrido y perverso de principio a fin.

Tuve un profesor de arte en la secundaria. También solía sugerir formas más apropiadas para ganar concursos, pero a mí ya no me importaba. De cualquier forma, habíamos sido asesinados como creadores desde muy pequeños. 

Por mi cuenta aprendí ciertas nociones de acuarelismo e incluso hice reproducciones bastante afortunadas de los estanques de Monet. Una de ellas se la guardó el profesor. No sé para qué.

Tras salir de la secundaria nunca volví a tomar un lápiz o un pincel.


Pintura: Iman Maleki, "Wish"

La historia como oblicuidad de la emoción

Entre los peligros que acechan a la historia está la hipocresía, consciente o inconsciente, de los historiadores. Difícil es reconocer que la objetividad no es asible, por cuánto pensamos y actuamos en función de legitimar objetivos e ideas. 

Ser un buen funámbulo reflexionador de la historia es un arte que, si lo llegamos a dominar en algún momento, por algunas horas, lo olvidaremos apenas emerja un conflicto que nos toque personalmente. Y entonces volvemos a las patadas, a la guerrilla retórica, al torcimiento intencional del sentido de las palabras para que acoracen nuestra postura.

Sin embargo, y teniendo en cuenta la imposibilidad de la objetividad histórica permanente, hay obras de historiadores que prefiero sobre otras. Entre ellas, las de Marc Ferro, Eric Hobsbawm, Edward Palmer Thompson y Howard Zinn. Este último, menos academicista en la forma, plantea de entrada, y con aparente honestidad, su opción por mantener la mirada desde los que perdieron, desde los despojados, desde las víctimas. No pretende entender la historia desde una perspectiva global, holística (aunque tampoco lo desdeña), sino ajustar cuentas con la memoria. Que las perversiones humanas recobren su deshonroso sitial, que nada se olvide, porque el mal también debe ser recordado, para que las personas entiendan por qué hemos llegado hasta aquí, de qué forma, bajo qué costos, bajo cuánta sangre, atropello y humillación.

Hace unos momentos revisaba imágenes en Youtube sobre las ejecuciones de Ceacescu y su esposa, sobre Gadafi, Mussolini, Saddam Hussein, Anwar el Sadat, el mismo ajusticiado John Kennedy, los bombardeos a Perón y sus leales, los asesinatos masivos contra los partidarios de Salvador Allende, el funeral de Tito, las humillaciones públicas de la revolución cultural maoísta, veía la espectacularidad del período estalinista, la increíble batalla de Stalingrado, quizás la más gigantesca junto con Waterloo. Tanta sangre derramada para nada, porque al final, y más allá de los locos eventuales, de los recalentamientos ideológicos que cobraron tantas millones de vidas, las sociedades siguieron tanto o más injustas que antes.

Es cierto que no todos necesitan la historia para lo mismo. Algunos la usarán para acaparar más poder, para atrincherar su posición política, para conferirse estatus, para denostar enemigos, otros buscarán un sentido a sus vidas, una dosis de identidad a su vacío existencial, unos cuántos recurrirán a ella buscando una novela asombrosa, una historia entretenida para las horas de ocio, con muchos muertos inocentes, con soñadores, exploradores, traidores, conspiradores y sabandijas.

Pero la historia conocida, es decir, la visión o las visiones que se han logrado imponer, y se han convertido en verdad oficial, no tienen más categoría que un discurso político, ideológico, pasajero. Son tangencialidades explicativas amparadas por el poder de turno. La historia es mucho más que eso, mucho más que la contraversión de los que perdieron, más que la versión de los críticos marxistas, más que la simpleza positivista, más que el estudio de las mentalidades o la articulación de las microhistorias. La historia es como un cuadro mundial de Van Gogh que debe volver a pintarse todos los días, debe repensarse, reescribirse, desconfiar de sí misma, sospechar de todos los espejos planos y cóncavos que encuentre a su paso. Porque la historia es en esencia una oblicuidad de la emoción disfrazada de circunspección narrativa.

 Aún así, puede que sirva para algo, quizás para llegar a entendernos en el futuro, con una cuota de buena intención de por medio, aunque sólo pongamos sobre la mesa de negociación  una esferita con islas desiertas y palomas de origami.

