Lo peor eran las madrugadas, el viento frío, esperar el microbús con la lengua estropajosa y la piel tinturada de vino barato.
Era la hora del silencio. Cada uno a su madriguera a dormir una o dos horas antes de volver a perder el tiempo en la gran ciudad.
Los grafittis de los costados eran la decoración perfecta para esa inmensa habitación sin puertas ni ventanas, sin techo ni alfombras ni leyes. Saber que seguían allí, en el mismo muro, era una constancia de que seguíamos vivos, de que no estábamos tan perdidos en el mundo.
A menudo esperábamos el mismo bus. Diana, Silva, Carlitos y yo. Éramos amigos desde nuestro primer año de historia. Luego nos disgregamos en distintas carreras y oficios, aunque conservamos la costumbre de beber de lunes a sábado. Sólo el domingo en la noche descansábamos. Vivíamos en la periferia occidental de Santiago, al final de ese largo vertedero llamado Gran Avenida, así que el bus nos iba descargando semáforo por medio como basura inútil.
Carlitos preparaba su tesis de Literatura. Silva ya hacía clases de biología en una secundaria problemática, y yo, pues yo me las arreglaba haciendo uno que otro negocio turbio y sumando seminarios de economía. Diana había sido puta desde su primer año de psicología. Una puta fina, de las que cobran sesenta dólares la hora. Era la historia que repetía orgullosa cada vez que se emborrachaba con nosotros. Los que llevábamos la malicie en la sangre poco le creíamos. No era una mina por la que un hombre de dinero pagaría unos morlacos. Creíamos que más bien se las batía vendiendo droga, pequeñas dosis de pasta base, y con eso le alcanzaba hasta para invitarnos al último café de la tarde.
Trigueña, de rostro endurecido y pechos caídos, se pintaba los ojos como Amy Winehouse y olía a perro viejo. Su morral no era muy grande y parecía contener sólo un par de libros y una pistola. De cualquier forma, la mitad de nosotros andábamos armados. Eramos como Corea del Norte. La pistola nos garantizaba un círculo de paz y no morir ensangrentados por no tener un cigarro para pagar peaje. La mía era una 9mm. Me costó más cara que la chucha. Nunca confié en la 22 que me parecía digna de conejos. Carlitos Quero tenía una Walther que le había heredado su abuelo. No estoy seguro si sabía usarla. Sólo una vez la mostró, para que supiéramos, para que se corriera el rumor de que el pequeño Carlitos andaba protegido. Silva usaba una huevada hechiza, bastante fea, sólo eran dos fierros soldados, se la había comprado a un narco de Quinta Normal. Lo agarrábamos para el hueveo cada vez que nos acordábamos. Le preveníamos que no le serviría en el momento adecuado, que le reventaría en la jeta antes de que asustara siquiera a una mosca. Silva era un buen muchacho, sólo algo burlón. Terminó mal, pero esta no es su historia.
Aquella madrugada estaba tan fría. El bus me dejó a una cuadra de casa. Caminé mareado, raspándome los hombros con los plataneros que insistían en angostarme el sendero.
No vi cuando se me venían encima. Sólo sentí un palo en mi cabeza que me derribó en el acto. Caí de costado, raspándome la cabeza en una muralla meada de perro. Sentí un segundo palo en la espalda y alguien que me decía pasa la plata conchetumadre. En mi aturdimiento recordé la pistola. Era cosa de tiempo, de un maldito tiempo, de fraccionar los segundos, dónde la llevaba, no lograba concentrarme, sabía que llegaría un tercer golpe. La pistola, sí, metí la mano, estaba afirmada en mi cinturón, junto a mi cadera izquierda. La agarré fuerte, la sangre me caía por los ojos, no veía, sabía que vendría el otro golpe, así que estiré la mano y apreté el gatillo sin saber a quien le disparaba. No era la primera vez. Ya me había dado el gusto de cagar a tiros a varios hijos de puta, pero siempre fue en la oscuridad, y nunca supe si había herido o matado a alguien. Nunca tuve el más mínimo remordimiento. Eran ellos o yo. Pero esta vez me pillaron borracho. Creo que eran pendejos chicos, se asustaron, salieron corriendo, pero no pude verlos, me dolían los golpes. Me levanté como pude. Me faltaban cincuenta metros para llegar a mi solitaria morada. Sir Richard salió a recibirme. Su colita tan alegre fue mi caricia familiar para esa hora que ya no era sombría, porque el sol daba su primera bofetada de luz.
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