Stephen King subió de 50 novelas. Algunas de ellas, magistrales. Otras, forzadas editorialmente a ser extensas. Las mías no suben de tres. Yo les he impuesto la categoría de novelas, aunque podrían ser cualquier cosa. Desarrollar argumentos extensivamente no me apasiona. Prefiero leerlo de otros. Mis propuestas son breves, meros accidentes en el camino, desvíos apresurados. Confluyen los elementos habituales de un pensamiento apasionado, resentido, revanchista. La violencia salpica todas las posibilidades mentales. También la poesía. Extraña peculiaridad cuyas razones me harían especular mil páginas. Un pájaro pintado de rojo fuego picotea nubes escurridizas. El sol blanquecino de abril sabotea la mirada del atardecer.
Pasan los días. Se me esfuman ciertos aspectos del amor, cierta clarividencia para percibir la maldad. A decir verdad, me han dejado de importar demasiadas cosas. En las noches suelo escuchar débiles espíritus de grillos, o vacas sin ternero mugir su desesperación, o su melancolía, y avanzo en El mago de Lublin y El elogio de la sombra. Leo lentamente a Bashevis Singer y Tanizaki. Los leo con una lupa tan grande, que mi asombro admirativo parece respirar por sí mismo.
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