Mates con Walter Benjamin

Esta vez fueron los tordos que se comieron las cerezas rosadas, las primeras en madurar. Se trenzaban en aletazos y trinos groseros con otros pájaros, pero ellos terminaban ganando en número. Parecían un ofuscado parlamento surcoreano en medio del ramaje. 
Noviembre es la adolescencia de las estaciones sureñas. Lirios y rosas florecen al unísono cubriendo el valle de rojos, amarillos y blancos. Las mañanas frías han quedado en el recuerdo y hoy es posible salir a trotar por la carretera aspirando la mezcolanza primaveral. Los perros feroces andan de buen humor y hasta mueven sus colas desde el otro lado de las rejas. Sol tempranero, de siete de la mañana, mate bajo el parrón, Mozart y Schubert en voz baja, raudas camionetas hacia los camping del río Ñuble, lecturas del desayuno, Walter Benjamin, Dirección única (lo acabo de descubrir en el archivo digital) vagabundeos reflexivos tan asertivos como implacables, el sueño de atrapar una época a través del escrutinio de los detalles. No lo logró completamente. Tuvo una mala noche en Portbou. Puede que hoy tampoco lo hubiese logrado, y sin probable suicidio, sin agentes misteriosos socavando su vida, sino tan solo por el desgaste natural de una voz lúcida ante un mundo sordo e idiotizado.

Luciérnaga insomne


Observo pinturas de James Ensor, multitudes fantasmagóricas, máscaras payasas encubriendo lo miserables que seremos siempre. Lo hipócritas. Lo traidores. Ni siquiera es biología. Mera supervivencia. Simplemente es la gran mariconada evolutiva, la continuidad de una tragicomedia que ni siquiera es graciosa, el olvido premeditado de tantos dioses que se fueron de farra eterna. 

Büchner vivió tan poco, y John Keats, y Stephen Crane, y Jaroslav Hásek. La creación puede alcanzar su madurez tan rápido, y luego esfumarse como una gota de aspersor en el jardín del infierno. Es difícil saber en qué etapa creativa me encuentro. No sé si ya he dicho lo más importante, y el resto es solo jugar a los dados con cierta astucia. Lo importante también se disuelve. La banalidad rellena las horas. La levedad es una forma de sobrevivencia, un esmalte de insensibilidad para no morir desangrado. 42 inviernos cargan mis hombros, cientos de álamos fantasmales que oscilan de lado a lado, algo así como un desgastado bosque de libro infantil, un bosque que se difumina en la lejanía, con un primer plano de exagerados grises adultos, negra azulada medianía dickensiana, y al final, casi desapareciendo, un probable amarillo, una partícula solar dormida sobre una alfombra de heno o el asombro inútil de una luciérnaga insomne.

La memoria es una cartelera de fantasmas, de deseos que nunca serán satisfechos, un esqueleto triste de pura nostalgia.

Alguien llama...

Pintura: James Ensor

Los borrachos no escriben

Es la hora en que nos entretenemos escribiendo haikus de borrachos. Cae la helada de Todos los Santos. No cubrimos los tomates. Fantasean las mariposas nocturnas con traspasar la ventana. Hay café caliente, muchacho. Poca luz. Debes leer con gafas. Pon pensamientos en el ruedo. Que este silencio sirva para algo. La culpa quizá. La culpa es tu bola de acero encadenada al tobillo. Ni siquiera eres cristiano. Ni siquiera eres algo categórico. Tienes la sonrisa de un esqueleto no descubierto. Un armazón de huesos sentado en una cueva sin entrada ni salida.

