Los indisuadibles
Ni en la tumba
Escribir respirando humo de nogal
La chimenea se ha cubierto de hollín. El puelche furioso parece haberle bajado el sombrero. Encender fuego involucra tragar humo y que la casa misma quede envuelta en sepia azuloso, en ondillas de humo que permanecen estáticas a media altura.
Días sin escribir de manera sistemática, como payaso pugilista de Buffet que baja la guardia por falta de voluntad, recibiendo de vuelta una andanada de charchazos arteros. La vida no tiene conmiseración con los flancos abiertos.
Mate cocido, pan blanco horneado por Romina, mermelada de mora recolectada por mis propias manos. La estufa apenas enciende. Le introduzco varillas del nogal derribado por el viento. Será el combustible proponderante hasta que el calor primaveral haga innecesario volver a encenderla.
Escucho a Rachel Willis-Sorensen cantando Non mi dir, de Don Giovanni. Me lo sugiere el algoritmo de Spotify que infiere mi predilección por la ópera. Pero mi encantamiento se estropea pronto por la estridencia irrespetuosa de los continuos comerciales. Dejo los audífonos a un lado. Esa basura mercantilista asesina a Mozart, y de una forma poco ortodoxa, también guillotina mi paciencia.
Abro Gente, años, vida de Ehrenburg. Dos mil páginas de memorias. Avanzo lentamente porque lo retomo con días o semanas de intermitencia, pero es de los pocos libros que sigo leyendo con entusiasta fidelidad. Quizá porque su voz me resulta necesaria. Su claridad. Su lucidez. Incluso el colorido de su narración. La desdramatización de la nostalgia. La historia misma del siglo XX que puedo palpar a través de sus letras. Ya conocí a Lenin, a Tolstoi, observé sus miradas, sus levitas, sus zapatos, recorrí sus escritorios, los vi bebiendo cerveza, escuché el timbre de sus voces, aprecié gestos de humanidad que nadie más captó o dejó constancia para la posteridad. Y así a muchos otros. Balmont, el incombustible Balmont, el irrepetible Balmont. Los poetas herederos rusos gastando dinero en los casinos de Niza hasta convertirse en indigentes, los poetas deslumbrados con la arquitectura de Ragusa, los poetas kamikazes que inflamaron sus pechos con los tamborileos de la revolución, que murieron de bala súbita, incongruencia ideológica o pura decepción y que fueron olvidados por el resto de la historia, pero no por el memorioso Iliá.
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Imagen superior: Iliá Ehrenburg.
Oración laica por Salman Rushdie
Payaso de Bergman
Manos frías
Regresamos a media tarde. Dos vasos de vino para brindar por lo hecho durante la jornada y de nuevo a mi casa. El vino espanta el frío y los malos espíritus que acechan como oleada de inmigrantes del infierno.
La luna menguante se despide y con ella la última posibilidad de poda. Pese a ello arranco parte de mi sobrepoblación de ciruelos pequeños. Las matas de zarzamora. Los pequeños obstáculos donde podría tropezar mi nieto Oscar cuando me visite en el verano.
La noche me sorprende tan pronto. Vuelvo a casa. Tatón me hace mirar el reloj. Le preparo su comida. Hacemos el rito habitual. Le digo las mismas ñoñeces y él ladra y salta sobre mi pecho y persigue a la gata marrona.
Tras comer lo llevo a las casitas del potrero. Se limpia los bigotes en la hierba mojada. Rasca el pasto con las patas. Se recuesta contento patas arriba mirando las estrellas. Volvemos a casa. Tatón a su sillón. Yo a mi escritorio. Romina trabaja en su celular mientras pedalea la bicicleta estática.
Media hora más tarde Romina me dice que tomaremos once. Prepara huevos a la paila. Mate cocido. Pan amasado. Una trozo de queso.
Luego nos volvemos a distanciar para las horas laborales nocturnas. Sigue en lo suyo. Puede hacer cuatro o cinco cosas a la vez. Yo solo una.
Culmino un nuevo escrito. Limpio dos textos antiguos, pero tampoco me dejan conforme y no los publico. Me acomete una tristeza como soga metafórica al cuello. Escribo otro texto que bien podría ser un poema o una redención en cuotas bancarias de esa tristeza.
Son las diez de la noche. Cierro las cortinas. Me siento en el sillón grande para proseguir lecturas. Escucho con audífonos Magnificat de Monteverdi. Me resigno a perderme el probable comienzo de la lluvia. Abro mi biblioteca digital. Recorro mi batallón de libros a medio leer. Me inclino por Carver. Quiero releerlo a raíz de un artículo que escribió Maurizio Bagatin. Empiezo con Catedral. El pavo Joey, la cerveza fría, el molde de dentadura deforme sobre el televisor. Constancia de un agradecimiento permanente. De nobleza amorosa entre perdedores.