No hay rumores de torcazas alegres

La noche se desplomó como una mantarraya atolondrada. Un silencio triste, de vacas mugiendo detrás de las púas, acompañó la cartelera de los recuerdos, las ucronías sentimentales, el doloroso cadalso cuya condena es no morir nunca.
No bebo alcohol cuando estoy solo, el mate no me deja dormir, el café instantáneo es un asco y hasta el té más caro una mentira industrial. Sólo me queda beber agua, agua cordillerana levemente tratada en las plantas potabilizadoras. A esta hora quisiera bañar una puta y leerle cuentos de Coloane hasta que se quede dormida. Mi habitación es monacal. He prescindido de lo que me ha parecido accesorio. Incluso desmonté todos los cuadros porque me enemisté con ellos. Me ponían neurótico. Sólo dejé a Modigliani en la habitación contigua. Contemplo mi sombra en las paredes desnudas. Las ampolletas led la fantasmalizan, como si existiera menos, como si me fuera convirtiendo en nube o espíritu. La sombra es algo sorda, no responde a mis preguntas, pero sabe demasiado sobre mi, como que mis victorias fueron siempre pírricas, y que a veces ni valió la pena pelearlas. Muchas cosas no sucedieron como pensaba. Los leales se dispersaron como estorninos insensatos. Los que quedaron se encajonan, sueltan las armas, se inutilizan. El pequeño regimiento de esqueletos se adormece como alameda sin luna. La condición humana parece estibada hacia el egoísmo. La desidia es una cómoda banderita blanca. Al final de los tiempos reinarán Bolsonaros y ratas. Abro lecturas al azar para resumir la madrugada: La verdad de las mentiras, Cartas al castor, Mujeres. Vargas Llosa es avezado reflexionador literario. Sartre un marrano meticuloso. Bukowski desternilla con polvos de callejón. De fondo el segundo movimiento de Emperor. Lo siento como un solemne trompeteo a mi descenso a la ultratumba. Soy de lecturas dispersas, de relaciones caóticas, ya no me alcanzó el tiempo para ser erudito. Escribo a salto de mata. Entre pedrada que viene y pedrada que va. Ya no sé cuando narro, cuando escribo poesía, cuando me quejo, cuando puteo. La creación es una ensalada rusa volcada, un plato de tallarines con champiñones resecos. Prosigo desbrujulizado. Los hijos de puta viven en el mundo del cronograma, del sálvese quien pueda, cada uno con su pequeña corte de lameculos, que a veces no son más que gatos callejeros arrimados a lamer sobras nauseabundas. Y ese mundo no es el mío. No nos entendemos. Es decir, les robo su locura pero no los quiero. Ellos tampoco me estiman.
A veces el viento no trae rumores de torcazas alegres, ni briznas de hojas secas rasmillando los vidrios, a veces no trae más que aire apresurado que no acaricia, que no refresca, que golpea como la bofetada de un verdugo demoníaco.

Pintura: Amedeo Modigliani

Desesperación deportiva

Murakami necesita correr como actividad complementaria a escribir, como necesidad y purificación. En momentos de aflicción suelo volver a hacer ejercicios. Trotes largos, flexiones, abdominales, trozar troncos, subir montañas, remover grandes piedras, hasta agotarme. Sentirme exhausto y más fuerte me debe ayudar, por algo lo sigo haciendo. Desde los doce años. Y ya tengo 42. Una constante, quizás la única que he conservado. Es como si necesitara reencauzar mi ira (no aplastarla) y a la vez fortalecer mi cuerpo para los posibles contraataques. Nada debe ser peor que sentirse un pirigüín debilucho o un mofletudo sin movimiento. Si la vida te vuelve a lanzar trompadas arteras, debes estar preparado para, al menos, responderle con sendas patadas en las bolas. 

El mejor crítico de la literatura chilena

Reflexionando sobre quien tendría suficiente mérito para ser considerado como el mejor crítico de la literatura chilena, llegué a la paradójica conclusión de que este alto honor sólo le cabe a un boliviano: Gustavo Adolfo Otero. 

Conocí a Gustavo Adolfo Otero por recomendación de mi abuelo Enrique, que es un destacado coleccionista de libros antiguos. Él ya le había echado una ojeada al libro El Chile que yo he visto, y había quedado sorprendido con las ponzoñosas caricias (no carentes de certeza) con que este irrespetuoso boliviano se mofaba de los baluartes de la literatura chilena.

Otero fue un destacado diplomático boliviano, periodista, crítico literario y corresponsal de la Guerra del Chaco, experiencia que le sirvió para plasmar con soberbio realismo una de las mejores novelas americanas de guerra: Horizontes incendiados (1933) Obra que no se amilana en crudeza y calidad literaria ante otra cumbre parecida como lo es La roja insignia del valor del estadounidense Stephen Crane.

En su libro El Chile que yo he visto, Otero describe con gran soltura todo lo que le pareció digno de destacar durante su periplo por este sureño país. El autor se divierte retratando con puntillosa exactitud un conjunto de costumbres muy propias de la sociedad chilena. Surgen así las formas lingüísticas del vulgo y la aristocracia, que solapan su hipocresía con modismos dulcificados; la beatería a todo nivel (incluso entre los ateos y socialistas); el militarismo exacerbado; los prejuicios de clase; los olorosos y atestados tranvías; el patriotismo histérico y belicoso, del cual observa: “El patriotismo es un biombo, tras del cual se ocultan todas las manchas y todos los vicios de Chile. Por patriotismo se calla el robo de un ministro, por patriotismo no se expulsa del poder a un mal presidente, por patriotismo no se escriben buenos libros. El patriotismo es una especie de polvos de arroz que cubre las escoriaciones de la patria”.

Respecto a las letras chilenas, no escatima recursos literarios para lanzarse como un áspid contra los grafómanos que él considera mediocres o pasados de listos como para camuflarse en un ambiente social desprovisto de toda capacidad crítica.

De Fernando Santiván, dice: 

“Es redondo, como una bola de billar, y no hay por dónde sacarle punta.
No es dulce, ni agrio, ni fuerte, ni delicado.
Es algo así como la esponja o el amianto.

Pertenece a esa raza de hombres que forman un regimiento gris, que no es opaco ni luminoso, que no vuela como el águila ni se pega contra las paredes como la lagartija.
Es el hombre gris, el literato gris, talvez un poco gris perla, pero al fin y al cabo siempre es gris.
Es una ilustre medianía, a quien se le debe dar un premio a la mediocridad…”

De Daniel de la Vega, afirma:

“Su alma es una camisa húmeda puesta a secar al sol, cuya agua se evapora lentamente, pero muy lentamente, sin embriagar a nadie, sin despertar entusiasmo, sin emocionar”.

Con el escritor Rafael Maluenda es particularmente duro:

“Schopenauer clasifica a los escritores en los siguientes grupos:
1° Escritores que escriben sin pensar o con pensamientos ajenos.

2° Escritores que piensan al escribir.

3° Escritores que piensan antes de escribir.

Sin duda el señor Maluenda no está encasillado en ninguna de estas gavetas, porque junto a muchos escritores forma parte de una fauna especial, en la que están comprendidos los escritores que piensan después de escribir.

Esto no quiere decir que no produzca, como el conejo, cuentos, novelas, dramas, crónicas, artículos de batalla, etc., etc., etc.

El señor Maluenda posee en su estilo propio algo así como las cuarenta cartas de la baraja, unas cuarenta fórmulas o matrices, que las hace variar convenientemente de un lado a otro, dando la sensación de lo imprevisto.

El señor Maluenda no es cursi, tampoco es admirable, atributos que pueden ser tolerables en homenaje a que es esencialmente vulgar.

¡Oh, Gorki, qué de crímenes se cometen en tu nombre!

Felizmente ahora se ha dedicado al periodismo político, lo cual le asegurará muy pronto una diputación”.

Al crítico literario chileno, Omer Emeth, lo deja como para trapear pisos:

“El edificio intelectual de este cura está sostenido por un trípode formado por la religión, la erudición ratonil y su falta de independencia.
Para hablar de cualquier cosa tiene que hacer acrobacias entre estas sus tres ideas y no siempre las sortea con gracia, ni con elegancia, ni con talento.
Dogmático por ser católico, conservador y casuista.
Resulta por esto algo así como una cacoquimia de las letras, que flota como cuerpo muerto entre las ideas modernas, por mucho que él alardee de saberlas. Se puede saberlas, pero lo difícil es sentirlas.
Y después de todo eso, escribe largo.
Así ya resulta una verdadera calamidad.
Pontifica en un templo de beocios y de fenicios, porque los verdaderos intelectuales no le toman en cuenta.
Está tan “mercurializado” que ya no sabe ni decir misa.
Le da por el chiste y la ironía. Entonces es una vieja beata, pintarrajeada, que se ha puesto enemas de agua florida y que se pone a hablar del prójimo en forma de compasión.
Le falta corrosividad para ser valiente y un poco de buen sentido, ya que no de sentido común, para ser el crítico de Chile”.

La sumatoria de retratos, críticas furibundas y ensañamientos de Otero es larga y con gusto las transcribiría todas, pero no es mi deseo abusar del tiempo de nuestros esporádicos lectores. 

Cabe destacar que el libro fue publicado en La Paz en 1922, y ya iba en su segunda edición. Faltan algunas páginas finales, precisamente donde se refiere a Joaquín Edwards Bello (a quien parece valorar, por citas anteriores favorables), Augusto D’Halmar (entonces apellidado Thompson) y Eduardo Barrios, con quien al menos yo sería particularmente hostil, dados los minutos que me hizo perder la semana pasada.