La niebla y el humo
Cuando alguien ve tu caligrafía en el cielo
Teatrillo de panteoneros
Han sido días de escasa luz solar. Días lluviosos donde el valle de Alico se encapsula de nubes grises. El ventarrón de la tarde ha dejado la higuera en enaguas. El único sonido nocturno lo provee el río crecido y la lluvia golpeteando el techo de zinc. Avanzo hacia la culminación de Tumulto de Enzensberger. Los días revoltosos de esos entrañables 60 que veo a través de sus ojos, de su histeria, de su novelita rusa a ratos transfigurada en ruleta. Nada parece muy serio, ni entonces ni ahora. Un teatrillo de panteoneros que se enterrarán a sí mismos.
Al menos amanece
Dios amanece muy temprano en este rincón de los Andes.
Quizá por la intensificación del frío, los peucos parecen concentrar sus vuelos rasantes durante abril para gran descontento de las gallinas.
El estruendo parte a las seis de la mañana, cuando el Cuco de Buzzati aún se encuentra laburando.
Bostezando y en chancletas salgo a poner orden en la granja. Dos peucos jóvenes se han posado en las ramas bajas de dos manzanos que forman el arco de entrada al potrero.
Al verme vuelan hacia la copa de árboles inalcanzables. Las gallinas, al decodificar la situación, salen de sus escondites y la coexistencia pacífica retorna. Akiva me ha seguido de puro sapo y ahora se enrosca en mis pantorrillas.
Akiva es un gato gris atigrado, aparentemente pacifista, que ondea sensualmente su cola en zonas poco transitadas. Le pusimos Akiva en honor al protagonista de la serie Schtisel. Llegó pequeño, como parte de las hordas de gatos inmigrantes que arriban cada tanto guiados por el aroma de la cena nocturna de Tatón, nuestro mimado e hinchapelotas compañero canino. Algunos se han quedado, quizá debido a las buenas vibras de este territorio libertario, secreta isla anarquista bien camuflada en medio de nuestra temperamental republiqueta. Pues el gato Akiva era muy parecido al otro Akiva, el de los tirabuzones. Una especie de personaje manso e irresoluto, vago en esencia, sin más armas que su belleza y su donaire artístico para resistir la borrascosa coexistencia cotidiana.
Avanzo a través de la hierba reseca del potrero para contemplar los bancos de niebla estacionados en las lomas bajas de las montañas. Falta más de una hora para que asome el sol.
Tomo fotografías con mi celular de medio pelo pero no quedo conforme, así que voy rápidamente por uno más sofisticado. Al regresar, todos los tonos han cambiado y los bancos de niebla se han desplazado o desaparecido. Una bruma gris celeste se ha esparcido por el valle tornando ilusorios a los álamos amarillos. Akiva posa para una historia de Sanfabistán (nuestro portal de cultura y noticias en la región de Ñuble) afirmado sobre un viejo poste de acacio.
No supe usar el celular sofisticado, así que volví a mi chatarra y seguí disparando hacia distintos frentes, desde distintas posiciones. En el intertanto llegaron los perros de mi hermano a interiorizarse de las noticias matinales. Akiva al verlos venir rajó a refugiarse a lo alto de un cerezo.
Un rayo de sol pasa detrás del Malalcura e ilumina la montaña que cobija la laguna El Valiente. En segundos el valle se inunda de luz y los colores se desgastan hasta niveles de irrelevancia fotográfica. Dirijo la cámara del celular al suelo. A las cientos de manzanas caídas. Pájaros y avispas no dan abasto para tanta comida. La escasez de insectos reguladores es preocupante. Tampoco he conseguido suficientes frascos para convertirlas en mermelada. Son días de abundancia engañosa. Luego vendrá el largo invierno donde los pájaros adelgazarán cantando poemas de añoranza.
Vuelvo a mi choza. Enciendo cafetera, cocina, computador y una chamiza que dejé en la estufa. Las redes me bombardean con la trifulca mundial. Las palizas israelíes a mujeres y niños palestinos. Las milicias ucranianas acorraladas por los rusos en Mariúpol. Un Biden senil que masculla venganzas ante una guerra fría raída. Lonkos mapuche pidiendo respeto al Estado chileno. La convención chilena construyendo la constitución más sui géneris del mundo. Avances en paridad de género, plenitud de derechos a los pueblos que habitan el territorio, salvaguardias a la naturaleza, respeto a la sintiencia animal, fin a la ratonera del senado y sucesivas palmadas en el culo a la omnipotente oligarquía chilena. La derecha anda histérica lo cual es buena señal. Ya lo decía mi abuela, cuando la derecha se enfurece es porque algo bueno está sucediendo para la gente común.
Mi primer café y una tostada con mermelada de durazno. Rápida lectura de El Mostrador, El Desconcierto, Diario Financiero, RT, The New York Times, Telegram, Telesur, Ex-Ante, Revista Santiago, CNN, Ladera Sur, Resumen, Página 12, La Tercera, El Siglo, La Nación argentina. Revisión de últimos videos noticiosos en Piensa Prensa y Acción Ciudadana. Un bocadillo presuroso de toda la mentira, desinformación e infamia que proveen los medios preponderantes. Y también la resistencia ante ese veneno narrativo que proveen los pequeños medios de trinchera. Y luego, ya con un segundo café, pincho play en Youtube para avanzar nuevos minutos en la película que dejé a medias ayer: Amanece que no es poco, la desternillante joya de José Luis Cuerda.
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