Un signo contundente de que Otero no andaba tan perdido literariamente, es su favorable percepción de la entonces joven Gabriela Mistral, pues al momento de ser escrito El Chile que yo he visto, ella no había publicado ni siquiera la obra Desolación. Dice de Gabriela Mistral:

“La inteligencia de las mujeres es la belleza.
El único pecado que no se puede perdonar a las mujeres es que no sean hermosas.
A la mujer sólo le queda reservado el amor, su única religión, porque las mujeres son máquinas cristianas de fabricar hijos.
Cuando una mujer no se prolonga por el hijo, para hacerse digna, tiene que prolongarse frente a las edades y al destino con la obra de arte.
Gabriela Mistral es una mujer que está más allá de su sexo. Es un acierto y un desafío a la humanidad, talvez por demasiado femenina o talvez por demasiado humana.
Seduce esta mujer recia, de músculos de niño, con su amplia cara confiada y soñolienta. Seduce por su frente, amplia bóveda de la catedral del ensueño, por sus impávidos ojos color de vida, por sus ojos de hermana de los pobres, azotados por la violencia del ideal, unos ojos con largas pestañas murmuradoras, que cuando Gabriela calla, ellas van diciendo las carbonizaciones de esta gran mujer.
Gabriela es alta, tiene la altura de un campanario, donde han formado su nido las palomas del ensueño. Levantando su mano derecha con un poco de unción roba cada día una estrella del cielo. Por eso es la antena del espíritu chileno.
Gabriela Mistral es el agua, buena, clara, dulce, suave, ondulante, cantarina, poética, y está en las alturas azules del infinito, tan pronto como rueda por las miserias de la realidad, llena de lodo y miseria.
Su poesía se mete en el corazón como un dardo. Remueve el alma, la agita y la satura de comprensión, de belleza, de amor, de naturaleza.
Su primitivismo simplicista no es fruto de la fatiga mental como en los modernos poetas, no es que el hermoso cordaje de sus nervios se haya distendido, sino que la vida le grita para que vuelva hacia ella. Es la naturaleza que pide a su alma el salmo de sus palabras cálidas y de sus emociones férvidas.
Los versos de la Mistral tienen el fulgor del rayo y la luminosidad del relámpago.
Por eso habla como hablaban los hombres primitivos con los dioses, acercándose al oído y produciendo estremecimientos en la sensibilidad con palabras opacas y verbos esmerilados”.

Otero acierta al olfatear el pernicioso influjo de la religión en cada arista de la convivencia chilena. Chile huele a beatería y a petulancia. Y la crítica literaria, para colmo, ha estado dominada desde el siglo XIX por una seguidilla de curas ociosos y por un diácono emocionalmente inestable como Hernán Díaz Arrieta.

Este desbalance apreciativo ha devenido en el calamitoso estado actual de la literatura chilena, con una crítica literaria enferma de todos los males nacionales típicos, sobornada ideológicamente, y donde conviven, amigan, apadrinan y se protegen entre sí, en la mayor impunidad, un sinnúmero de vagos, escritorcillos oportunistas, ricachones ociosos y quiltros filosofantes con distémper estético.

Conejos muertos


Los encinos invernales parecen utilería de Tim Burton, siluetas móviles con ojos y brazos, biombos transparentes saboteando la mímesis de los peucos, exhibiendo la desnudez de las lechuzas. Los árboles caducifolios predominan a baja altura. Hay escasa hierba. Los animales andan malhumorados y hambrientos, la escarcha lo quema todo.

A fines de agosto la leña suele escasear. El gélido invierno ha agotado las reservas. Las familias más pobres deben aguantárselas. Un metro de leña vale 45 mil pesos, y apenas dura tres o cuatro días. En teoría debiera llegar la primavera en no más de una semana, pero ya sabemos que el clima anda algo borracho, confuso o amnésico.

Hay rumores de temporal nocturno, viento norte ensañado. Volarán techos esta noche. Dos campesinos amigos traen conejos muertos. Quedan sobre una bandeja. Los contemplo. No sé si habrá algo más hermoso y triste a la vez. En otro tiempo los hubiese dibujado. Hoy prefiero visitar las pinturas de Goya, Chardin o Durero. Me sucede igual con la música o la poesía. La perfección ya ha sido alcanzada y no queda más que admirar. Solo persevero en la narración, donde las posibilidades de alcanzar nuevas cumbres parecen infinitas.

Pintura: Jean-Baptiste-Simeon Chardin

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